Blogia
Somniloquios

El deporte

Hasta el rabo todo es toro

Real Zaragoza, 3-Recreativo, 0
33ª Jornada de Liga

Lo malo de venderle tu alma al diablo es que, cualquier noche, vuelves a casa de tomar algo y te lo encuentras pelándose un huevo duro en tu sillón orejero. Y a ver quién lo convence entonces... El Zaragoza lo logró. En la noche en la que venía a buscarlo el ángel caído, se arregló para endosarle la factura al Recreativo y salió pitando con el corazón batiéndole el pecho por el lado del escudo. El corazón, que en el fútbol se llama intensidad, carácter competitivo, esas cosas que le habíamos visto al Recreativo contra el Barcelona y en los últimos partidos, y que hacían temer a un equipo muy diferente. El suyo fue un defecto teórico castigado de forma violenta por un Zaragoza que recuperó su alma, lo cual es tanto como decir la esencia. Y la esencia estaba en la actitud, desde luego, pero también en la apelación a los valores originales, lo único que acostumbra a funcionar. Queramos o no, lo de los dos delanteros constituye la radical naturaleza de este equipo, por desequilibrada que nos parezca. A la vuelta de una búsqueda encomiable, Manolo Villanova entendió el principio que el doctor Lecter le recordaba a la agente Starling: simplicidad, Clarice, simplicidad.

El Recreativo, para culminar esa vuelta del Zaragoza al rock de guitarras de toda la vida, eligió un mal día para perder a Martín Cáceres o a Quique Álvarez. Las ausencias en el fondo suponen un peso enorme para un equipo en las circunstancias del Recreativo. Si lo sabrá el Zaragoza... Uno miraba ayer a Sergio cabecear por arriba y meter por abajo y se preguntaba, con todo el derecho del mundo, si el Zaragoza hubiera caído tan bajo como lo ha hecho con el asturiano en el campo. Zambrano cometió un cierto pecado de incontinencia. Además de que le faltaba su mejor hombre atrás y de que tenía al desesperante Edu Moya, envió su línea defensiva a 40 metros de Sorrentino. Una temeridad añadida que interpretaron muy bien Aimar, sobreexcitado, valiente, comunicativo, líder con la pelota y con los gestos. Y también Celades, que de cuando en cuando recuerda al jugador descubierto por Cruyff hace años. En un medio campo de pierna flaca, el catalán Celades (nació en Barcelona aunque viva en Andorra, coño!) se hizo dueño del reloj del partido. Óscar apareció con mayor fugacidad y Gabi le recorrió a la noche todas las esquinas, en una estupenda asimilación de las tareas del actor secundario. Alimentados por ellos, Sergio García y Oliveira aprovecharon los errores visitantes para poner al Zaragoza 2-0.

Naturalmente, todo el partido quedó definido por esa entrada febril del equipo aragonés. Enfrente, el Decano expuso una desgraciada blandura atrás y se sometió a una condena inevitable. Nunca sabremos si hubiera podido ser otro, pero hay que convenir en el demoledor efecto de las ausencias y en la rotundidad defensiva del Zaragoza al otro lado: frente a Marco Ruben, ensombrecido bajo la luz de su encuentro contra el Barça, y Sinama. El francés libró una batalla imposible en la que Sergio le negó cada balón y Ayala le recordó de todas las maneras posibles, a cual más despiadada, quién tiene el mando en la plaza. No nos tome nadie por pendencieros, pero qué bien pega Ayala... 

Regalos
El problema del Recreativo estuvo en que tal vez quiso ser dique antes que cuchillo; esperar y resistir la previsible efervescencia inicial del Zaragoza, para luego ir modelando el partido a su menor apuro. No le dio tiempo a comprobar lo adecuado de esa postura. A los 90 segundos Edu Moya, y a los 20 minutos Iago Bouzón, les regalaron sendos balones a los puntas del Zaragoza en los alrededores del área. El primero lo jugó a toda velocidad Aimar por fuera, lo cruzó Oliveira al punto de penalti y lo terminó Sergio García con un toque sutil de izquierda, cambiándole la dirección. En el segundo, Oliveira huyó contra Sorrentino y lo batió con una delicadeza mortal. No fue un disparo y tampoco se le puede decir toque: se pareció más a un putt cuidadoso tirado sobre la augusta hierba de Augusta.

Esa descomposición inicial  arrastró al Recre y lo sacó del encuentro. El ambiente en La Romareda tenía la espesura de las noches cerradas, pese a que la claridad no se desvaneció del todo hasta entrado el segundo tiempo. Hervía en la grada un fervor que Pablo Aimar, futbolista de alquimias diversas e ilustradas, licuó en el vidrio de su cuerpo, para convertirlo en fútbol arrojado y vivaz. El Cai tenía de nuevo esa energía vivaz e ingrávida de un Errol Flynn en las aventuras de Robin Hood. Puso tanto el argentino que bordeó el precipicio de su resistencia: primero lo amenazó el pubis tras un espagar desordenado, al disputar el balón con fiereza; luego la rodilla lo hizo claudicar. Aguantó cuanto pudo y se fue herido, pero sobre el fondo de un aplauso, como los toreros que se arriman. Aimar es la voz del juego. Con él todo es otra cosa.

¿Y el Recreativo? Bastante tuvo con sostenerse frente al batallón desaforado que fue el Zaragoza. Apenas amenazaría con tres faltas de Martins al borde del área, pero todas mal resueltas. La doble amarilla a Marco Ruben, que pegó dos patadas locas en medio minuto, dejó el partido hecho. El equipo de Zambrano lo aceptó, de forma tácita. No encontró por dónde entrar en la rueda, ni siquiera cuando tomó a su cargo la pelota en el segundo tiempo, aprovechando que el Zaragoza se ponía cínico: a manejar, a tocarla, a jugar con las faltitas de un Undiano primero casero y luego descompensado. Lo que no pudo hacer por la vía del juego lo buscó por la del turco Eser Martín, un futbolista tan grande que parece Tiburón, aquel animal con dentadura metálica de las películas de James Bond. Vicente y Ayala dejaron al Zaragoza con nueve, lo que le agrega a la victoria un punto trágico, inevitable: en Montjuïc, el Zaragoza jugará sin Sergio ni Ayala. Para entonces, Oliveira ya había cabeceado el 3-0.

Esto no ha terminado. En realidad, sólo acaba de empezar. Quedan cinco semanas y el diablo aguarda el cobro, pelando su huevo con la uña del meñique. Se parece un poco a Robert de Niro.

Diario AS, 20 de abril de 2008

Siempre nos quedará la Antártida

Siempre nos quedará la Antártida


Hace meses que dejé de publicar aquí las crónicas de cada domingo, supongo que por higiene mental colectiva o un poco para alejar Somniloquios del torbellino pesimista en el que se estaba convirtiendo el Zaragoza. También porque, a partir de noviembre, la repetición de las decepciones me provocó una música interior algo sombría, y las crónicas (como casi todo) dependen un poco de cómo me suene a mí el estómago. Es decir, que no me ha gustado gran cosa lo que he venido escribiendo en estos últimos tiempos. El velocista comenzó el año en buena forma, es verdad, pero ha completado una temporada más bien mediocre. Si devuelvo hoy cierto espacio a la crónica de este lunes en AS se debe en primer lugar a una reiterada petición del argentino López, que vive fuera y no puede acceder a ellas; en segundo, a que advierto una presencia creciente de zaragocistas por aquí y supongo que -aunque todos queremos olvidar- algo he de darles también. Un poco de lectura o la ocasión de desahogarse. Siempre de forma ordenada, ya nos entendemos. Por lo demás, paciencia: siempre nos quedará la Antártida. Ahí va la crónica.

Los once del patíbulo

Mark González pone al Zaragoza en el infierno l Dos golazos del chileno lo condenaron l La grada cargó contra el equipo y el palco l Pavone cerró la cuenta


Real Zaragoza, 0-Betis, 3
31ª jornada de Liga

Mark González estranguló al Zaragoza con una corbata de seda y lo dejó condenado, frente al infierno y con una incipiente guerra civil. El partido de ayer, visto desde el lado aragonés, convocó la pasión exagerada de los melodramas y la energía gestual de la revolución. Cuando el pueblo dispara contra sus dioses está anunciando que arderá todo; es la barahúnda que precede a la caída de los imperios. El del Zaragoza se ha desmoronado con la misma velocidad con la que lo levantaron, como corresponde a un armazón inconsistente en el que se han visto muchas cosas y se han contado muy pocas. Todo por no alentar una zozobra que al final ha llegado por donde suele, por el lado del fútbol. El Betis le pasó por encima sin molestarse, está en 41 puntos y se ve en la mitad alta de la tabla, preguntándose si le dará tiempo a que su campaña acabe por ser algo más que decorosa. Chaparro ha completado su trabajo.

Uno tenía al Zaragoza hace semanas por un equipo con graves síntomas de descenso; ahora ya sólo una fe impostada alcanza para negar su posición de condenado. Tiene que ascender en siete jornadas, pero acusa un desmayo rítmico y una ansiedad depresiva que lo deja por debajo del Betis, el Recreativo, el Valladolid o el Depor. Porque el Betis se comportó con una eficacia artera frente a la ilusión zaragocista. Rajó al equipo de Manolo Villanova con esa pulcritud malvada de los asesinos con estilo y nunca permitió que el partido se jugase entre pares. Lo de la corbata de seda, lugar común de la psicopatía elegante, resume la hermosura de los dos tantos de Mark González. El chileno reventó el partido con actividad y un fútbol de rango alto, mientras los demás rumiaban aún pases de rutina. Al minuto siete, Ilic pegó un centro desde la derecha y González lo cabeceó con un escorzo de contorsionista. De ese gesto tan forzado obtuvo un primor de remate. Tocadito, el balón le pasó por delante a César con el aire con el que pasan  las mujeres vaporosas en el inicio de la primavera. Lento e inalcanzable. El segundo fue para ponerlo en un cuadro. Abrió viaje en el medio y dejó atrás a Luccin, Paredes, Ayala y Diogo. Al llegar al área se ahorró cualquier incertidumbre y acabó la maravilla con un golpeo preciso.

Blandura. El Zaragoza era mantequilla atrás, como suele. Diogo se había comido el centro del primer tanto y Ayala, tan enérgico otras veces, quedó blando en el segundo, en el que no comprometió la carrera del chileno. Eso sí, el 0-2 no correspondía con la decidida puesta en acción del Zaragoza, que pivotaba sobre el hilo de fútbol de Matuzalem. A veces se afecta algo y tiende al barroquismo, pero el brasileño logra que el arte parezca una necesidad. Siempre inspiró combinaciones. Como si les estuviera tarareando la canción al resto, pero encontró pocos amigos. Diego Milito vive ofuscado, Gabi y Óscar enervaron a la grada y Peter Luccin se fue enseguida para que entrase Aimar a agitar su pie izquierdo. La tribuna acogió al argentino en su vuelta con un clamor desesperado, pero ni él ni nadie pudo ya reescribir el partido.

El Betis se reunió en torno a sus dos goles y no dejó que nada lo sorprendiese. Siguió tan minucioso como si el partido fuera 0-0. Lo que ocurrió fue de alcance menor. Chaparro cargó a Arzu sobre Aimar por si las moscas y Mark González se lesionó antes del descanso, incidiendo en esa relativa fatalidad que lo acecha hasta en sus mejores días. Entró Odonkor, que corrió los cien lisos varias veces y pegó alguno de sus centros desmedidos. En el Zaragoza, Oliveira sumó cero al cero y el equipo cayó en un empobrecimiento anímico, mientras el ambiente se espesaba a su alrededor. Si quiso pegar, siempre pegó blando. Casto descolgó varios centros con el gesto aburrido con el que los bomberos bajan de un árbol a Calcetines, el gato de la viejita de enfrente. Salvo una falta de Matuzalem que rascó la madera, todo fueron tiros sin importancia. Hasta que Pavone dibujó otro calamar con el cuerpo para el 0-3. Por hacer algo. Y ahí, claro, ahí sí reventó La Romareda.

Diario AS, 7 de abril de 2008
www.as.com

Díme, Bobby...

Díme, Bobby...


Rubio, aún rubio, aún sin esa frente despejada que lo habría de definir, aún sin ese mechón ingrávido que parecía perseguir siempre su cogote o tal vez volar para alejarse de él sin conseguirlo, aún sin esa coronilla limpia por la que lo llamarían Divino Calvo. Aún joven, pero con tanto dolor. Joven y ya con tanto dolor. Tanto dolor y esa confusión de fondo, esa forma de "entrar y salir de la realidad", que no sabría explicar; tanto dolor y una conciencia inexacta de lo ocurrido y sus consecuencias. Y el por qué. Sobre todo el por qué. ¿Por qué otros y no él? Tal vez eso era lo más doloroso, más allá de las heridas. El no saber. Un golpe en la cara, una contusión en la cabeza, un vendaje muy claro sobre la frente, una conmoción cerebral. Ese entrar y salir de la realidad, sin voluntad. Un camillero que le sonríe, como si quisiera decirle: "Esto es una rutina; no se preocupe, usted se va a poner bien". Él le quiere gritar a ese tipo, se quiere deshacer de su vigilancia, quiere que lo deje en paz, que se largue, que mire alrededor y comprenda o al menos que no sonría. Sobre todo que no le sonría. Por eso le grita, -"¡Usted no entiende nada!"-, porque lo ocurrido supone la destrucción minuciosa de la rutina, una vida (ocho vidas, 23 vidas, miles de vidas) modificada para siempre. Y luego la realidad, otra vez, que se desvanece como si el colchón de la cama, las paredes blancas de la habitación, como si todo lo que hay alrededor -el techo y la pálida luz, el cuerpo, los muchachos jugando a las cartas en la cabina del avión, la nieve de afuera-, como si todo, también el aeroplano, los dos despegues infructuosos, la carrera demasiado larga por una pista helada, y también la casa, sobre todo la casa, más que ninguna otra cosa la casa y ese silencio... como si todo eso fuera engullido por un torbellino, deshecho silenciosamente, igual si jamás hubiera estado ahí. Y entonces, el vacío. Un ruido metálico y el vacío.

Al despertar, a la mañana siguiente, reconoció apenas las paredes encaladas del hospital, aunque no podía estar seguro de si esa era la misma sala de la noche anterior o tal vez otra sala. Reconocía la mañana blanca, miraba a los muros blancos, las sábanas blancas, las batas blancas, las vendas blancas, la nieve blanca, la pista blanca, el avión blanco, el vacío blanco... y lo cegaba la insistencia de una escena sin colores. La claridad se estaba abriendo paso en una sucesión de imágenes de callada nitidez, una procesión fantasmal, de extraño orden. Se vio a sí mismo en una posición casi cómica: caído sobre un piso de nieve mancillada, atado aún a la butaca del aeroplano y con el cuerpo vencido de medio lado, como un chico que ha perdido el equilibrio al bajar la ladera demasiado deprisa con su trineo. La cabeza le zumbaba en una reverberación de metal contra metal. Siempre el metal, un ruido que hoy, 50 años después, no ha podido sacarse de la cabeza. Metal como la esquirla de una bala en el cerebro. Luego había un hueco, una súbita desaparición de materia, de recuerdo, de conciencia. El vacío. Y al otro lado una voz mezclada con estridentes sirenas que iban y venían a todas partes. La voz era la de Dennis Viollet, caído a su lado sobre la pista del helado aeropuerto de Múnich: "¿Qué está pasando, Bobby? ¿Qué ha ocurrido?". "Es horrible, Dennis. Horrible...".

Más tarde habría de arrepentirse de esa respuesta. Dennis estaba herido y tendría que haberle ahorrado la parte más atroz de la verdad. Pero no pudo evitarlo. La bruma del terror es así. Después del primer intento de despegue todos en el avión se habían dado cuenta de que algo estaba ocurriendo, un aire como de inquietud demasiado evidente se apoderó de los rostros de los muchachos. Cesaron las partidas de cartas y ganó el silencio, la callada anticipación tensa de un instante impredecible. Uno no sabe bien hasta qué punto está en peligro cuando está en peligro. Cómo advertir que sobreviene una tragedia... Ahora sí, ahora y en los siguientes días resultaría sencillo pensar que todo iba a terminar así, como lo hizo. Que cuando él acercó la frente a la ventanilla del aparato para mirar afuera, intentando distinguir algún perfil en medio de esa noche deshilachada de viento y nieve, sólo acertó a percibir esa luminosidad algo terrible que adquiere el hielo bajo una luz. Sintió que algo iba a ocurrir.

Desde el suelo, retiró el cinturón de seguridad y trató de incorporarse para mirar a su alrededor. No resultaba fácil ocultar la atroz realidad que se había desplegado en el escenario, y de la cual formaban parte él y su amigo Dennis, ese joven que en los últimos meses se estaba volviendo insaciable en el área de gol. Por todas partes vio cuerpos y trató de fijar la mirada en ellos y reconocer alguno, alguno de los jugadores, algunos de los futbolistas que un rato antes jugaban a las cartas. No le fue posible. Dennis seguía preguntándole: "Bobby, ¿qué ha pasado Bobby?". Y él contestaba: "Es horrible, Dennis. Horrible...". Y Dennis preguntaba de nuevo, y él contestaba otra vez; y Dennis insistía, y él lo mismo. Le quiso decir algo, Dennis, estamos repitiendo esta conversación, deja de preguntarme. Pero entonces vio que Dennis había cerrado los ojos, como si durmiera plácidamente sobre un suave lecho blanco, ajeno a esa noche salvaje de ventisca polar en Múnich. Pensó hacer lo mismo, pero las sirenas no le dejarían descansar. Después, alguien lo asistió y le ayudaron a caminar hasta una camioneta junto a otros compañeros, caminando como si abandonara el campo después de una patada demasiado fuerte de algún contrario. Un instante después, despertó en el hospital. Ya era la mañana siguiente.

A la izquierda de su cama un hombre alemán leía un diario, repleto de imágenes del accidente aéreo. Cuando advirtió que su vecino inglés estaba despierto, levantó la mirada y con un acento exagerado de sonoridades germánicas le dijo: "I'm sorry". Lo siento. El joven inglés -ese rubio de apenas 20 años, aún rubio, con la frente cruzada por un vendaje y un punto carmesí detenido como una cereza sobre el pómulo izquierdo- le dijo algo que sonaba a ruego, una petición. El alemán hablaba un inglés escaso, pero suficiente para entender. Aproximó un tanto a sus ojos las hojas desplegadas del periódico y recitó, muy despacio: "Roger Byrne, David Pegg, Eddie Colman, Tommy Taylor, Billy Whelan, Mark Jones, Geoff Bent". Tras leer el ultimo nombre, hizo una pausa y enseguida agregó: "Muertos".

Todos muertos. Siete muertos. El Viejo no estaba en la lista. Tampoco Duncan, ni otros ni él mismo. Ni siquiera él mismo. Sobre el cabezal de la cama, una tarjeta anunciaba su apellido: Charlton. Sintió una punzada rara, como un lejano deseo de que el alemán hubiera leído su nombre y que en esa tarjeta sobre la cama hubiera otro, quizás el de Roger, o el de Eddy, o Geoff... Aquello era inconcebible, claro, pero de verdad lo deseaba. En las horas que venían, en los siguientes días, en los meses posteriores, tal vez toda la vida, iba a preguntarse dónde y cuándo se jugó la partida de cartas que decidió los nombres de los que iban a morir. Una partida de cartas antes de morir. Eso es la vida. La inquietud de las preguntas sin respuesta lo persiguió por los pasillos del hospital como una locura incansable. Estaba intentando que no lo atrapara, pero al mismo tiempo no quería huir del todo: quizás la culpa lo volvería loco.

Cuando estuvo algo mejor lo llevaron a otra sala en la que ya estaban alojados algunos muchachos del equipo. Al verlos tuvo ganas de tirarse en sus brazos y festejar: "¡Al menos nosotros estamos vivos!", quiso decirles. Pero las miradas eran duras, no incluían ninguna celebración, salvo un doloroso alivio de vida no del todo comprensible. Duncan, dijo alguien, está muy mal. ¿Y el Viejo?, preguntó él. Lo mismo. Lo confirmaron algunas horas después Harry Gregg y Bill Foulkes, que pasaron por la sala para despedirse. Regresaban a Manchester. De repente ese nombre familiar adquirió en sus oídos una brillante sonoridad. ¿Cómo estaría Manchester? Jimmy, el preparador, contó que en Manchester la gente se había reunido en Old Trafford. Querían estar cerca del equipo, a su lado, como siempre en cada partido, pero el equipo estaba en un hospital de Múnich. La ciudad os espera, muchachos, dijo Jimmy Murphy. ¿Habéis visto a los otros?, preguntó alguien. Sí. ¿Y cómo están? Al Viejo y a Duncan los mantienen con oxígeno. Están muy mal. Y Johnny y Jackie... bueno, los doctores no saben si podrán volver a caminar. O a jugar. Jimmy Murphy, el segundo de Busby, había combatido en la guerra y sabía lo que era perder camaradas y amigos. Él se encargó de animarlos como si estuvieran en el vestuario. El accidente era una prueba y el Manchester United la iba a ganar, les repetía. Le gustaba comparar la supervivencia en aquel hospital de Múnich con sus días en el frente. Esa actitud ocultaba una careta: cierta tarde, alguien lo vio al fondo de un pasillo, las rodillas dobladas y la espalda contra el muro, sollozando igual que un niño por todos los jóvenes perdidos.

Pasados unos días, cuando ya fue capaz de caminar, el joven inglés de cabello rubio salió de su habitación y caminó por los pasillos del hospital. Aquí y allá los enfermos lo miraban con lástima y en silencio, como si lo que viesen no fuera un hombre sino una aparición. Ya se había acostumbrado a esas miradas. Subió las escaleras y giró a la izquierda. Después caminó hacia el fondo. La luz de un ventanal en el extremo del pasillo proyectaba una dulce claridad de vainilla sobre las estancias. Se detuvo en una zona acristalada y al otro lado vio, inmóvil entre tubos y cables, al viejo Matt. Jimmy le había contado que el Viejo resistía a duras penas: "Tres veces le han dado la extremaunción, Bobby, tres veces... pero ese hombre no se va a rendir, te lo aseguro". Tres veces, tres negaciones. Permaneció unos minutos observándolo. Meses después ese hombre celebraría lo ocurrido con una canción de Louis Armstrong: ‘What a Wonderful World'. Él no pudo asistir a aquella fiesta. Dejó al Viejo y siguió caminando, en dirección a otra pieza. Todo le pareció detenido o irreal, parte de un sueño del que debería despertar en algún momento, aunque lo acompañaba esa impresión clarísima de las pesadillas, cuando uno advierte que toda la escena pertenece al teatro silencioso de un sueño, una representación de la que, sin embargo, nunca se puede estar seguro de escapar.

Al final, después de tantos días, lo encontró tendido sobre un lecho blanco como el suyo. Blanco como la pista. Blanco como el vacío. Se saludaron apenas en silencio, con un gesto. Duncan conservaba intacta su enérgica mirada, aunque todo lo demás parecía haberle sido arrebatado. Lo miró y trató de buscar su cuerpo, pero le pareció que se había evaporado bajo las frazadas, que tal vez sólo quedaba un vacío, ese vacío, en el lugar que un día ocupó el cuerpo de aquel gigante. Se fijó en la placa sobre la cama: Edwards. Tendido y con la cabeza vuelta hacia él, Duncan contuvo unos instantes la respiración. Parecía estar reuniendo las palabras dentro de sí con sus propias manos. Pasados unos segundos, lo miró y sólo le dijo: "Dime Bobby... ¿por qué has tardado tanto?".

Epílogo
El 6 de febrero de 1958, el vuelo 609 de la British European Airways se estrelló contra una casa cuando hacía una desesperada tentativa de elevarse desde el aeropuerto de Múnich, en medio de una tormenta de nieve y ventisca que había helado las pistas. El Manchester United de los Busby Babes viajaba a bordo del aeroplano, de regreso de un empate a tres goles en Belgrado. El vuelo había partido con una hora de retraso de la capital yugoslava porque Johnny Berry, uno de los jugadores, extravió su pasaporte. Después, el Elizabethan (así se llamaba la aeronave) hizo una parada técnica en Múnich para repostar. La liga inglesa se oponía en aquellos días a la participación de los equipos ingleses en la recién nacida Copa de Europa, y les exigía regresar a suelo británico 24 horas antes de que se jugase el siguiente partido. Por eso el BEA-609 cruzó el cielo de una Europa helada en aquella noche fatídica. En el tercer intento de despegue, el capitán James Thain no pudo elevar la nave por culpa de la nieve caída sobre la pista; rebasó el límite del aeropuero y se estrelló contra una casa. En el accidente fallecieron 23 de los 44 pasajeros, entre ellos ocho jugadores del United, el equipo más prometedor de las Islas, la probable alternativa al Madrid de Di Stéfano. También perecieron ocho periodistas ingleses, tres empleados del club, dos miembros de la tripulación (el piloto se salvó), el agente de viajes y un aficionado amigo personal de Matt Busby, manager e inspirador del equipo. Busby agonizó durante semanas en un hospital de Múnich antes de salvar la vida; una lucha similar derrotó a Duncan Edwards, el gran ídolo de aquel equipo, 15 días después del accidente. El pasado mes de septiembre Bobby Charlton, uno de los supervivientes, publicó sus memorias y en ellas incluye un capítulo (‘My Munich Agony') en el que está basado este relato. Charlton tenía 20 años.

MediaPunta, Febrero de 2008
www.mediapunta.es

Un italiano en la corte del rey Arturo

Un italiano en la corte del rey Arturo


El miércoles me voy a Londres, donde jamás me he sentido extranjero. De alguna forma puedo afirmar (sin vanidad) que siento Londres como mi segunda casa, un espacio familiar en el que no me percibo ajeno ni lejano: es la ciudad en la que más veces he estado, porque desde muy joven me atrajo y luego desgasté ese interés en sucesivos viajes y en una estancia de la que ya he hablado aquí y hablaré más. Vuelvo a Londres, esta vez para avanzar en ese proyecto fotográfico-lírico-documental sobre el fútbol en el planeta que estoy haciendo con Alfonso Reyes. Veremos algunos partidos de la Premier, aprovechando que los ingleses no paran sino que aceleran la competición (lo que tiene mucha lógica en un país de lógica acerada) y otros de las divisiones menores, donde puede que esté mejor conservado el verdadero fútbol inglés. En el mientras tanto pasearemos por el Londres navideño, posibilidad que sólo considero superable por el Nueva York navideño. Habrá Somniloquios, cómo no, y apostaremos unas libras a algún perro con nombre o cuartos traseros sugerentes en el canódromo, actividad bien inglesa que nunca he practicado, y no será por falta de ganas. Naturalmente, intentaré también ver rugby y me trapiñaré cuantos currys pueda. Como anticipo del viaje, más o menos, la semana pasada publicamos en MediaPunta una reflexión acerca del fichaje de Fabio Capello como nuevo seleccionador de Inglaterra. La dejo aquí con un avance resumido de mi tesis, debidamente exagerada para animar el debate, si lo hubiera: el mejor fútbol inglés ya ha pasado. Se terminó en los ochenta. Era varonil, divertido, primario e imprevisible. Lo de ahora -incluidos los entrenadores extranjeros de la Selección, y no digamos un sueco y ahora un italiano- compone un sucedáneo que como negocio funciona como un tiro y, futbolísticamente, igual que siempre: de decepción en decepción. Los ingleses guardan un alto concepto de su propio fútbol y su lugar en el mundo, pero están tan equivocados como los españoles. Lo demuestra su trayectoria del mismo modo que lo hace la nuestra. Poca gente habrá querido el fútbol inglés como lo he hecho yo, como aún lo hago. Quizás por eso lo severo del juicio. Siempre nos quedará Italia 90 y aquel equipo: Shilton; Parker, Butcher, Walker, Wright, Pearce; Waddle, Robson, Gascoigne, Barnes, Hoddle; Beardsley, Platt, Lineker. Ahí va el texto. Merry Christmas, lads...
 

MediaPunta
Diciembre de 2007

Después de la lobotomía nórdica del varonil Sven-Goran Eriksson y el previsible fracaso de McClaren, ahora Inglaterra se pone en manos de Capello, el hombre de la mandíbula cuadrada y los títulos bajo el brazo. El entrenador de la peineta al Bernabéu, el que echó a Ronaldo y Beckham del Real Madrid, el más italiano de los italianos, se sentará desde ahora en el segundo despacho más importante del imperio: el del seleccionador de fútbol. Si Sir Alf Ramsey levantara la cabeza...

Alfred Ramsey nació en 1921 en Dagenham, un industrioso suburbio a orillas del Támesis cuyos muelles recibían barcos cargados de carbón y marinos con ganas de juerga antes de partir a bordo de los cargueros. Dagenham representaba un carácter, un espacio más inglés que el Ford Cortina. Durante su vida, Ramsey modeló la memoria del fútbol inglés de 1963 a 1974, dejó la traza de una personalidad antigua y frontal y, por supuesto, una Copa del Mundo, el único título mayor en las vitrinas del imperio. En noviembre de 1973, Inglaterra jugó un amistoso en Wembley frente a Italia. La estela mágica del título ya se había evaporado a partir del Mundial del 70, aunque Ramsey siempre consideró que aquel equipo constituía una versión aún mejor que la del 66. Ese error de apreciación prefiguraba una espera que, cuatro décadas más tarde, aún continúa. La gloria ya no ha vuelto. Por su parte, Ramsey falleció en 1999, con el tratamiento nobiliario de Sir adherido a una paga mísera de 25 libras semanales.

Aquella anoche amigable en Wembley, Italia ganaría 0-1 y la jugada del gol la dibujó Chinaglia, un italiano nacido en Swansea, en País de Gales. Escapó de Bobby Moore y remató para que Shilton pusiera una mano de frontón. El rebote vino a parar a los pies de un medio que asomaba en el área su mandíbula rectangular y determinada. Era el hombre al que hoy vemos con las gafas personalizadas de tonos a juego. El tipo de la peineta en el Bernabéu. El señor que veranea haciendo trekking en el Tíbet. El que mandó a Ronaldo y a Beckham a su casa. El técnico de las nueve ligas y una Copa de Europa. El nuevo seleccionador de Inglaterra... Fabio Capello tocó la pelota perdida y firmó la victoria de Italia en Wembley.

Gorizia, Milán, Turín, Roma, Madrid, Wembley
Tal vez lo más hermoso del fútbol resida en el simple giro de la pelota, y la fuerza inspiradora de historias que esa fuerza tan rutinaria posee. Un cuarto de siglo después, Capello acaba de convertirse en seleccionador de Inglaterra. No viene de Dagenham sino de Gorizia, en la región de Friuli-Venecia Julia. Es el segundo extranjero en el puesto, tras el sueco Sven-Goran Eriksson. Los ingleses son tozudamente proclives al peso de un currículum. Y a pesar de su desdén insular les fascina lo diferente. Eriksson les parecía sofisticado hasta que cayó en un lío de faldas; lo mismo que Arsène Wenger, con su aire científico o el bocazas Mourinho. Houllier encarnó la otra vía: le dio al Liverpool cuatro títulos y una personalidad tan conservadora como desconcertante para un club educado en el passing game. A Houllier lo retiró un paro cardíaco, pero igual podría haber sufrido el ataque la estatua de Bill Shankly a la entrada de Anfield.

Por esos y otros caminos, en la última década el modelo inglés resolvió desnaturalizarse para hacerse más poderoso. Se subió a un flujo brutal de dinero desde las televisiones, Des Lynam dejó el legendario Match Of The Day de los sábados en la BBC para irse a un canal de pago, cayeron las torres de Wembley, desaparecieron las localidades de pie, las verjas contra los hooligans y los futbolistas ingleses de los equipos ingleses. Al mismo tiempo, las salas de reunión se llenaron de multimillonarios americanos, rusos o tailandeses. Inglaterra inventó el liberalismo económico y su fútbol lo aplica con denuedo minucioso. La ruta de la seda es ahora la ruta del merchandising. No hay mayor negocio que el fútbol inglés. Y sin embargo, la selección sigue ahí: como una ballena varada, extraña.

Un mister en tutú
Desde que la FA nombró a Walter Winterbottom en 1946 hasta la destitución de Sir Alf Ramsey en 1974, no hubo más seleccionadores. En los 32 años siguientes han llegado y salido nada menos que 13. Joe Mercer tomó el cargo durante siete partidos antes de cederlo a Don Revvie, que no se clasificó para la Eurocopa de 1976. Le sucedió Ron Greenwood: fuera del Mundial de Argentina, primera ronda en la Euro 80 y segunda fase en España 82. Luego llegó Sir Bobby Robson: no fue a Francia 84, cayó en cuartos de México 86, en la primera fase de la Euro 88 y, por fin, perdió por penaltis las semifinales de Italia 90 con Alemania. ¿Lo demás? El aburrido Graham Taylor, Terry Venables (semifinales de la Euro 96), Glenn Hoddle, Howard Wilkinson, Kevin Keegan, Peter Taylor, Eriksson y McClaren. Todos reiteraron el modelo de prueba y error.

Capello supone la extraña culminación de ese viaje. Quizás todo empezó hacia 1994, cuando Glen Hoddle jugaba-entrenaba en el Chelsea y el equipo burgués aún no se parecía en nada a su versión de hoy; entonces las entradas al Bridge -la grada de los hooligans- costaban 12 libras y daban derecho a asiento en una tribuna telescópica que atronaba bajo las botas de hierro de los rapados del National Front; a comer hamburguesas en una camioneta detrás del córner y a orinar en una caseta prefabricada en la que había fila durante los 90 minutos del partido. Ruud Gullit apareció como imprevisto inventor del Chelsea cosmopolita; de su mano llegarían Vialli, Zola y Di Matteo. Pocos años después, Vialli era entrenador-jugador de los Blues y Hoddle, con su elegancia de hombros cargados, dirigía a Inglaterra. El 11 de octubre de 1997 su equipo se jugó la clasificación para el Mundial contra Italia, en Roma. Necesitaba un empate y empató a cero. Esa noche Inglaterra fue más italiana que los italianos, que no supieron si atacar o retirarse. Ahí comenzó la transición.

Ahora, Capello les parece sofisticado y ganador. La pieza ausente en un país que se considera una potencia mundial en Whitehall, el distrito gubernamental, y en Wembley. En Inglaterra, el de manager del equipo nacional está considerado, y no en broma, el segundo despacho más relevante después de Downing Street. Los diarios nacionales -más afectos a las carreras de caballos y el cricket - le dedicaban siete páginas al nombramiento de Capello. Eso explica todo. Mientras, los tabloides se divertían publicando fotos del técnico con un tutú de bailarina y recordaban el desprecio que siente por una canilla peluda que asoma por encima de los calcetines. Todo un personaje: ¿Qué más quieren en Fleet Street? Ah no, que los periódicos ya no se hacen en Fleet Street. Y Capello dirige a Inglaterra...

Brian Barwick, director ejecutivo de la FA, lo justificó así: "Es un ganador, con mayúsculas. Estamos en deuda con nuestros seguidores y creemos que es el hombre que va a restaurar nuestro orgullo". Esa vanidad desoye la grave insistencia de los hechos. Comparemos a las últimas estrellas de Inglaterra con el equipo de 1990, aquél que Robson dirigía con gesto dormido en el banquillo. Comparemos a cualquiera de los últimos porteros -James, Robinson, Flowers, Seaman...- con el sobrio Peter Shilton o el gran Ray Clemence. ¿Es mejor el atildado Ashley Cole que el psicótico Stuart Pearce? ¿Micah Richards que el chiquito Paul Parker? Sí, John Terry mejora al sanguinario Terry Butcher o a Mark Wright pero... ¿rebasa Rio Ferdinand a Des Walker? ¿Descalza Lampard al capitán Marvel Bryan Robson? ¿O Gerrard a Paul Gascoigne? ¿Cómo dudar entre Hargreaves y Glen Hoddle? ¿O entre Beckham y Chris Waddle? ¿O entre Wright-Phillips y John Barnes? ¿Usted prefiere a Rooney, Heskey, Crouch o al trío Beardsley-Platt-Lineker?

Pues eso, que la memoria es frágil. Y mejor así. Ahora, Capello tiene encantados a todos porque aguardan de él lo que nunca les fue natural: la astucia táctica y el sentido común. Pero a nosotros no deja de asombrarnos que se arranquen el corazón de esa manera. Y nos produce una indisimulable nostalgia.

[Foto: la imagen muestra a Alf Ramsey y a Capello -tocado por una corbata estampada con la Union Jack-, cortesía de los chicos de confección de MediaPunta. Ya los he señalado antes como unos fenómenos: si pudísteis ver el montaje en la edición de papel, que se entregó en el partido del sábado con el Valencia, comprobaríais la inagotable creatividad y capacidad de resolución de esos muchachos. Hasta dieron con la foto del gol de Capello en Wembley, en 1973, que yo glosaba en el artículo. Prometo para muy pronto un somniloquio-homenaje con una reunión de sus magníficos diseños de portada para la revista. Verlos todos reunidos da, en serio, para una exposición. Una vez más, les doy las gracias a todos por ilustrar tan, pero tan bien, mis historietas de diletante aburrido].

Apéndice: John Carlin reflexionaba ayer en El País sobre este asunto en su artículo El Orgullo de los Ingleses; como tenemos puntos de vista coincidentes, como él además es inglés y como, sobre todo, John Carlin supone una referencia profesional, además de un modelo de periodismo que yo anhelaría practicar, lo dejo aquí enlazado para completar el cuadro.

Ya no quedan hombres

Ya no quedan hombres

En el fútbol ya no quedan extremos, cerebros organizadores, defensas libres ni bigotes. Podrá parecer una tontería, pero a poco que uno bucea en el asunto descubre la añoranza que sufre el aficionado por el extravío del biotipo mostacho y su significado simbólico en el juego. No es raro. Basta ver los nombres que subrayaban esos bigotes de antes...

Cuál fue el último jugador con bigote de la Liga española? Es una pregunta inquietante, de esas que te quedan botando en la cabeza como un balón vivo en el área. Trasladada a una docena de amigos -divididos entre ex jugadores, periodistas, técnicos, coleccionistas, historiadores o conspicuos memoriosos de lo anecdótico- las respuestas dibujaron un variopinto panorama de recuerdos fraccionarios. Veamos. Los más rápidos nombraron a clásicos como Migueli, Paco Clos, Rojo, Isidoro San José, García Remón, Schuster, Miguel Ángel, Vicente del Bosque o Eugenio Leal, entre otros. Uno propuso al Chucho Solana, pero se le explicó que el binomio bigote-perilla no califica. Otro lanzó una tesis de arriesgada verificación: "Puerta llevó a veces bigotito chino". Sería el último, sin duda, pero comprobamos en decenas de fotos que el adorno capilar del finado lateral sevillista componía una fina conjunción bigotillo-perilla de inspiración hidalga o romántica, tipo Alonso Quijano o D'Artagnan. "Mesa y el Ratón Ayala... O sea, la prehistoria", contestó alguien horas después. Un par de españolistas de pensamiento fronterizo pasaron por alto a Wuttke o Lauridsen, Custers o N'Kono, y propusieron a un profeta del olvido como el bielorruso Zygmantovich, jugador del Racing a mediados de la década pasada... dicen. Los hubo de natural bromistas que se fueron a los márgenes: de ahí llegaron Capón, el Tato Abadía, Arteche y Sánchez Jara, muy renombrado. La respuesta más folclórica la dejó entre risas uno que proclamó: "¡El último futbolista con bigote fue Isabel Pantoja!". Como también es zaragocista y convicto de la memoria, luego corrigió: "Simarro y Rubial".

Todo se pierde. También en el fútbol. Se perdió el defensa libre, se perdieron los mediocentros ordenadores en solitario, se perdieron los centrocampistas con gol, los extremos y el delantero centro. En ese desorden también extraviamos los bigotes. Al ver a la selección de Irán con un 90% de bigotudos en Francia 98, dimos un respingo: los últimos hombres llegaban de donde llegaron los primeros, de África y el mundo musulmán. En la Europa concéntrica habían ganado las perillas, los mediapuntas hicieron mucha fortuna y poco gol, los peluqueros deconstruyeron los peinados, los calvos se pelaron las entradas a la manera de Yul Brynner, Mazinho y Mauro Silva inauguraron el doble pivote, Barthez salió con Linda Evangelista, murió el Estudio Estadio... Florentino fichó a Beckham, la última esperanza del bigote si había alguna, pero Goldenballs nunca se lo dejó crecer y se ponía las braguitas de su esposa; perdidas las últimas esperanzas, las patillas adelgazaron en hilillos de plastilina rajoyescos, Passarella prohibió a los peludos, los porteros dejaron de usar las manos y los wines murieron en el andén atropellados por locomotoras sin cerebro llamadas carrileros. God Save The Wing!, gritaron en Argentina. ¡Dios salve al extremo!

La recesión definitiva y dramática del bigote y/o mostacho en el fútbol le hace de espejo a la condición trasnochada de ese complemento en la sociedad de hoy. Occidente funciona así: primero jubila la realidad y después juega a añorarla y si puede hace negocio de esa extrañeza. Tan así que la imposible restitución del bigote compone una preocupación post moderna bien reflejada en Internet, el espejo de lo visible y lo recóndito del mundo de hoy. Véase la página www.enunabaldosa.com/futbolconbigote/, con su amplio catálogo de narices subrayadas; o bigotepride.blogspot.com, que aporta una sección de fútbol bigotudo bajo la cabecera que enuncia: "El bigote es una unidad de destino en lo universal". Una forma de explicar el mundo.

Una web preguntaba: "¿Por qué ya no quedan bigotes en el fútbol?" La mejor de las muchas respuestas fue ésta: "Porque ya no quedan hombres". Demoledor. En España y parte del extranjero, el bigote solía delatar a un defensa de pelo en pecho: Migueli, Larrañaga, Carmelo, Arteche, desde luego Stielike y San José, Cundi, Ricardo Rocha, García Navajas o Goyo Benito. Maradona no olvidará el bigote de Gentile. Argentina fue patria prolija en cepillos memorables sobre el labio superior. El bigote de Ricardo Elbio El Chivo Pavoni, marcador de punta de Independiente en la década del 70, se derramaba por la quijada del Chivo como una catarata hirsuta, en forma de herradura invertida, apoderándose de labios y alrededores con profusión invasora. Ese bigote (también el de Breitner o el escocés John Wark) debía producir un indisimulado temor en aquellos delanteros que intentaban adivinarle al zaguero un vestigio de benévola sonrisa entre la hojarasca.

Luego está el bigote ocasional, que posee un valor incalculable por lo que significa. Ejemplo paradigmático: pocos lo recuerdan, pero hasta el mismo Passarella se dejó crecer en cierto periodo de su carrera un bigotillo afilado como los tacos de sus botas, lo que le confirió un aspecto más mexicano que criollo. Como de conquistador de las Américas, sin importar la procedencia. Con ese añadido, a la prestancia natural del jugador le agregó un perfil de caudillo canalla dispuesto a hacer de su justicia la Justicia, al menos en el territorio de las áreas, la propia y la ajena. Gerd Muller tiene una foto con bigote proletario que lo señala como obrero incansable del gol. Ambas transformaciones resumen el poder simbólico del bigote.

Esa condición se ha perdido. El bigote futbolístico de hoy apenas alcanza a bozo: dícese del vello medroso que echan los jovenzuelos sobre el labio superior antes de hacerse machos. Pero aquí no hablamos de efébicos bigotes pusilánimes de moda. Aquí buscamos, añoramos el mostacho rotundo, enredoso, obsoleto. El bigote carlista y el decimonónico, el prusiano, el bigote imperialista o el bigote confederado. Stalin y Hitler llevaban bigote, dos malnacidos sin redención. Proclamamos la grandeza del bigote bicolor, mitad oscuro mitad albo, de Charly García, el enloquecido padre del rock argentino. Y el bigote de Paul McCartney en torno a los días de Let It Be, bigote de "déjalo estar, vámonos cada uno a nuestra casa y Dios en la de nadie". El mostacho suspicaz de Poirot, o el revolucionario de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Del bigote atildado del francés Genghini al mostacho inconformista de Paul Breitner, extrañamos a los hombres de verdad.

Y no estamos solos. Hace unos años la firma Gillette consideró en una de sus campañas el fenómeno, y la imagen y el lema que usó ilustran esta historia. Varios equipos ingleses se dejaron crecer bigotes en una campaña contra el cáncer e invitaban a su público a hacer lo mismo. En una revista satírica de Rosario, en Argentina, Marcelo Mogetta hacía una encendida vindicación que quería agitar conciencias dormidas. Argumentaba el autor: "Porque señores, está bien, salvemos a las ballenas y a los osos panda, pero no vamos a pretender que una ballena desborde, tire un centro atrás y que un oso panda cabecee ante el arco desguarnecido". Ése es el espíritu.

Las ballenas van camino de la extinción, pero los medios bigotones, una finura diabólica para manejar la pelota y las conciencias de propios y opuestos ya desaparecieron hace tiempo: Schuster, la cámara lenta de Del Bosque, Rivelino, el propio Didí, el osado Panenka, el pacífico Rijkaard y Ruud Gullit con su tropical cabellera, Falcao, Jesús Mari Zamora, Toninho Cerezo, esa gente. Ellos creaban y para el remate ya estaban Krankl, Muller, Aldo Pedro Poy, Kempes (bigotito ocasional, como Passarella), Rudi Voeller, Satrústegui, Terry MacDermott, el Ratón Ayala, Luque o Ian Rush.

El bigotudo es una especie del pasado. ¿Cómo fue que desapareció algo que siempre estuvo con nosotros? Debimos sospechar qué ocurriría, pero no estábamos preparados. Groucho Marx nos avisó antes que nadie: el bigote más famoso de la historia jamás existió. Era sólo una mancha de carboncillo garabateada aprisa a la hora de la función. Un truco de vodevil. Una impostura.

PD: El último bigote en la Liga española del que tuvimos noticia no científica fue el de Vicente Engonga. Otras fuentes apuntan a Jacques Songo'o, portero del Deportivo. Ambos coetáneos y de raza negra, lo que constituye materia sociológica a poco que desechemos algunas convenciones. Después de ellos, el hombre se extinguió de nuestro fútbol.

Mediapunta, noviembre de 2007
www.mediapunta.es

El Pato hace una pavada

El Pato hace una pavada

Como decía don John Benjamin Toshack... "yo no comento de éste". O sea, sin comentarios. Dejo la crónica y me vuelvo a la terapia...

13ª Jornada de Liga
Real Zaragoza, 1-Getafe, 1


Regaló el gol al dejar su portería en una falta l D'Alessandro aprovechó para empatar l Juanfran había concedido el 0-1 l El Zaragoza sigue sin pulso

Aunque, como buen argentino, Abbondanzieri acepta la prevalencia de un apodo, ayer hizo el pavo y no el pato. Y esa pavada le costó dos puntos a su equipo, que iba para su cuarta victoria consecutiva cuando D'Alessandro se dispuso a tirar un libre directo y Laudrup (primer error de los dos) decidió hacer un cambio y meter a Pallardó. Un entrenador suele evitar esa posibilidad porque, entre que sale el que sale y entra el que entra, en el área se produce una inferioridad poco amable. Pero si eso estuvo mal, peor lo hizo el Pato. Tocado por una súbita locura transitoria, el portero del Getafe se largó del marco para pedirle al árbitro que demorase el lanzamiento hasta que Pallardó llegara al área. Naturalmente, el colegiado no aguardó. No tenía por qué. Y D'Alessandro tampoco. Vio el hueco y disparó una de sus combas. Para cuando el Pato quiso regresar de su viaje a la luna, D'Alessandro ya gritaba el gol.

El Zaragoza sólo pudo empatar de regalo, pero tampoco el Getafe hubiera marcado sin la concesión de Juanfran en el 0-1. Ese equilibrio equivocado explica el partido en su esencia final. Fue uno de esos encuentros de otoño con luz y temperatura de invierno, en el que uno encuentra  tiempo para pensar en otras cosas mientras observa con desgana. Y eso que el derrumbe del Zaragoza (ha ganado un punto de los últimos nueve) da para ocupar todas las cabezas. El equipo no recupera el pulso. Aunque el Getafe no hiciese demasiado ruido en el área rival, al menos sí sostuvo una innegable jerarquía tácita sobre un Zaragoza de juego discontinuo en el mejor de los casos, y lánguido casi siempre.

El Zaragoza cayó enseguida en una obvia incapacidad para dominar el medio e hilar juego, para encontrarle al partido una línea por la que corriese el balón. Lo que le salía eran impulsos inconexos y en cierto modo irrazonables. Hace días se le derrumbó la defensa y el armazón se ha venido abajo. La afección alcanza a todas las habitaciones: el fútbol, el ánimo, el estado individual de los futbolistas... Con esos síntomas parece imposible no caer en la enfermedad o, al menos, en la hipocondría.

Regalos
El Getafe lo esperó bien puesto y lo sacó poco a poco de su sitio. Sin grandes estridencias, pero jugando cada vez mejor. Si el fútbol de Laudrup en su época hubiera servido para definir el término sutileza, ese mismo ánimo posee la tramoya táctica de su equipo: el Getafe no se comporta con el denuedo escenográfico de los conjuntos que quieren ahogar al contrario, pero su modo de maniobrar cuando no tiene la pelota observa una dulce una armonía opresiva; es la asfixia con corbata de seda. Al Zaragoza le cerró las vías por dentro y lo mandó a jugar a la periferia, la banlieue parisina, El equipo de Víctor no encontró otra salida que algún culebreo de Sergio García, generoso y perspicaz en la búsqueda, y el carril de Juanfran, que no da con el sentido correcto de sus pies. El 0-1 vino envuelto en la forma de un regalo: una frivolidad del defensa, que decidió controlar la pelota en territorio comanche, la aprovechó Sousa sin pararse a preguntar la hora.

El gol justificaba al Getafe. En el fútbol no vale ninguna percepción si no se resume en la realidad de un tanto. Durante tres cuartos del partido había dominado el medio con Casquero y De la Red, más la suma del concienzudo Granero. Y decidió que ganaría la guerra a través de las batallas secundarias. Modelo de victoria paciente, muy a la Laudrup, pero sin peligro arriba salvo por un gol que García le sacó en la raya a Manu. Por contra, el Zaragoza se comportó según su hábito: siempre más cerca del gol que del fútbol. Con poco juego reunió cuatro o cinco oportunidades notables: de Oliveira, de Óscar o de Diego Milito. Y un rechace con el que Sergio García no agarró puerta, tras una salida arriesgada de Abbondanzieri. El argentino parecía compuesto hasta que hizo aquello. Aunque quiso justificarse, el gol de  lo dejó como a un pato en un garaje: frente a los micros trataba de razonar su actitud, pero sólo acertaba a decir cua cua.

Diario AS
26 de noviembre de 2007

www.as.com

El fantasma de John Thomson

El fantasma de John Thomson

MediaPunta me publicó hace unos días, con ocasión de un Rangers-Celtic en Glasgow, la historia de John Thomson, el portero del Celtic al que mató un delantero del Rangers en 1931. Una de esas leyendas que Petón hubiera subrayado de matices con la voz, mucho mejor que yo, en su glorioso espacio de los jueves (sobre la una de la madrugada) en El Larguero. Creo que mi versión para MediaPunta quedó algo desmayada por desorden o premura, o así la considero yo porque quizás no alcancé lo que buscaba y no supe cómo aproximarlo. Tal vez todo lo que sea posible decir esté en este vídeo del partido y de la jugada: una vez visto, supe que no podría contarlo. Su título en la revista fue El hombre que se jugó la vida en una salida... y la perdió. Lo cambió aquí por este otro, menos cortés pero más ajustado al espacio.

El hombre que se jugó la vida en una salida... y la perdió

Hace un año, el portero del Chelsea Petr Cech sufrió un rodillazo en la cabeza en una salida riesgosa a los pies de Stephen Hunt, del Reading. El golpe hundió el cráneo del portero, que fue operado y pasó varios meses de recuperación. Desde entonces juega con un casco de rugby. Aquel suceso recuerda -en la semana en que vuelve a celebrarse el tradicional Rangers-Celtic en Glasgow- la leyenda de John Thomson: en 1931, el portero del Celtic sufrió un choque similar con Sam English, delantero del equipo protestante. Murió víctima de una fractura de cráneo. Estos días un libro, y siempre una canción de la afición verde, recuerdan su grácil figura y el prematuro cadáver que dejó sobre la hierba. 

John Thomson se jugó la vida en una salida y la perdió. Falleció en esa traicionera franja de hierba que hay un poco más allá del área pequeña, donde nacen los goles y mueren los porteros. Casi siempre de forma figurada, pero no el 5 de septiembre de 1931. Ese día murió de verdad un portero. El estadio era Ibrox Park, el campo del Rangers. El rival era el Celtic, el enconado enemigo vecino. El meta fallecido jugaba en el Celtic: John Thomson, de 22 años. El rival que lo mató se llamaba Sam English. El partido acabó con empate a cero.

El Rangers-Celtic, el partido llamado The Old Firm, vuelve a celebrarse este fin de semana. El Rangers-Celtic incorpora un componente bien célebre de violencia sectaria trasnochada: una rivalidad futbolística cuasi medieval, sostenida en diferencias religiosas. La sorda batalla se libra barrio por barrio, calle por calle. Como en las guerras civiles, a la hora de los partidos es más peligrosa la retaguardia, las esquinas de la ciudad o los bares, que el propio estadio. Sin embargo, la tragedia más evocada del derby de Glasgow corresponde a un suceso fortuito. No hubo salvajismo, pero sí un drama mayúsculo. No murió ningún hincha, murió un guardameta. John Thomson, muchacho de existencia condensada: a los 15 años bajaba a los pozos mineros de Fife; a los 17 lo fichó el Celtic y ese joven -grácil y armónico a la manera de Roddy MacDowall en Qué verde era mi valle- conquistó la portería de Celtic Park y la de la selección de Escocia en apenas cinco años. Murió a los 22, en el frente de su área pequeña. Ese cadáver tan joven quizá explica que en la provinciana y vivaz Glasgow aún lo conozcan como El Príncipe de los Porteros.

Hay una paradoja terrible en esta tragedia: la involuntariedad. Aquel sábado, en el minuto 5 del segundo tiempo, Sam English sólo quería rematar un balón que venía rodando hasta la boca de la portería celta. Meter un gol. John Thomson únicamente intentaba llegar antes que su rival. Y guardar su portería. Esas dos férreas voluntades, del todo inocentes, se cruzaron en un lugar y a una hora que un pesimismo determinista juzgaría predestinados. English apretó la carrera; Thomson se echó al suelo. English adelantó la pierna en un último esfuerzo instintivo. Como el balón venía en diagonal, Thomson se acostó sobre su lado izquierdo para la disputa. English tocó, el meta rechazó la pelota y en el tremendo impulso la rodilla de su oponente le golpeó la cabeza. Los accidentes nacen en la rutina aparente de las cosas. Nada ocurre hasta que sucede.

De forma increíble, el incidente se puede ver en un archivo de apenas minuto y medio de Movielone, el noticiario cinematográfico de la época en Gran Bretaña. El choque entre Thomson y English aparece veloz y brutal. Subrayan la escena gritos estridentes de la grada, que anticipan el posible gol y luego lamentan que no lo hubiera. En el contexto, esas voces adquieren un inevitable timbre dramático. Tras el golpe, Sam English se levanta unos metros más allá, donde lo ha llevado la inercia de la carrera, y camina cojeando con alarma hasta Thomson. El gesto define al hombre. El portero del Celtic continúa casi en la misma posición, pero vuelto hacia arriba. Su brazo derecho se eleva con inerte firmeza, en un conmovedor gesto de auxilio que parece el primer rigor de la muerte. Con Thomson a sus pies, English y dos jugadores del Celtic piden a las asistencias que entren cuanto antes.

La filmación está hecha desde la tribuna, en un punto que mira sobre la entrada del túnel de vestuarios como un balcón. La imagen final muestra la salida del portero en una camilla que levanta un grupo de asistentes con gorra de plato. Nada en el escenario anticipa la magnitud de lo que está ocurriendo. Los bobbies pasean tranquilamente la banda arriba y abajo, ese británico gesto de vigilancia serena de las tribunas, donde la carne de las aficiones es un embutido movedizo como un flan. El partido siguió adelante mientras en el Victoria Hospital de Glasgow los estudios revelaban que Thomson había sufrido una fatal fractura de cráneo. Las autoridades médicas certificarían su fallecimiento a las 9:25 de la noche.

Más de 30.000 personas asistieron a su funeral en el Cementerio de Bowhill, en Cardenden, donde Thomson había vivido con sus padres y hermanos en el número 27 de Balgreggie Park. Muchos aficionados hicieron caminando los 80 kilómetros desde Glasgow hasta esa localidad al oeste de la región de Fife, durmiendo a pie de carretera; de la capital escocesa partieron dos trenes especiales; un diario de Londres envió a sus periodistas en un aeroplano que aterrizó en el Daisy Park de Cardenden. La comitiva apelmazó las calles como las tribunas. Muchos se subían a los tejados para ver pasar el féretro, portado por los jugadores del Celtic, con el manager Willie Malley a la cabeza. Sobre la madera de roble del cajón, una pequeña alfombrilla verde y los palos de una portería trenzada con flores blancas. El memorial que se levantó por suscripción popular luce este epitafio de verso desmayado: "They never die / who live in the hearts / they leave behind" ("Jamás mueren aquéllos / que perviven en los corazones / de quienes dejan atrás").

Desde esos días, un fantasma de 22 años vaga por las tribunas hecho canción. Aunque el último muerto que lloran los Celtic Bhoys es al zanahoria Jimmy Johnstone -aquel siete pelirrojo, eléctrico y enfermo de habilidad que ganó la Copa de Europa para el Celtic en 1967 en Lisboa- el recuerdo de Thomson traspasa el tiempo como las paredes. En Celtic Park tomó la forma de una canción espectral que exhorta a jugadores y aficionados a la memoria y el compromiso, valores de los que Thomson constituye un atroz paradigma: "Así que vamos, Celtic de Glasgow / levantáos y jugad el partido / que un espíritu permanece entre vuestros palos / y como John Thomson fue conocido".

La historia ha sido interrogada en detalle por Tom Greig en su libro My search for Celtic John. A lo largo de más de 200 páginas, Greig da cuenta de la vida del joven Thomson, nacido en Kirkcaldy, educado en el protestantismo y portero del equipo católico. Y revisa con afán de investigador las trayectorias deportivas y vitales de los protagonistas, el descubrimiento de la promesa en un partido en que el ojeador del Celtic tenía el encargo de examinar al portero rival; su debut a los 17 años frente al Dundee United, sus cuatro partidos con la selección de Escocia, una sobrecogedora premonición de su madre y, desde luego, la jugada, las circunstancias, el Celtic de aquellos días, la pesada carga que soportó Sam English desde entonces, lo que se pudo hacer o no se pudo hacer en el 5 de septiembre de 1931. Aquel sábado en que murió John Thomson. El portero que de verdad se jugó la vida en una salida.

Sam English quedó absuelto de cualquier responsabilidad por la jugada. Algún tiempo después, abrumado por la culpa, abandonó el fútbol escocés para emigrar al Liverpool.

www.mediapunta.es

Un poco de todo y de nada

Un poco de todo y de nada

RENFE suprime trenes y los junta de dos en dos. Yo ando en servicios mínimos hasta nueva orden, así que no encadeno una sino tres crónicas, las últimas del Zaragoza, aunque sólo sea por entretener el tiempo (el mío y el de quien las lea). Hay un poco de todo y de nada. En el Zaragoza y en Somniloquios... Una victoria exuberante contra el Villarreal, otra práctica frente al Almería y esa 'boutade' tan del Zaragoza que constituyó el partido con el Valladolid, por otro lado un equipo estupendo. Algún día de éstos iré al cine o veré una película en la televisión o leeré una línea en algún libro que pueda recomendar. De hecho, estoy a punto de hablar de tres libros. Mientras no tenga mucho que decir, como ocurre ahora mismo, seguiré más o menos callado. 

Real Zaragoza, 2-Real Valladolid, 3
11ª Jornada de Liga 

La vida son seis minutos

Víctor mató al Zaragoza del 27' al 33' l Empató el gol de Oliveira, sumó otro y Álvaro puso el 1-3 l Diego Milito recortó tarde l Fin a 11 meses invicto en casa

Sobre este Zaragoza no se pueden hacer afirmaciones absolutas. Como las cajas de regalo envueltas con un lazo, a veces ilusiona a su gente pensar en la grandeza de lo que tiene dentro; en otras ocasiones empuja a pensar que hay una orfandad en el fondo de su fachada. Ese hueco sombrío alterna con principios de luz rutilantes. A un equipo se le juzga el 30 de junio. El resto del año tratamos de interpretarlo a la vista de los resultados y de un amplio puñado de condiciones contextuales. Pero este Zaragoza no se deja interpretar. Ayer cumplió ese principio de infidelidad a sí mismo con terrible empeño: comenzó rápido, solidario, hecho un equipo, pero se descentraron sus delanteros por una chupada de Oliveira y el resto se lo llevó por delante Víctor, pequeño gran hombre del Valladolid. En seis minutos volteó el partido.

Voló la puerta de Europa, volaron los once meses de invicto de La Romareda, voló la línea de crecimiento, voló la credibilidad. Ese último problema puede ser grave o no; en el fútbol se cree con el corazón, no con la cabeza. Buscar la verdad de la derrota requiere tacto. Demasiadas bajas atrás obligaron a Zapater a hacer de lateral izquierdo y el partido se lo llevó por delante. Triste e injusto. Uno puede defenderse y ha de ser juzgado en su terreno. Cuando se le llama para una misión especial en tierra ajena, al menos un honor lo salvaguarda: el de la valentía para asumirla. Pero Kome le hizo a Zapater y a Chus Herrero, que salió también muy mal parado, una calamidad decisiva en la suerte del encuentro. La otra verdad es que el Zaragoza podía ganar 3-0 a los 20 minutos. Y que en el desplome posterior cayeron muchos: Oliveira, autor del 1-0 y cambiado en el descanso; Luccin, tocado en un gemelo y hundido por Álvaro. Sólo Óscar hizo algo de luz; y Diego Milito puso generosidad sin correspondencia. Última verdad: Ayza Gámez negó dos goles (uno de Óscar y otro de Diego) con fueras de juego discutibles. Y un penalti de Rafa a Sergio García. Aun siendo cierto, nada de esto explica la suerte del partido.

Leer en diagonal
El fútbol de hoy produce con frecuencia el molesto zumbido industrial de la modernidad, mareante hasta el punto de confundir lo mediocre con lo necesario. Pero cuando en el campo de juego aparece un futbolista como Víctor, con esa fisonomía corta que representa una consciente huida de la mecanización, entonces sabemos que todo sigue en su sitio; que el fútbol es lo mismo de siempre, que conserva intacta la factura de un juego ingobernable, molesto y fascinante por igual. Depende sólo del lado en el que se produzca el milagro. Esta vez, el lado del Valladolid.

Víctor volteó el partido, que venía de un 1-0 y en seis minutos se había convertido en 1-3 para el Valladolid. Mendilíbar lo puso en el campo en el minuto 24 por Sisi. Un cambio prematuro mueve a la sospecha, pero el entrenador del Valladolid sólo usaba una de esas condiciones extraordinarias que se dan en algunos individuos. Kennedy leía en diagonal. Devoraba renglones y páginas con vertiginosa ligereza. Eso hizo Mendilíbar: leer el partido en diagonal. Víctor entró a dividir las líneas, Kome cayó a la derecha y entre los dos hicieron papilla la banda que defendía Zapater y resguardaba Chus Herrero. Del 27' al 33', Víctor firmó dos goles y Álvaro -hijo de la Ciudad Deportiva- consagró su vuelta, medianamente anónima, con un tercero excelso. Otro que lee en diagonal.

El Zaragoza quedó desnudo en la calle. Ya no se recuperaría, ni con Aimar, ni con D'Alessandro, ni con las apariciones dulcemente protéicas de Óscar. Protestó al árbitro las jugadas aludidas, Aimar cabeceó arriba una vez y Diego Milito redujo hacia el final la derrota. Sólo hubo circunstancias, pero no fútbol. El contraataque que se chupó Oliveira, mientras Milito aguardaba para el gol, rompió el frágil principio de solidaridad y Víctor se llevó por delante el resto. El Zaragoza debería recordar aquella frase de Lennon en una canción para su hijo: la vida es lo que te ocurre mientras haces otros planes. Donde dijo vida, pudo decir fútbol.

Almería, 0 - Real Zaragoza, 1
10ª Jornada de Liga
 

Una victoria como un parto

El Zaragoza gana fuera después de nueve meses l El Almería, con pasajes estupendos, sólo se rindió por un penalti l Cobeño tiró a Óscar y lo anotó Diego Milito

Al Zaragoza le ha costado nueve meses ganar fuera de casa, un parto doloroso que no puede permitirse ningún equipo que aspire a Europa. El partido cayó de su lado por un penalti, pero  no hay engaño en el triunfo: era merecido. Sin embargo, varias contradicciones quedaron entrecruzadas a lo largo de la noche. El Almería tuvo la pelota en los pies y al Zaragoza en sus manos en el primer tiempo, cuando mostró un desempeño magnífico en todos los órdenes salvo en el gol. Si Negredo u Ortiz hubieran acertado en el arranque, el Almería hubiera podido volar, porque estaba para todo frente a un Zaragoza encadenado a sus temores por las bajas en la defensa. Pero el Almería no atinó y dejó que el Zaragoza se acomodara un tanto; que comprobase que a Goni hay que encontrarle un espacio lógico entre la Tercera División y la élite; y despertó a Óscar, que escenificó otro capítulo de su renacimiento. Esas sumas concluyeron en el penalti de Cobeño que Diego Milito transformó en el minuto 73 en la victoria aragonesa.

Fue un choque de valores más morales que futbolísticos, puede ser, también por eso hermoso: los dos tiraron guantes, valientes y honestos. Y tuvo que ser la jugada más ventajosa del fútbol la que decidiera. El Almería adornó la noche con un pasaje inicial de ligereza de ideas y ejecución fascinantes. Será un recién ascendido, pero niega la convención con ideas y jugadores estupendos embozados en nombres de rango medio. En una plaza en la que cualquiera se excusaría para jugar a la supervivencia, Unai Emery prefiere jugar al fútbol de verdad, sin prejuicios. Un entrenador para la esperanza.

Hasta el área del Zaragoza llegaban todos los del Almería y alguno más. Parecía que jugaran con 15 y varios balones. Llegaban antes y por cualquier lado: Bruno por afuera, Corona en la mezcla, Felipe Melo con su fisonomía, Ortiz por el flanco, Negredo en su obsesión episódica del delantero. El equipo aragonés no podía sacudirse esa brisa tan saludable de fútbol, porque el Almería le ganaba la pelota con energía y después le daba un uso nítido, armonía de pelota y espacio. Jugaba de memoria y movía algún recuerdo atrevido: antigua: ¿Era el Almería o el Ajax de Rinus Michels? Entiéndase la hipérbole: la verdad reside en las ideas.

Contraataque
Enfrente, el Zaragoza tenía una ensaimada por boina en la cabeza, como aquel Cordobés de Arús. Carlos García y Acasiete le remataron con limpieza dos o tres veces en el claro de una zaga reunida a lazo para la ocasión, como si sus componentes se acabaran de conocer un rato antes. En cierto modo, era así: Sergio se lesionó a los tres minutos, Goni venía del filial sin estaciones intermedias, Chus regresaba de una lesión y del olvido, y Paredes no había sido titular desde el Getafe. Como no ganaba balones en las zonas intermedias, decidió protegerse en grupo y probar el contraataque. Fue un gesto tribal de salvaguardia. Necesario y puede que hasta inteligente. Su validez la completó la salida de Óscar desde la izquierda hacia el carril central, al punto de enganche, desde donde sacudió las debilidades al Almería. En tres contras sin término (Oliveira, Diego Milito, el propio Óscar) el Zaragoza dibujó su aviso.

El Almería tomó nota, pero no se acobardó. Siguió buscando y tiró de su catálogo de convicciones. Tuvo hasta un libre indirecto en el área que negó César, actor principal de la segunda parte. Sin embargo, el Zaragoza cada vez parecía más próximo al gol. A veces eso no tiene nada que ver. A veces sí. Luccin mezcló la pluma y la espada y reconquistó el medio campo para los suyos. Óscar hizo el resto del desequilibrio con varios pases hermosos como un vientre en celo. Su admirable control en el penalti de Cobeño, que lo tiró, iba a culminar el partido. ¿Era injusto que un equipo tan honorable como el Almería cayese por una sutileza así? Podría ser... Como si quisiera anular esa duda, Diego Milito (recién estrenado papá) estampó la pelota en la red sin miramientos: nueve meses después, su gol alumbró un triunfo del Zaragoza fuera.


Real Zaragoza, 4-Villarreal, 1
9ª Jornada de Liga

Óscar al mejor partido

El salmantino inspiró una goleada brillante l Ayer el Zaragoza puso energía, fútbol y goles l Anotaron Oliveira, Óscar, Diego y García l Pires recortó al final

En estos tiempos en que la más burda estupidez puede hace fortuna, conocíamos el paint-ball, el derribo de hoteles, el tai-chi y la curda colectiva. Pero no teníamos contemplada la bronca y la implosión de un vestuario como posibilidad terapéutica. Se ve que el club de la lucha tenía su lógica. Como al fútbol ya no lo entiende ni la madre que lo parió, que fueron cuatro ingleses bebiendo cerveza, ahora va a resultar que decirse las verdades (a la peor hora y del peor modo) funciona como estrategia. O eso sugiere el encomiable partido del Zaragoza ayer: el Villarreal, equipo de moda, se llevó cuatro goles y cuando Pires recortó, en el 82, ya era tarde para todo. Fue un encuentro repleto de detalles que indican que la crisis era en verdad ininterpretable: a estas alturas nos atrevemos a pensar que el Zaragoza será lo que quiera ser, si quiere algo Porque no hay fórmula matemática ni ley universal que explique cómo un equipo arrastra el vientre en el Calderón y, varias broncas después, hace el mejor partido de la Liga.

Éste fue uno de esos encuentros que no deberían contarse, porque la letra no alcanza para descifrar los detalles. Es un partido para verlo y revisarlo y descubrirle, como ocurre con las películas maestras o las canciones de los Beatles, nuevas perspectivas, matices inesperados, sonidos ocultos, maravillas concéntricas. Hubo cuatro goles, pero hubo muchas más cosas; el avance de la defensa para juntar al equipo, el esfuerzo de los de arriba en la presión, el pulmón incesante de Zapater y algunas lecturas magníficas del juego, la exhibición de Ayala por tierra, mar y aire, la compostura de Pavón, la solidaridad, el orgullo bien entendido, hecho fútbol con la pelota y sin ella. Por encima de todo, hubo un Óscar portentoso, un jugador mayúsculo que desde su banda izquierda (la del ausente Aimar) hizo un partido y varios partidos, todos en uno. Todos exactos. Todos precisos. Todos perfectos. Todos hermosos. Todos preñados de una visión privilegiada del juego. El catálogo de virtudes resulta imposible de precisar sin incurrir en la exageración. Será merecida. Óscar hizo memoria de su fútbol y olvidó su perfil antojadizo de ciclotimias.

Mucho ritmo
Pellegrini opinó al final del encuentro que el marcador no correspondía con la historia del partido. Esa revisión se antoja como mucho una verdad a medias, la mitad que corresponde al primer tiempo. Porque Pellegrini fue responsable también de ocultar virtudes de su equipo para dibujar un partido riguroso en el medio; darle la pelota al Zaragoza, pero acotándole los espacios Lo consiguió durante un rato. Pires elegía siempre bien, mandaba Senna y Cani invadía espacios ajenos con una interpretación estupenda de la movilidad con balón y sin él. A la vista, el partido tenía un ritmo intenso. Mucha industria, con esa hermosura rara de la competitividad y el anuncio de que algo podía pasar. Pero no hubo mucho: un gol cantado que no alcanzó Diego Milito y varias faltas untadas en veneno por Marcos Senna... Hasta que Oliveira picó con la cabeza un centro muy sutil de Zapater. 1-0. Tomasson rozó el empate tras el descanso, pero tenía los pies torcidos.

Ahí comenzó la mitad que desmiente a Pellegrini. Animado por la desventaja, cosas de los entrenadores, el ingeniero permitió a su equipo romper filas y lo abrió en un 4-4-2. Le agregó el bullicio disuasorio de Rossi y Nihat. Tomasson sólo había sido un semáforo. El Zaragoza anudó con un Ayala portentoso y Pavón atento a cualquier minucia; en el medio, Zapater y Luccin patrullaron día y noche, esquinas y avenidas. Luego añadió a Gabi. Y hasta a D'Alessandro. Ya valía todo. El equipo hizo de cada pelota una delicia. Óscar tiró del hilván hasta dejar al Villarreal en marianos. Repartió juego como si llenase copas de champán. Firmó el segundo en un regalo de Capdevila. Diego sumó el tercero de penalti. Y Óscar coronó su memorable tarde con un pase de dibujos animados que García coloreó en el cuarto. Fue tan hermoso que parecía una broma. Después de una semana de guerra civil, goleada al equipo de moda. Eso es una transición y no la del 78.