Diego contra el mundo
[Nota: El Zaragoza sigue adelante y mis crónicas hacia atrás. Abandonado por mi amigo el velocista, un tipo vital y desenfadado al que no veo hace rato, este ejercicio dominical se sostiene apenas con métodos penosamente artesanales].
Rubinos se cargó la tarde con la roja a Zapater - El Príncipe marcó y pudo decidir en inferioridad - Con diez el Zaragoza bajó - Y César regaló el empate
Celta, 1-Real Zaragoza, 1
Alguien debería inventar un sistema variable para cobrar los precios del fútbol por televisión: un cargo progresivo, por tramos o algo así, dependiendo de lo que pase por la pantalla. Si sale partidazo, se cobra más. Si Ronaldinho larga una chilena desde su planeta dentudo, sube el precio. Si los entrenadores ramonean, baja. Si hay fútbol, bronca fiera, goles o emoción, a pagar. Si Capello deja a Ronaldo en el banquillo y luego sale y hace un gol a pase de su sobrino, Robinho... sablazo. ¿Aimar? A pagar. Bueno, según. Y así todo. Claro, igual habría que aplicarlo al cine. O a los restaurantes: “El segundo plato estaba para echárselo a los perros, oiga usted. Me lo quita de la cuenta o la liamos”. Qué utopía tan tonta, pero uno piensa: pagar 12 doblones por pinchar con Balaídos y que después el árbitro se cargue el programa en un cuarto de hora... Algo no funciona bien. Habría que depurar responsabilidades. Depurar. Bonita y pérfida palabra: depurar al enemigo, al disidente. Honesta: depurar el idioma, depurar las aguas. Necesaria: depurar el arbitraje.
De verdad uno ya no sabe qué escribir acerca de la inepcia de los árbitros. Las palabras no alcanzan para la conjunción de problemas que hacen el problema. Habrá que concluir que los árbitros viven murallas adentro de la Federación, que es una ciudad —como la Orán de Camus— tomada por la peste bubónica del error, la corrupción de intereses, las ventajas bastardas y las listas negras. A menudo se alude al fallo humano, pero la cuestión no es esa. Hay un gravísimo problema de interpretación del juego, una falta de entendimiento infantil, un criterio volátil, un desconocimiento exhaustivo del fútbol y ningún discernimiento de lo sustancial. Eso sin entrar en detalles. Pero podemos entrar: la expulsión de Zapater en dos patadas inocuas, las que cobró Aimar sin que nadie dijera palabra, la primera tarjeta a Gabi Milito y el modo en que luego tuvo que indultarlo para ocultar su error. Rubinos Pérez y su relevo, Granda Barros: fueron lo mismo.
Uno ya no sabe si viven muy confundidos, muy mediatizados, muy utilizados, muy mal preparados o todo a la vez. La torpeza congénita tampoco se puede descartar. Entiéndase: el individuo progresa a través de la supervivencia de los mejores y, lógicamente, si los que medran en el escalafón lo hacen a través de méritos espurios y aptitud escasa, el modelo camina hacia la quiebra. Lo supo Darwin, y eso que el Beagle no llevaba televisor en las bodegas. Con eso, cuatro tortugas y un par de lagartos, Darwin desarrolló la teoría de la evolución. A Gustavo López lo echó más tarde el línea, figura de influencia creciente. Peligros de la evolución mal entendida. Lo echó por piarla. No se puede insultar, cierto, pero es que casi no se puede hablar. Los árbitros actúan a menudo como si los acechara un trauma infantil del que todos fuéramos responsables.
Empate amargo. A lo que vamos: Rubinos le quitó su valor al partido con la expulsión de Zapater. El partido verdadero duró eso, 13 minutos. Lo demás fue una larga mentira porque el Celta jamás le hubiera aguantado hora y media al Zaragoza si el Zaragoza está con once señores en el campo. En seis minutos le metió uno, o sea que en 90 le hubieran caído 15. La regla de tres. Un decir. La mentira acabó 1-1. El punto dejó un regusto agrio, por ese letargo del Zaragoza a partir de la roja al jefecito. Jugar con diez implica una desventaja, también anímica, pero el equipo de Víctor alimentó los medianos argumentos del Celta al abandonar el territorio y, sobre todo, la pelota.
Habrá quien culpe al cambio de Sergio García, y lo cierto es que ese relevo mezcló la lógica estratégica con un mensaje cifrado de prudencia. Se puede interpretar, pero el cambio parece inevitable: con Aimar y D’Alessandro de volantes, el medio campo pesa poco. Víctor retiró a García para apuntalar con Movilla. No había otra. Por cierto que Movilla y Ponzio fueron de lo mejor del partido, salvo por Diego Milito. El problema del Zaragoza tuvo que ver con esa cierta flaccidez, un desmayo de agravio, de injusticia.
Menos mal que había desnudado al Celta en seis minutos con tres oportunidades y un gol. Aún antes de que Diego anotara el noveno, Pinto desvió arriba un tiro de García en diagonal, después de que D’Alessandro dejara sentados a dos defensas subido en la cornisa de la línea de fondo. Una de esas maniobras de goma del chico, que hizo por aquí para luego hacer por allá. El perrito y el columpio con el yoyo del balón, y salida por la puerta lateral dejando chuecos a los que vigilaban. También pudo marcar el Cabezón y finalmente lo hizo Diego, para reunir toda la lógica de esos pocos minutos en un frentazo ventajoso en el área pequeña. La puso Pablito Aimar, que hizo sólo esa y luego una escapadita de fin de semana por el medio. Acabó derribado. Después alguien le tocó la rodilla y a Aimar se le dibujó el gesto melancólico, indefinible, del que tanto provecho han sacado sus críticos. El Payaso pasó por la tarde sin acabar de pisarla del todo. Si lo hizo, acabó mal: lo agarraron, lo manotearon, lo bajaron al piso, pero ni Rubinos ni Granda le hicieron justicia. A él y a Zapater. El Cai dejó el campo en el 54, sólo dos minutos después de que empatase el Celta. Entró Lafita y la verdad es que Lafita le puso algo más de carne al equipo.
La verdad es que el Celta debió empatar antes del descanso (dos ocasiones clamorosas de Placente y Baiano), pero lo hizo después, cuando César soltó en el suelo una pelota que era suya y Baiano palmeó el rebote como Luc Longley. También Longley hubiera hecho ese gol tan bobo. En realidad, el empate se construyó en pequeñas conquistas y batallas intermedias, con las que el Celta hizo una aproximación paulatina al área de César. El portero tenía una de esas tardes de mantequilla que le dan ahora con cierta frecuencia. Y acabó por resbalar.
Acuciado de nuevo, el Zaragoza se sacó la máscara como el caballero Enrique de Lagardère, de Paul Feval. Careta afuera y el acero al frente. Se acabó la pantomima. Quizás había olvidado que Diego Milito es uno pero vale por dos, lo que equilibraba la contienda. En realidad olvidó jugarle por abajo, combinando, y le tiró pelotazos. Así y todo, Diego fabricó él solito tres jugadas de gol, lo único memorable de un partido falso. Las negó Pinto. Luego ya el tiempo corrió veloz y las convicciones flaquearon. El Zaragoza iba pero sin empeño, salvo por ese arreón emotivo de Diego en su batalla frente al mundo: contra el empate, los árbitros, el Celta, Pinto y la cantada de César. Kafka anotó: “En la lucha de uno contra el mundo, hay que estar de parte del mundo”. Nadie sabe bien qué quiso decir, pero debía tener razón.
Diario AS, 27 de noviembre de 2006
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