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Somniloquios

El deporte

El espíritu de Juanito

Juanito (¿y Sanchís?).

Pepe.

Juanito...

...y Pepe.

Ciudadano Cuartero

Ciudadano Cuartero

No me gustan las lágrimas ajenas, aunque frecuento las propias. El llanto me parece un suceso demasiado íntimo, con significados muy diversos que desnudan a la persona, y tal vez por eso me resulta impúdica su exhibición. La risa tiene aspiraciones expansivas, pero uno siempre quiere llorar hacia dentro. No soporto los programas de televisión que fijan las cámaras en esa debilidad tan común, no me interesan las lágrimas de los desconocidos, tal vez porque me interesan demasiado. Porque uno no puede mirar un par de minutos a una hormiga, yendo y viniendo afanosa por los suelos, y luego pisotearla; porque las lágrimas obligan a un abrazo o una huida. Quedarse mirando me parece muy raro.

Por todo eso, no me gusta nada la costumbre adquirida ahora de que los jugadores de fútbol se despidan de su carrera en una rueda de prensa, lean un comunicado que destapa todos los sentimientos y agradecimientos acumulados durante años y se expongan a la articulación pública de un resumen corrido de todas las sensaciones finales. Debe de ser el único momento en el que los jugadores, acostumbrados a la sobre exposición pública, sienten la necesidad de mostrarse con rabiosa y débil sinceridad como hombres que son. Y que pasan a ser. Siempre les preguntamos, tópicamente, qué han sentido en tal y cual momento, con este gol, aquellos pitos, las opiniones de fulano o mengano, la victoria o la derrota. Lo que uno siente (no de manera epidérmica, sino allá abajo en el torrente interior) resulta demasiado difícil de describir. Para eso, los poetas incurren en las metáforas o en las conceptualizaciones. Si el fútbol lo jugaran una pandilla de fragorosos vates en pantalón corto, entonces tal vez el periodismo deportivo sería otra cosa, un reventón de titulares floridos con hondas formulaciones antropológicas sobre la belleza, el sentido de la vida, la victoria o el fracaso: esos dos impostores. Pero al fútbol juegan hombres normales y corrientes. A veces, demasiado corrientes; en otras ocasiones, nada normales.

El día que se van, los futbolistas ingresan en una violenta edad adulta. Charlie Cuartero se hizo mayor ayer, de repente, aunque tal vez se ha sentido envejecer (dicho de forma figurada) en los últimos meses. Ya está retirado del fútbol. Ya está retirado y puede dedicarse ampliamente a sus batidas de caza por los campos zaragozanos, a las comidas que siguen, a la vida sencilla que siempre le ha gustado. César Láinez, buen amigo suyo, lo definió muy bien ayer cuando dijo que con Charlie desaparecía ese extraño futbolista al que jamás le afectó la hoguera de vanidades de un vestuario, ni el exhibicionismo. Un tipo que se vestía con clásica normalidad y se comportaba con sencillez. No como yo, remató César con mucho tino. Charlie Cuartero compone un tipo de aragonés de cuerpo entero: con todas las luces y con las obligadas sombras. Por encima de los subrayados conocidos a una carrera que prometía mucho más, a Cuartero le importó la satisfacción de sus modestas ambiciones. En ese sentido, su espíritu gozó de una libertad verdaderamente iconoclasta. Se le ha dado una higa lo que los demás pensaran que debía ser o no su carrera de futbolista. Y ha hecho bien, qué joder.

En su ingreso en la sociedad civil (la que no es aplaudida en los estadios cada domingo con un fervor envidiable), el ciudadano Cuartero leyó un discurso emotivo que -por encima de las copiosas, comprensibles, impúdicas lágrimas- tuvo la generosa virtud de retratar al personaje tal vez mucho mejor de lo que él mismo pensaba. En un par de sábados, dirá adiós en el campo de fútbol, donde de verdad han de marcharse los jugadores. La incomparable temperatura de un estadio repleto con tu gente no tiene nada que ver con el frío desánimo de un discurso leído para periodistas que anotan, cámaras que cierran el plano sobre las lágrimas y aplauso de despedida. Bastaría la publicación de esas mismas líneas en una página web para que las reprodujeran los medios de comunicación. Lo siento por la imagen y el sonido: detesto ver llorar a mis amigos, como en este caso. Y no me interesan nada las lágrimas de los desconocidos.

Murió Muangsurin, Perico sigue en pie

Murió Muangsurin, Perico sigue en pie

Saensak Muangsurin se murió ayer a los 59 años, con los intestinos corroídos por una infección y los huesos afilados contra la cama de un hospital de Bangkok. El último combate, que consiste en vivir, lo ha ganado Perico Fernández. Si el boxeo reúne tantas metáforas sobre la vida, por qué no permitirnos una última que recorra el camino inverso. La última puta revancha consiste en sobrevivir, como sabemos cualquiera de los que hemos visto una o muchas noches a Perico recorrer las calles de aquí para allá, agitado igual que si su torrencial memoria boxeara contra las sombras de la ciudad. En términos pugilísticos esta última victoria de Perico es falsa, inane y vacía. Nadie la guardará en un panel de campeones. No hay cinturón, bolsa ni vítores. Si acaso un responso por el alma del que se va y otro, aún más necesario, por el cuerpo del que se queda.

Para quienes fuimos niños en la década de los setenta en Zaragoza, el nombre de Saensak Muangsurin posee la dudosa reputación de haber ganado dos veces a nuestro gran héroe local: Perico Fernández. Una en Bangkok, en el verano 1975, la otra algún tiempo después en Madrid. A Muangsurin lo apodaban La Sombra del Diablo por su pérfida estampa oriental y un estilo provocativo que incluía la chanza cuando los rivales intentaban tocarlo. Vicente Carreño lo define de un modo hermoso hoy en AS: "Saensak era una roca, un tipo con una fortaleza formidable, capaz de tragarse los golpes más terribles con una sonrisa en los labios. Se había formado en el boxeo tai, en el que los pies se utilizan también para pegar. Era estoico por naturaleza. Parecía que los golpes se derretían al contacto con su piel". El 15 de julio de 1975, en un estadio a cielo abierto de Bangkok, a más de 40 grados y aprisionado en la humedad del este asiático, el que se derritió fue Perico.

Perico Fernández dice que aquella noche lo drogaron. Perico Fernández dice que no podía ni levantar los brazos. Perico recuerda con una rabia que le incendia los ojos que ese día no tenía fuerzas para pegar. Perico Fernández confiesa que abandonó porque se le ablandaron los músculos contra aquel tailandés socarrón que lo invitaba a hundir los puños en su angulado cuerpo de manteca amarilla. No es la excusa del perdedor o al menos yo no lo creo. Perico nunca pone excusas y tiene el orgullo medido del que ha tocado la victoria y la derrota a partes iguales. Perico reconoce que sentía el miedo que otros muchos púgiles niegan. Que la noche antes de la pelea le costaba dormir, que se preguntaba si el tipo de enfrente le haría daño, si merecía la pena plantarse delante de un hombre que quería pegarle. "Luego, de camino al ring, se me pasaba todo y me sentía capaz de ganarle a cualquiera". Perico peleó mucho. Muchísimas veces: tiene un récord de 125 combates, una barbaridad. Empezó a boxear porque se lo propuso el carpintero que trabajaba en el hospicio en el que se crió. En el tramo final de su carrera, sentado en la ducha para que el agua le cayera de arriba como en una cascada, Perico volvía a preguntarse: "Pero yo, ¿para qué sigo boxeando?".

Yo no recuerdo las peleas contra Muangsurin. Mentiría si dijera eso. No recuerdo tampoco el título mundial contra Furuyama en Roma ni la defensa frente a Joao Henrique. Tengo, eso sí, una memoria precisa de quién era Perico en aquellos días en Zaragoza: un ídolo desaforado, el boxeador que ponía a la ciudad y al país frente al televisor, el tipo que paseaba en un flamante 124 Sport, el deportivo de SEAT, y que preparaba los combates entrenándose con los Zaraguayos en La Romareda... Recuerdo cómo una amiga de mi madre contaba que en cierta ocasión tuvo una discusión de tráfico con él en la Gran Vïa y que Perico había salido del coche con intención, exageraba ella seguro, de arrancarle la puerta del 600. En mi imaginación, el héroe efectivamente había sacado la portezuela de sus bisagras con un solo brazo y la había revoleado contra los arbustos del paseo central.

Cuando Perico se metió en aquella encerrona, como él la define, en Bangkok, Muangsurin sólo acumulaba tres peleas como boxeador profesional. La del tailandés burlón fue la transición más veloz que se recuerda en el pugilismo: al cuarto combate era campeón del mundo. Perico nos lo había contado más de una vez a quienes hemos querido escucharlo. Se lo detalló aún más a Alfredo Relaño y Tomás Guasch el día que vinieron a Zaragoza a entrevistarlo, hace un par de meses, para su serie de Fotos con Historia: "Aquellos días iban a celebrarse unas elecciones en Tailandia y un candidato a la presidencia era el organizador de la pelea: el boxeador local no podía perder; su triunfo suponía que aquel señor llevaba consigo la victoria y así pasó, que acabó ganando los comicios. Jamás debí ir a pelear allí, pero tenía 23 años, ni padre ni madre... Miranda tenía mi patria potestad y me engañó: había un buen dinero, pero a cambio de ir al matadero.".

Saensak Muangsurin ríe sobrador arriba, en una vieja foto de su segunda pelea contra Perico Fernández. El vídeo de abajo escenifica la violenta transición hasta un decadente Muangsurin, afectado de un desprendimiento de retina, "casi ciego" dicen muchos entendidos, intentando contener al gran Tommy Hearns en 1979 para ganarse una buena bolsa con la que operarse. Treinta años más tarde, Saensak Muangsurin se ha muerto a los 59 en un hospital de Bangkok, con las tripas carcomidas. Perico continúa en pie, malvendiendo pinturas por los bares o entre los amigos, lienzos hermosos de matadores de toros dando un pase, jarrones de flores delicadas o semblanzas de John Lennon ("con Elvis, los más grandes", me insiste siempre); sigue recontando como la primera vez las anécdotas que lo aproximan a una versión casera del ingenio de Mohamed Ali. Como cuando un alcalde quiso darle un empleo de portero por caridad y Perico le contestó: "Si quiere un portero, llame a Zubizarreta". O su encuentro con Franco, cuando lo recibió tras su título mundial contra Furuyama: "Me siento orgulloso de que un soldado español se haya proclamado campeón de Europa", le dijo Franco. Perico, que había sido campeón del Mundo, tuvo ganas de replicarle con toda su sorna aragonesa: "No me quite escalones, mi ’sargento". Ese era Perico, el tipo cuyo organismo ha invadido ahora el azúcar hasta hacerlo perder vista, lo que le impide pintar y le despierta una preocupación permanente por la salud y por el futuro. Aunque cualquier boxeador sabe que el futuro está compuesto de plazos variables.

Se ha muerto Saensak Muangsurin. Perico Fernández continúa en pie. La revancha queda eternamente aplazada, así que Perico no podrá cumplir esa divertida bravuconada que mordía entre los dientes cuando, casi 40 años después, le preguntábamos qué haría si viese al tailandés aparecer de repente por la puerta de El Churrasco. Perico apretaba la mandíbula, se le tensaba el morrillo que tenía el puño de la zurda, el de derribar contrarios y, con los ojos pugnando por cruzarse de lado, bufaba: "Si lo agarro a ese cabrón... si lo agarro lo mato".

 

Fútbol fantasía

Estos muchachotes de la NFL piden a los aficionados que les escojan para su equipo de la liga fantástica de fútbol americano. Ay, si Marcelino tuviera a sus órdenes gente como ésta...

 ¿Y qué pasaría si gente como ésta tuviera a su mando a Marcelino?

El Velocista habla de otro velocista (y se aburre)

El Velocista habla de otro velocista (y se aburre)

Como ahora somos más invisibles de lo que jamás hemos sido (y mira que siempre nos hicimos traslúcidos, queriéndolo o no), voy a ir dejando las crónicas que el Velocista desgrana este año, en el que yo personalmente vivo aquejado de un profundo desinterés por lo que veo y aún más por lo que no veo. En el fútbol me aburro mucho, he de decir; no me aburría tanto desde los días de Chechu Rojo. En aquellas tardes de domingo conspiraban las muchas cervezas del sábado y ese fútbol rudimentario que casi nos lleva a ganar la Liga, al punto de que sufría graves problemas para mantener los ojos abiertos en La Romareda. Era literal: en algún momento llegué a dormitar un par de minutos, de ver lo que estaba viendo. Ahora todo me deja frío, por otros motivos o circunstancias. Esta placidez sensorial no la había conocido yo nunca, hay que confesarlo: es lo que se llama ni sentir ni padecer. Es como si lo viera todo a través de unos prismáticos con los binoculares del revés: muy, muy lejos. De forma que me viene bien el Velocista, que se dedica ahora a la ironía como forma de vengarme contra la infelicidad. Estas crónicas, las de cuatro de los cinco primeros partidos del año, están dominadas por el aburrimiento y por el velocista Ewerthon, otro artista de la centella. En fin, ya sé que cuatro de golpe son muchas, pero las dejo ahí y ya llamaréis con lo que sea (aviso que suelo tener el teléfono en modo Silencio).

La Segunda División es así

Levante, 2-Real Zaragoza, 1
1ª Jornada de Liga

Los partidos de fútbol en Segunda operan como las pinturas abstractas: uno las mira un buen rato y en un momento dado cree haber entendido el mensaje del autor: sí, ahí está, el azul en fuga representa al hombre moderno en desesperada fusión con los mecanismos del Universo, pugnando por huir de su cósmica alienación, colores primarios y batidas acromáticas del pincel... Entonces, mira el catálogo de la exposición y ve que ahí dice: es una silla. Del mismo modo, el fútbol en Segunda no es un arte figurativo. Está hecho a brochazos, construido con una lógica de triángulo escaleno y polígonos amorfos, con los lados desiguales, balones volantes sin canon geométrico alguno. Puedes mirar el partido hasta quedarte bizco y no le ves la sustancia. O no es lo que parece. Donde uno cree ver un pelotazo, resulta que Geijo lo corre, madruga a Sergio, sale López Vallejo, toca Geijo y, chas, gol del Levante. La Segunda División era esto: un lugar donde el fútbol no es así. No se sabe cómo es.

En el Zaragoza persiste también un vívido componente abstracto. Es una forma de decir que le falta cuajo táctico, coordinación, orden, reunión de las líneas. Valores que siempre conformaron el estilo de Marcelino. También le falta fútbol. El Levante acertó a colarse en esos espacios muertos donde campeaba el caos aragonés. Primero con Geijo y luego, hacia el final, con el cimbreante Rubén. Ambos se dieron un banquete a costa de los dos centrales del Zaragoza y ganaron el partido. Ayala y Sergio engulleron los balones medidos y los desmedidos. Geijo acudía a darles el bocado y por eso pronto dio con el gol, al final de un pelotazo largo. Geijo anticipó la ruta y Sergio lo siguió en desventaja. Ayala se vio vencido de antemano por la parábola del pase. La salida de López Vallejo dibujó un retrato preciso de la ausencia de convicción. A Geijo le bastó tocar apenitas con la izquierda para gritar el gol.

Ocasiones
El tanto recubrió al Zaragoza de hojalata, lo puso frente al espejo de sus tempranas deformidades. No sólo atrás. En el medio, Luccin y Antonio Hidalgo parecieron excluirse en lugar de mezclarse. El francés tuvo un buen rato de navegación con la pelota, algo de brújula en un choque proceloso. Después le pegó a Geijo una patada destemplada, de amarilla. Geijo se tuvo que ir cojo y a Luccin lo quitó Marcelino por Zapater. Hidalgo no acertó a gobernar el juego y tampoco llegó al frente, su gran valor en el Málaga, donde jugaba diez metros más arriba. Hubiera hecho falta, porque Oliveira desbancó a menudo a Yago y puso en la bandeja del área dos goles disfrazados. Nadie les sacó el envoltorio.

El Zaragoza se ha quitado mucho fútbol en la zona de tres cuartos y esa ausencia resta balones de gol a sus rutilantes delanteros. En las bandas, Arizmendi tuvo un aire guadianesco. A menudo se confundió en la grisalla general, pero cuando surgió de la niebla mereció cierta atención. Por las dos acciones mencionadas arriba y por un par de diagonales que tiró hacia el interior, lo que tal vez cuestiona su condición de futbolista orillero. La primera originó un solitario chispazo combinativo, el único instante lúcido de toda la tarde, del que participaron Ewerthon, Adriá y Robusté. El último metió el balón en su portería cuando intentaba cortar la llegada al remate de Ewerthon. El asistente lo anuló y Del Cerro Grande, árbitro con apellido toponímico, le hizo caso. En la otra, el alargado Arizmendi acabó con una hermosa rosca de zurda, preñada de intenciones, que se fue arriba. Como otra de Oliveira...

El Zaragoza había llegado a las proximidades del gol sin pasar por el juego. Normal en Segunda, pero equivocado para un equipo que debe mandar por la calidad, por el fútbol. No puede caer en la trampa del estilo simplificado, aunque el Levante le hiciera así también el 2-0. Aprovechando un ovillo que se hicieron Pignol y Ayala, Rubén tramó su tanto con un culebreo indecente contra Sergio. Oliveira descontaría de penalti. Todo fue insuficiente. Todo, en verdad, era nada. Lo único salvable fue la fecha: aún estamos en agosto.

 

Partido de pelota vasca

Real Sociedad, 1-Real Zaragoza, 0
Primera eliminatoria de Copa del Rey

En este Zaragoza post-moderno campea la fugacidad. En estos dos últimos años todo parece fuego fatuo. Más fugaz que nada ha sido la Copa del Rey. Aquí no se puede proteger nadie detrás de los 41 partidos que quedan por delante en la Liga, estúpido placebo que nos aplicamos el sábado después de la astracanada de Levante... Aquí no hay más. Ganó la Real Sociedad por un golito y un tanto así de fútbol. No mucho en términos absolutos pero, en comparación con el Zaragoza, otro mundo. Suficiente contra esa reunión de jugadores que hoy es el equipo de fútbol aragonés. Que es aragonés, o lo que queda del concepto, pero desde luego ni es equipo ni lo asiste el fútbol.

Aunque el partido retrató dos estilos disímiles, en realidad no se trata de estilos. Discutir de estilos en el fútbol se antoja falaz, porque todas las formas de juego son susceptibles de gustar y desde luego de ganar. Ahora que los científicos han descubierto el gen-343, ese que hace al hombre ser infiel por naturaleza (condición que Woody Allen definió hace mucho, usando sus gafas de pasta como microscopio), habrá que investigar si el gen futbolístico del zaragocismo  admitirá perder (y hasta ganar) sin ver a sus futbolistas dar tres pases seguidos. Como dijo Marcelino. No tuvo perfil, ni bandas, ni medio, ni defensa ni amenaza arriba.

Enfundado en una castaña como un piano, el Zaragoza de hoy le ofrece a su fiel espectador un par de posibilidades: aburrirse o pasar pena, según el grado de implicación emocional. Son dos opciones, oferta generosa salvo por su contenido. Entre aburrirse o pasar pena, el sábado muchos eligieron regresar a la siesta o armársela postrera, con la tarde avanzada, el sol bajando la cabeza para asomarse a las ventanas. También los hay que se aburren y lo pasan mal. Son los del todo incluido, que en Cancún van con pulsera y aquí con ojeras y ardor de estómago. Para ser uno de esos basta con mirar el partido más allá del descanso. Más pronto que tarde, el Zaragoza termina por dar pena.

Leve mejora
Fue tan incalificable lo del sábado que ayer quisimos ver una mínima progresión en detalles casi pueriles: como que los defensas defiendan con orden; o que hubiera una ocasión cantada de Ewerthon que Zubikarain convirtió en córner. Esa generosa imagen se deterioró a toda prisa. Lo que le costó a la Real manejar la pelota. Lejos del área, es verdad, otro matiz de estilo que a Marcelino le parece decisivo y que a Lillo no le importa, porque cree en la posibilidad de demorar la elaboración para que la jugada aflore sola. El Zaragoza es su antítesis: practica el fútbol de asalto y presión. Pero mal. Ahí, los centrales son pelotaris zagueros, que juegan a la pelota vasca. Anoeta es un estadio o un velódromo, pero no ya un frontón. Ahora se llama Atano III, y ahí pegan los manomanistas unos pelotazos que no se los salta Pulido.

Hay que recordar que a Lillo lo sacamos de esta ciudad a gorrazos en cuatro días, lo que completa la ironía. Porque ayer su Real Sociedad dirigió el choque con la pelota como timón, y esa sola idea nos pareció una forma mayor de fútbol, sin serlo. La Real ganó primero la posesión, lo que condujo al Zaragoza a una veloz decadencia, y a la vuelta del descanso ganó la eliminatoria. Elustondo cazó con una pelota perpendicular a Pulido y Pavón, que tiraban un fuera de juego. Marcos fue al otro extremo del cordel, cabalgó contra López Vallejo y lo batió sin vacilaciones.

Aunque reclamó un penalti por mano con mucha razón, en desventaja el Zaragoza entró en barrena. Gerardo pudo hacer el segundo en una volea de otro planeta y Xabi Prieto ensayó la filigrana. En busca de soluciones, Marcelino armó un totum revolutum medieval: metió a Caffa arriba (inerme en la banda, es verdad), introdujo a Adriá, bajó a Arizmendi por afuera, puso a Sergio de central y adelantó a Pulido al pivote... Antes ya había barajado a Generelo y Zapater. Esa noria fagocitó las pocas ideas que quedaban. Y tras del fútbol se fue la Copa, arrastrada por la lluvia incesante, a la alcantarilla más próxima.

 

Ewerthon se queda solo

Real Zaragoza, 2-Real Sociedad, 2
2ª Jornada de Liga

El Zaragoza elevó su ventaja sobre la velocidad y la Real Sociedad la deshizo con un tratado de arrojada paciencia. Lillo, que dirigió desde el palco por su expulsión en Copa, anhela una utopía: que su equipo elabore desde el fondo, como si jugaran Baresi, Maldini, Tasotti y Costacurta. "El secreto del Milan es que su fútbol lo inventan los defensas", dijo el visionario Cruyff mientras todos mirábamos a Gullit y Van Basten. Pero Mikel, Labaka, Castillo y Carlos Martínez manejaron la pelota de forma lastimosa y permitieron al Zaragoza dos goles a todo trapo, el estilo preferido de ese goleador serial llamado Ewerthon, y un severo control del juego. En el intermedio, Lillo agitó su filosófica melena rizada y dejó tres defensas. Y apareció Marquitos, al que ahora hay que decir Marcos, para dirigir con su eléctrico culebreo la larga y feliz recuperación de la Real frente a un Zaragoza inmaduro, cuyas virtudes languidecen a toda prisa, incluso en posición hegemónica. Se alejó de la pelota, le brotaron los defectos y acabó atrapado por un temor que encarnaría el nítido cabezazo de Díaz de Cerio para el empate.

El Zaragoza del primer tiempo  tuvo valores notables. Obligó a la Real Sociedad a la precisión en cada pase, con un ejercicio minucioso de presión y reparto de los espacios. Y la Real no estaba para exigencias de ese tipo. Insistió en su idea de salir desde atrás con tanta terquedad como ineptitud. El Zaragoza, en ese primer rato de actividad entusiasta con la pelota y sin ella, le fue cerrando todos los caminos, anulando las conexiones, obligándola a ir a ningún sitio y regresar otra vez por el mismo sendero. Por si faltara algo, Ayala y Sergio se recrearon en su autoridad y Paredes cerró a Xabi Prieto, futbolista con mucho interés en los pies. Mientras, Zapater fue creciendo. Cuando el Zaragoza ya ganaba, pegó una falta de vuelo elegante que Zubikarai se dio el gusto de negar con una estética zambullida.

Decadencia
Ewerthon concluyó en poco rato lo que los demás hacían bien. Al minuto y medio cabeceó con franqueza un pase de Arizmendi, que había robado la pelota en el área rival. Los cuatro de atrás de la Real se pasaron el rato dándole sustos  Zubikarai, que sudó hasta los tacos de las botas y se resbalaba como si alguien le hubiera encerado el área. Al poco, la Real se equivocó en otra salida, prolongó Oliveira con una cucharita y Ewerthon se fue contra Zubi como un toro. El 2-0 se lo metió por el sobaquillo, punto flaco de los toreros y las mujeres barbudas.

Lillo no hacía más que llamar por teléfono desde el palco a su banquillo, pero por lo visto comunicaba. Sin embargo, la lesión de Oliveira a los 24 minutos tuvo un efecto retardado para el Zaragoza, que se acható con Braulio, la lógica desconexión de Jorge López y el desencuentro de Generelo y Arizmendi con ese inagotable objeto esférico llamado balón. Con todo, el Zaragoza se agarró a la estela de Ewerthon, que andaba en conexión con otro planeta y se bastó para sofocar a Zubikarai y sus amigos: dos que casi y un al larguero. Ewerthon agarraba la pelota donde fuera y se iba contra el mundo. Y ganaba. Cuando está en ese plan, da para sacarlo en procesión.

El movimiento de Lillo en el descanso fue uno de esos raptos de osadía que ya no se ven. O, tal y como estaban los suyos, pudo deberse a una resta lógica: tres defensas se equivocan menos que cuatro. El caso es que le funcionó. Y entre el oficio de Gerardo, la manivela de Elustondo y la verticalidad de Marcos, fueron horadando el creciente desgobierno del Zaragoza, culminado en la confusa gestión de la pelota que acabó en el 2-1. Es imposible contarla. Fallaron todos y López Vallejo, notable hasta entonces, le regaló el despeje a Marcos. A partir del gol, al Zaragoza se le aflojó todo: las marcas, el fútbol y los esfínteres. Marcos dio otro aviso y fue asociando amigos para la causa del empate. Lo culminó Díaz de Cerio, con el Zaragoza víctima de sus fantasmas, La Romareda soplando y Marcelino en el diván. Ewerthon había empatado su batalla contra el mundo. Y bastante fue visto lo visto.

Una flor en el desierto

Real Zaragoza, 2-Elche, 0
4ª Jornada de Liga


En medio del áspero alquitrán de un partido sosote, mucho menos generoso por parte del Zaragoza de lo que haría suponer el marcador, brotó una flor que salvó la tarde para el equipo aragonés. Nació en el pie derecho de Jorge López, que se pasó el encuentro hilando seda desde el medio, enseñándole al Zaragoza los caminos abiertos por la inferioridad numérica en la que quedó varado el Elche, inerme desde que se quedó sin Willy Caballero, expulsado por bajar a Hidalgo en el área pequeña. Un penalti algo torpón y de altísimo precio. Además de descoser el partido, Jorge López vino a demostrar también que no hay categorías sino futbolistas; y que en Segunda todo es atropello porque la mayoría juegan al atropello, agitando los músculos y las pizarras. Su fútbol le hizo al Zaragoza de metrónomo y brújula, todo a la vez, componiendo un artilugio de mágica diversidad que la ciencia no ha inventado.

Ese tranco leve con el que se mueve por el campo Jorge López, jugador de grácil contención física, supone en Segunda una extravagancia luminosa para la vista, y un punto de apoyo a partir del cual mover el mundo, a la manera de Arquímedes. O a un equipo de fútbol, como en este caso: su dominio del tiempo y los espacios (cada pase venía precedido de una pausa deliciosa, como si midiera las variantes), más un par de aceleraciones feroces del promiscuo Ewerthon deshicieron a un Elche que compuso buena figura mientras tuvo a los once. Luego cayó en una depresión durante la cual el Zaragoza resolvió la tarde para luego echarse la siesta. Con esa actitud irresoluta con la que jugó el segundo tiempo, el Zaragoza no se hizo ningún favor.

El penalti de Willy (previa vaselina de Jorge López a la espalda de la zaga) lo resolvió Ewerthon con una cucharada de calma. Raso a la izquierda. Ni flojo ni fuerte sino todo lo contrario. Si hubo o no fuera de juego en la jugada previa, por cierto, cualquiera lo sabe. David Vidal rehízo el cuadro quitando a Saúl, y abrió a Santos y David Fuster a los lados. Cuando aún se estaba mesando el bigote, Ewerthon estiró los músculos en una carrera feroz, enfrentó a Olmo y lo rebasó con un autopase (el regate más sencillo para los velocistas). Cuando reencontró el balón sobre la línea de fondo, volvió el tobillo y giró un centro ingrávido que Caffa bautizó de un cabezazo: 2-0.

Aburrimiento
Contra la rotundidad de la ventaja local, cocida en apenas 25 minutos, el Elche no pudo siquiera verbalizar una amenaza. Dani jugó de eremita o desterrado, en severa soledad y con la obligación de alimentarse de lo que diera la tierra, que era nada. Y quizás rumiando en la memoria aquellos tres goles que hizo en La Romareda cierto día con el Betis. A pesar de todo, el global del partido dejó un punto de sospecha por el sesteo informe en el que incurrió el Zaragoza durante la larga y tediosa segunda parte, cuando el Elche reencontró pelota y ritmo de la mano de Rodri, y pudo incomodar arriba con Miguel. Hasta Usero, concienzudo toda la tarde, largó un pelotazo que tocó el larguero. A Vidal esos detalles le bastaron para que le creciera un paternalista orgullo por sus jugadores. Paternalista no significa injusto. El Elche puede hacer su recuento desde la perspectiva utilitarista (no gana y sigue abajo) o subrayar el peso de las circunstancias, más el relativo progreso de la segunda parte. Y las dos cosas serán verdad.

Si se trata de ponderar avances, lo tiene mejor el Zaragoza: portería a cero; dos centrales compuestos, por fin (Marcelino se hartó de aplaudir a Pavón, terapia de confianza); Pulido sacando limpio desde atrás el balón; el tiralíneas de Jorge López en el medio centro, que no debería quedarse en solución ocasional vista la dimensión que le da al equipo; la aparición de los dos pivotes en los balcones del área y la constancia en el rendimiento de Caffa y Ewerthon, rápido, motivado y listo para aparecer entre líneas. No son pocas cosas. Si Arizmendi le diera el balón a algún compañero de vez en cuando y Braulio hiciera algo, así en general, podría la gente hasta echar algún cohete. De los de mecha, ojo.

Ciao Príncipe

Yo siempre me despido de mis amigos.

A éste le digo 25 veces adiós.

Y otras 25...

[Agradecimientos a 'Seaman', autor de los montajes].

Velocista de Segunda

Velocista de Segunda


El velocista ya es de Segunda... Despide la temporada con un ejercicio de intención sobria, anticipando la colección de líricas imágenes sobre la desgracia que poblarían los diarios a la mañana siguiente. Mientras lo observaba escribir me pareció que su tentativa venía inspirada por un necesario desapasionamiento o por un cansancio final, comprensible en todo caso. No ha sido un gran año para nadie, tampoco para él. Los partidos han dado la impresión de repetirse, o al menos su trama interior apenas variaba, con lo que se hacía difícil recrearlos con algo de interés, gusto o viveza. Somniloquios girará ahora hacia otros intereses, si es que los encuentra: últimamente, me doy cuenta, ha habido demasiado fútbol y muy poco humor. En fin, ahí dejo su último trabajo, que parece escrito hace siglos. La obviedad del titular está en la idea de la crónica.
 

El Zaragoza se va a Segunda

Mallorca, 3-Real Zaragoza, 2
38ª jornada de Liga


Sobran las metáforas. En el titular y en el relato. En realidad, casi sobra el dramatismo, porque este desenlace venía anunciado y el último partido no hizo sino resumir las incapacidades del Zaragoza a lo largo de todo el año. Fue el aldabonazo, el golpe de tierra final a un equipo que en junio estaba en Europa, en noviembre era séptimo y en mayo se va a Segunda. Así de rápido trabajan los ejércitos de la putrefacción. Sobran las metáforas. La realidad tiene peso suficiente: el Mallorca ganó, pero el que va a la UEFA es el Racing gracias a un gol tardío. Al otro lado del campo y de la realidad el Zaragoza, el equipo bonito, está en Segunda. El partido culminó un fracaso de proporciones históricas. El Zaragoza no jugó ni bien ni mal; jugó con la impotencia que lo ha marcado durante meses. No tuvo ni el ritmo ni la energía de un equipo desesperado. No es una acusación, sólo un subrayado de la realidad.

Ahora vuelve a Segunda apenas seis años después, frecuencia excesiva de club pequeño, que remite al Zaragoza germinal de los años 40. En el tránsito de siglo el club ha pasado de vivir un descenso cada tres décadas a soportar dos en la misma. La caída condena de modo inevitable la gestión deportiva de arriba abajo, y exige la revisión de un modelo que no sólo no ha alcanzado para el éxito, es que no ha dado siquiera para la supervivencia. Lo de los cargos puestos a disposición de suena a eufemismo. De hecho, la palabra dimisión ya suponía un eufemismo desde el momento en que alguien la maatizó con los adjetivos irrevocable y rechazada. Los únicos términos ciertos son los de siempre: renunciar, largarse, dejarlo, irse a casa. En realidad, aquí los únicos que no deberían marcharse son los futbolistas. Pero no jugaremos a levantar patíbulos. El espejo, que es la forma acristalada de la conciencia, debería hacer ese trabajo mucho mejor que nosotros.

Cada cual elegirá sus culpables y sus argumentos. Hay uno incontestable: el mayor fracaso corresponde a los futbolistas. Ellos son actores y responsables de un atropello mortal a la lógica de este deporte, a su prestigio profesional, a su trayectoria, a su experiencia, a su posición en el mercado y a todo el proyecto. De ese implacable fracaso derivan todas las demás responsabilidades y exigencias. Una cosa son los errores y otra irse a Segunda; una cosa es no alcanzar los objetivos y otra irse a Segunda; una cosa es vender por encima de su valor el potencial de este equipo y otra irse a Segunda; una cosa es fichar mal, bien o regular y otra irse a Segunda. La pregunta será siempre la misma: ¿Cómo ha podido bajar un equipo con estos futbolistas? Hubieran debido elevarse por encima de errores, irresponsabilidades y desafueros. Pero ni ellos mismos sabrán explicar cómo ha ocurrido todo.

Impotencia
Ahora ya no tiene remedio. Ninguno. Ahora hay que cumplir la condena, que es colectiva. Club, jugadores, ciudad, afición... todos a la misma celda. Fuera metáforas. El Zaragoza ha tenido mil oportunidades para evitar este desenlace, y jamás comunicó la sensación de que estuviera en condiciones de hacerlo. Fue igual en el último partido. El generoso marcador quizás ofrezca la impresión de que en Son Moix se jugó un choque feroz, pero la verdad no tuvo nada que ver con eso. El Mallorca fue preciso, tuvo mejor ritmo con la pelota y filo en la punta. El Zaragoza opuso el empeño de Aimar y la facilidad anotadora de Oliveira, pero sus valores quedaron diluidos en el perfil de equipo escaso de energía, vivacidad y nervio. No fue desinterés, pero lo afectó una traza de intrascendencia. A menudo una pelea la gana el que está dispuesto a morir, y el Zaragoza combatió con la fuerza desvaída de un muñeco de trapo.

Aun cuando los equipos se repartieron la pelota con ecuanimidad, siempre que el Mallorca rebasó la línea de medios del Zaragoza fue para meterle un caballo de Troya en el área. En el segundo tiempo esa fragilidad tomó el aspecto de una ruleta rusa. La guardia del Zaragoza sonaba muy permeable. Poca contención y mucho espacio atrás. Sergio rellenó su partido de fatalidades. Juanfran regresaba de los ataques con el autobús de línea... El Mallorca tenía la contundencia de Nunes, los Navarro y Basinas, jugador territorial. Y además, su defensa tiró el fuera de juego como si estuviera poseída por el espíritu de Baresi. El asistente de ese lado tenía el ojo rápido. Así que, mientras el Zaragoza disparaba un par de faltas contra el frontón y Diego tiraba un balón fuera tras venderle a David Navarro su recorte favorito, al otro lado Varela avisó con una volea antes de que Güiza retratase al Zaragoza con el 1-0. Cuando trataba de incomodar el premonitorio control del jerezano en la entrada del área, Sergio se resbaló en la memoria que el césped guardaba de la lluvia. Güiza remató, la pelota tropezó en Sergio y el efecto de refracción mandó a César al lado vacío. Y el balón a gol.

Resbalarse parece una forma  boba de morir, pero ocurre. Al Zaragoza le ocurrió. Dos veces, porque en la jugada del 2-1 el desastre alcanzó una estúpida perfección. Antes, el equipo aragonés alimentó la esperanza zafándose un buen rato del descenso, gracias a un cabezazo de Oliveira que capitalizaba la ventaja del Valladolid en Huelva. Pero el cambio de banda entre Arango y Varela había mezclado bien con la insistencia minuciosa de Webo, que jugó un partido musculoso fuera del área y clínico dentro de ella. Primero avisó. Luego hizo un gol, hermoso de verdad, nacido de un error intolerable. César se la dio a Sergio para que el central iniciara el juego desde atrás. Pero el asturiano, de suela traicionera, se resbaló. Y le vino a Arango, que envolvió el regalo en un centro sinuoso. La pelota sobrevoló a Ayala y Webo la cabeceó en el centro del área con la prestancia de un ángel.

Lo demás fue el epílogo, que sólo forma parte relativa de la historia. El tramo final reunió dramatismo y un cabezazo maravilloso de Aimar que Moyá deshizo junto al palo. El Zaragoza fue con balones perpendiculares y entonces vino la puñalada de Castro a la contra. Y el descuento final de Oliveira, sin tiempo para nada, salvo la lluvia y las lágrimas.

El Zaragoza está en el infierno. Y esto ya no es una metáfora.

Diario AS, 19 de mayo de 2008
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Ayala pone un grito en el cielo

Ayala pone un grito en el cielo

No faltan quienes acusan al velocista de incurrir en ditirambos filósofo-poéticos en sus crónicas. Porque siempre hay opiniones, e incluso a veces hay opiniones acertadas. En cierta ocasión unos simpáticos y admirativos beodos así se lo dijeron, concretamente en el concierto de los Héroes del Silencio en La Romareda, y ya se sabe que los bebidos y los niños siempre dicen la verdad. Y el velocista, que en los partidos de última hora frecuenta la escritura inconsciente, debe admitir su culpa y lo hace, porque hablamos de un muchacho generalmente modesto, a veces hasta la lástima. Hoy hemos de romper una lanza porque el sábado, ese hombre atribulado que escribe dos crónicas mientras vuela la medianoche y revienta el cierre del diario, pensó titular esta recensión del agitado encuentro contra el Deportivo 'El Tormento y el Éxtasis', epígrafe de aquella magnífica película de Carol Reed en la que Charlton Heston hacía de Miguel Ángel (Buonarotti) y pintaba la Capilla Sixtina mientras se embroncaba con el Papa Julio II. El tormento y el éxtasis reunía verdaderamente todas las condiciones del horrible drama que vivimos en La Romareda, pero el velocista le pasó el detector de metales líricos a la primera opción y se pasó a una segunda, porque la licencia cinematográfica no lo convencía. Así que pasamos al que preside arriba y yo estuve de acuerdo con el chico en que le quedaba mejor a la noche y a la telúrica celebración de Ayala. En fin, que últimamente hay demasiados días huecos en Somniloquios. Para qué nos vamos a engañar: no es que no me apetezca escribir, es que no sé de qué hacerlo. Vivo en suspenso y, como estoy acostumbrado a una agitación interior permanente, no me manejo bien en este extraño silencio mental... La normalidad no es lo mío.

Real Zaragoza, 1-Deportivo, 0
35ª Jornada de Liga

Fabián Ayala cazó su gol en el borde exacto de la desesperación, en ese espacio intermedio que debe existir entre la vida y la muerte, del que algunos dicen haber regresado con la memoria de una luz muy blanca que tal vez sea la Providencia. Algo así debió ver el argentino. Una experiencia religiosa. En esa ingrávida agonía entre Primera y Segunda División, el Ratón encontró y le dio forma a un gol de corte histórico. Tocó Matuzalem una falta en perpendicular, llovida sobre el segundo palo. Aouate, que había negado un par de goles cantados y agradecido otros al palo o al desacierto de Oliveira, se comió esa pelota con postrera generosidad. Tocó García junto al palo y Ayala la empujó. Ese tanto rescató al Zaragoza de un sufrimiento larguísmo, subrayado por una veintena de ocasiones, por la generosa exhibición ofensiva de un equipo que se elevó sobre todos los infortunios.

El 0-0 constituía el resultado más improbable. Por el estado clarividente del Depor, por la necesidad del Zaragoza, por su acumulación de atacantes... Y sin embargo, estuvo a punto de ocurrir, de un modo que nadie hubiera podido explicar sin recurrir a lo paranormal. El Zaragoza entregó la vida y casi la pierde. Ahora está vivo. Vivo no es salvado, todavía no. Quedan tres partidos y rincones de sufrimiento que hay todavía que doblar. Pero ese gol del doliente Ayala, festejado con un grito devastador, bañado en la emoción del defensa argentino y en el abrazo de todo el equipo con la grada (poderosa y simbólica iconografía) pone al equipo de Manolo Villanova en 41 puntos. Lo saca del descenso gracias a la derrota del Recreativo en el Vicente Calderón y lo aproxima a la frontera de la permanencia. Fue como aquel tanto de Álvaro a Osasuna. O mayor aún. Un gol de proporciones memorables. 

Larga acometida

El partido se hizo muy largo y muy corto, al mismo tiempo. Largo porque la desesperación estira las unidades temporales. Después de hora y media así nos miramos al espejo y parece que hayamos envejecido diez años. Corto porque el dispendio ofensivo resultó tan espléndido que todo ocurrió a alta velocidad. En cierto momento el Zaragoza acumulaba ocasiones, pases, combinación, llegada y remates como si los produjera en serie. Y todos acababan en el mismo aullido de decepción.  El Depor contribuía con su terno de equipo entero a esa impresión de riesgo incontenido. Cuanto más se volcaba el Zaragoza contra su lado, más hacía temer uno de esos latigazos que suelen azotar a los equipos en situación perversa como el Zaragoza. Hay que decir que, aun superado de arriba abajo, el Deportivo jamás descompuso el gesto. Su problema estuvo en que apenas acertó a expresarse. No encontró herramienta para hacerlo.

Primero aguantó la furiosa acometida del Zaragoza y lo preocupó robándole alguna pelota en el medio campo a veces, y otras poniéndole morfina al juego. Lotina ha logrado un movimiento articular bastante exacto de sus piezas, pero el Zaragoza le tapó la salida llevando la presión de sus delanteros al borde de su área, al menos cuando le alcanzó el aliento, que no fue siempre. Con ese solidario esfuerzo, el conjunto de Manolo Villanova logró interrumpir el flujo de juego del Deportivo y aisló a Xisco, inédito al norte de su equipo. Pese a la superioridad creciente del Zaragoza, los chicos de Lotina se las arreglaron para conformar una cierta amenaza latente. Por fuera progresaron con Filipe Luis y Manuel Pablo, más el incansable Wilhelmsson, un jugador prolijo que apareció en todos los espacios vacíos. Esos valores no le fueron suficientes para inquietar a César. Salvo un tiro de Luis Filipe hacia el final, en un leve entreacto que precedió al gol de Ayala. Luis Filipe agotó la banda, pero al otro lado Sergio García lo mató.

Todo el mundo hizo algo o muchas cosas buenas. Al fondo, Zapater le puso un pulmón oceánico al partido y Sergio Fernández estuvo sencillamente perfecto. Ilustre. Pero fue Sergio García quien encarnó el espíritu del equipo. El catalán se elevó sobre el lado derecho y ocupó todo el campo, la noche entera. En La Romareda, pocas exhibiciones individuales pueden compararse en los últimos tiempos a la de Sergio García. Para comprometer la trama defensiva de Lotina, el Zaragoza necesitaba solidaridad y un ritmo muy vivo de pelota. Hablamos de ideas opuestas, pero Villanova había decidido que su alineación fuera fiel al corte ingrávido de la plantilla. De ese impulso se agarró el equipo, que vació el medio campo, abrió su velamen y se fue a por la portería con arrojo y toque. La falta de puntería, el palo y Aouate contuvieron sus méritos. El listado de oportunidades tendió a lo interminable: comenzó en la primera mitad y se multiplicó de forma exponencial en la segunda, cuando el Deportivo se plegó del todo bajo la aplanadora. Varias de Sergio García, coronadas con una jugada maradoniana que sacó el inmenso Coloccini y que luego no acertaron a terminar Aimar ni Diego. Otros de Oliveira, que no vio el arco iris. Alguno de Milito, acalambrado de pierna y remate.

Después de una noche pródiga en voces de gol ahogadas, el grito final lo pegó la garganta profunda de Ayala. Una falta de Matuzalem, un toque hábil de García, Fabián y... la explosión. El alarido desatado de entusiasmo levantó La Romareda por los aires.

Diario AS, 4 de mayo de 2008
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