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We nous allons...

We nous allons...


En Londres conocí a un muchacho de ascendencia irlandesa que aseguraba que, en el final de los tiempos, al fondo a la derecha de un futuro indeciso, el inglés sería el único idioma que había de quedar en pie sobre la Tierra. No daba más explicaciones, así que yo me abandonaba a la formidable potencia evocadora de la conjetura, que proponía una convergencia algo orwelliana, pero bastante cómoda de acuerdo a mis cualificaciones. Acostumbrado a la supervivencia a contrapelo, a una incómoda conciencia de inadaptación al asunto de la vida y sus detalles cotidianos, mi cerebro me anunciaba ufano que yo estaba bien preparado para el fin de los tiempos. Yo domino el inglés, sobre todo si es bajito y se deja, como bromeaba Eugenio... Y con el inglés uno se hace entender en casi cualquier parte, salvo en China y Japón, me cuentan. Mi cerebro está programado para hablar inglés cuando intenta el paso a una lengua extranjera, así que no es raro el cruce de lenguajes. Por ejemplo, vino la camarera del Hotel Pulitzer a preguntarnos si podía entrar a hacer la habitación, cuando terminábamos de cerrar nuestras bolsas y, ante el silencio del otro Ornat (estudiante de francés en los viejos Corazonistas), asumí la responsabilidad de la respuesta, que formulé así: "We nous allons in un minute". Ella me miró un segundo y, como sancionando mi intento, contestó: "D’accord".

Esta artimaña idiomática no valdría en cualquier lugar. En China no sirve ni el truco de enseñarle al taxista la dirección del hotel en una tarjeta: no entienden una sola de las letras del abecedario. Pruebe usted a rasgarse los ojos y tomar un vehículo de Servicio Público en la Estación Delicias. Muéstrele una tarjeta con la dirección de Pensión Holgado en ideogramas mandarines y verá la respuesta del profesional. En cierta ocasión regresé de Escocia con algunas libras mezcladas con los euros en mi bolsillo. Cuando el señor de la cabina del peaje en la provincia de Tarragona me pidió el importe, entreveré las monedas. Al ver el busto de Reina del Imperio Británico en una de las piezas con las que intentaba pagarle, el tipo podría haber dicho: "Señor, se ha equivocado usted de moneda". Eso sería así en Gran Bretaña. En la provincia de Tarragona, el comentario con acento charnego fue: "¿Y esta señora quién es?". Lo que me recordó que, efectivamente y opinasen lo que opinasen los nacionalistas, estábamos en España.

El futuro en confluencia que anunciaba mi amigo me suele venir a la cabeza en cada ciudad extranjera que visito, asociado a otra idea: todas las ciudades se han convertido en lo mismo. Las mismas ideas urbanísticas, la misma mezcla racial, las bicicletas de alquiler, los garitos de kebabs, Zara, las mismas franquicias, las tiendas de ropa, relojes y deportes, las cadenas de cafés, de bares, de restaurantes de comida rápida y los pubs irlandeses. La pérdida de identidad resulta bastante trágica, pero no hay forma ya de darle la vuelta. Alcanza a las expresiones superiores del capitalismo comercial y a las inferiores del universalismo social. Como ocurre con el hombre y los animales, la diferencia ya no es de clase, sino de grado. Si a usted le parece que Mugabe podría reclamar en cualquier momento la soberanía sobre la calle Unceta y sus alrededores, o si piensa que el monarca de Conde Aranda no es otro que Hassan, pruebe a darse una vuelta por la banlieu parisina y comprenderá cuánto le queda de vigencia a la Marsellesa.

La cosa tiene sus ventajas. Uno se para en cualquier lugar del mundo y resulta altamente improbable que esté a una distancia superior de 150 metros del pub irlandés más cercano. Es la teoría de los seis grados de separación pero en versión cerveza. Últimamente no puedo evitar la asociación de cada ciudad a un pub irlandés. En Atenas nos pasamos un tercio de nuestro tiempo en el James Joyce, casi a los pies del Agora; en París avistamos nada más llegar un O’Sullivans y allá fuimos sin pensarlo un segundo. Porque, además de la acogedora seguridad de tales lugares, la comparación de precios de una pinta de Guinness en cada capital viene a hacer de confiable unidad de medida: en París, Boulevard Montmartre, zona de la Ópera, neuvième arrondissement, el O’Sullivans cobra a siete euros la pinta de Guinness y/o Kilkenny’s. Que se sepa. Con música en directo, por cierto.

La universalidad del pub irlandés me resulta especialmente asombrosa, a la vez que muy conveniente. Recuerdo la liturgia de la primera pinta de cerveza británica en mis lejanos viajes a Inglaterra, cuando asaltábamos el pub a cualquier hora, incluso a las once y cinco de la mañana, nada más abrir, para tomar la primera. Y con un hervor nervioso en el cuerpo observábamos al barman tirar de la palanca dos veces, y sabíamos que la segunda lograba que la tibia cerveza ascendiese desde las bodegas hasta nuestro vaso, primer estadio del viaje hacia la garganta. Había algo mítico en aquel redescubrimiento ocasional. Para beber esas cervezas había que ir allá. Ahora las cervezas y todo lo demás han venido a la esquina de casa. Cerca de todos los domicilios en todos los lugares ha de haber un quiosco de periódicos, un supermercado, la panadería y una taberna irlandesa. Un poco más allá está la tienda de los chinos y el kebab.

La derrota es lenta pero segura. El día que descubrí que en Londres surgían cadenas de pubs irlandeses prefabricados supe que el mundo estaba por terminarse. Eso sí, también advertí que veremos el Apocalipsis cómodamente agarrados a una pinta de cerveza negra, lo que siempre mejorará la previsible angustia del Juicio Final. De acuerdo a la previsión de Tony, la vista oral se desarrollará en inglés, lo que siempre me da la posibilidad de zafar de los sartenazos de Lucifer y sus esbirros al colocarme como traductor para los rezagados del Wall Street Institute. En el mientras tanto, los parisinos se aferran a su propia idea del tiempo y el espacio vestidos con su singular estilo de chaquetón o abrigo de paño, largas y elegantes bufandas de lana y tocados con sombrero. Ellas fuman como chimeneas y transitan por los bulevares en fugaz soledad, camino de un amante o en bella huida por los empedrados grises, paseando con suave tranco ese algo etéreo que llamamos je ne sais quoi. Al mirarlas, como quien recorre una costa maravillado de la muchedumbre del mar, que escribió Borges, somos espectadores de su hermosura y nos preguntamos si no sería mejor arriesgarnos y que una de ellas nos leyera la Sentencia Eterna. A ser posible. con un hilito de la voz de Jacques Brel de fondo.

[Foto: sombras chinescas -en realidad, japonesas- en el balcón de Trocadero, a la espalda del Museo del Hombre].

La batalla de Alexandras

La batalla de Alexandras


El fútbol en Grecia se presenta bajo la escenografía de una operación militar. Dos horas antes del partido, la policía antidisturbios cubre todos los flancos de la Avenida Alexandras, desplegada por los alrededores del estadio del Panathinaikos en sucesivos cinturones humanos. Autobuses enrejados clausuran las esquinas del desvencijado campo aprovechando la protectora estrechez de las calles adyacentes, urbanizadas con la abigarrada profusión típica de Atenas. Un entramado de vías angostas que se repiten en ángulos rectos. Resulta fácil imaginar las juergas que se deben correr por aquí los hinchas más violentos. El barrio es perfecto para la emboscada. Contra esa amenaza, los agentes interponen valladares mecánicos y cierran los huecos con sus cuerpos, para contener la circulación de aficionados de un flanco a otro del estadio mientras dura la tensa llegada de los equipos en sus autocares. Es la primera parte de la operación. El ambiente no es de fútbol, sino de maniobras militares de la infantería. Hay más uniformes que camisetas verdes.

Esta tarde de abril juegan el Aris de Salónica y el equipo local. Un largo tramo de la avenida está cerrada al tráfico y sólo el automóvil de algún residente sobrepasa el espacio de seguridad establecido por la policía. En la cercana estación de metro de Ambelokipi todo aparece tranquilo: un domingo por la tarde alejado del bullicio de los barrios turísticos, de los cafés de Plaka, de los restaurantes de Monastiraki, de los clubes de rebetika de Omonia, del mercadillo de cachivaches de Thiseio, del tráfico incesante en las avenidas que rodean el Pireo, de los restaurantes marineros y los cafés ambientados de R&B de Microlimano... En una ciudad que, como Atenas, glorifica la arqueología y el fárrago urbanístico, las modernas, limpias y funcionales estaciones de metro argumentan que el nuevo siglo comenzó en la ciudad con los Juegos de 2004. En la azotea de un moderno edificio de fachada simétrica, frente al campo, varias cámaras de televisión aparecen apostadas en la altura, como francotiradores. Las construcciones recuerdan la funcional arquitectura comunista, con sus líneas rectas y desnudas de artificios. Desde esa privilegiada posición los camarógrafos obtienen un magnífico tiro de cámara, es cierto. Pero también, y sobre todo, están a salvo. Un helicóptero sobrevuela el área y le proporciona a la tarde plomiza un ronquido en sordina. Es raro el silencio alejado de la nave. Es rara la tranquilidad aparente. La severidad policial recuerda que algo podría suceder en cualquier momento.

Estamos en la penúltima jornada del campeonato griego y ninguno de los dos equipos tiene nada en juego. El título ha quedado a medio camino entre otros dos clubes de la capital: el AEK de Atenas y el Olympiakos. Caminamos hacia la fachada del estadio y luego hacia el lado opuesto, al fondo donde está situada la infausta Gate 13, la puerta 13, donde se alojan los hinchas más violentos del Panathinaikos. Los policías fiscalizan cada paso, alineados aquí y allá. Miran, juzgan y calculan. Nosotros tenemos que entrar por la puerta 11, que está apenas a 50 metros de donde nos han detenido los guardias: "Por aquí no se puede pasar. Tendréis que dar la vuelta", dice uno, Los alrededores de la 13 son territorio comanche, y nadie quiere a un fotógrafo en territorio comanche, por múltiples motivos: esa acendrada generosidad de los agentes del orden siempre me ha llamado la atención. Parece que te dicen: "Sea usted prudente", pero al mismo tiempo, están diciendo: "No me cree usted problemas". Así que hay que dar otra vez la vuelta entera al campo. Sobre la esquina contraria, la agitación azulmarino crece por momentos. Un oficial con gorra de plato alza la voz una y otra vez, corrige las posiciones de sus hombres con un grito y luego con otro, después gesticula violentamente y exige velocidad. Quiere que se muevan y que se muevan rápido. Se dirige a ellos igual que lo haría a un equipo de fútbol de muchachos desobedientes o desganados. Los jóvenes agentes se miran entre sí, como si no entendieran la orden o como si las órdenes que llevan oyendo en la última hora y media se contradijeran unas con otras. Pero se apresuran a corregir su posición y seguir al jefe, que los advierte con otro bramido. Tiene motivo para la urgencia: al fondo de una de las calles laterales, precedido por varias motocicletas, asoma el autobús del Aris. La policía se cierra sobre los costados del vehículo. En ese instante, cualquier movimiento de los que estamos allí es reconvenido de inmediato. Sólo se puede retroceder o mirar sin más. El despliegue tiene un tono exagerado. Hay poca gente y casi nadie dice nada. Hoy no vienen aficionados visitantes. Ajenos al despliegue, varios hombres toman capuchino helado en una terracita sitiada por los policías. Capuccino freddo, una de las bebidas más populares en la bochornosa Atenas.

La llegada del autobús del equipo local resulta mucho más tensa, contra todo pronóstico. ¿Por qué? La afición local está decepcionada, y en Grecia la decepción equivale a una posibilidad de violencia: su equipo no ha luchado este año por ningún título, algo inadmisible de acuerdo al concepto que tienen de sí mismos. A la vista de su estadio, el Panathinaikos parece un equipo modesto, trasnochado frente al poder económico de sus dos rivales capitalinos. El AEK disputa sus encuentros en el Spyros Louis, el nuevo estadio olímpico. El campo del Olympiakos en los alrededores del puerto del Pireo se levanta entre modernos nudos de comunicaciones, al sur marítimo de la ciudad. El Panathinaikos dejó el estadio Apostolos Nikolaidis en 1984 para trasladarse al viejo olímpico, pero acabó regresando. Éste es el campo más tradicional del fútbol griego, aunque ya no puede defender esa condición. Bajo la curva este, un pabelloncito de 1.500 espectadores fue en 1959 la primera pista cubierta de baloncesto de Grecia: La Tumba India, lo bautizó un periodista para describir el ambiente opresivo de su interior. El Panathinaikos es un club polideportivo con 21 secciones diferentes. La de basket reúne las mayores glorias del club, pero el fútbol se tiene por el hermano mayor. Y en el fútbol la grandeza parece esquiva. El año pasado, Víctor Muñoz los llevó hasta la final de la Copa contra el Larissa, un equipo modesto del noroeste de la capital, pero perdieron. Este año ha sido un poco peor, suficiente para la escenificación ardorosa de tragedia griega que estamos presenciando... A la cabeza del autocar aparece un pelotón de antidisturbios de aspecto militar: los uniformes de campaña, la severidad de sus equipos, los cascos sobre la cabeza, el control disuasorio. Todo estudiado. Toman la zona como si desplegaran una fuerza de asalto. Ahora sí chilla la gente, los pocos que observan la escena, pero con un énfasis casi interior, sabiendo que la ira se va a perder en el aire de un grito. Los aficionados de fútbol suelen protestar así, conscientes de que sus quejas se pierden por el camino. Nadie puede tocar a las estrellas. En este caso, además, esa afirmación es literal: protegidos por una barrera de uniformes color tierra, cascos y escudos, los jugadores alcanzan la puerta de vestuarios sin novedad y sin bajas en ninguno de los dos bandos. Para acometer una acción contra ese autobús, considero rápidamente, hubiera hecho falta un comando terrorista.

Salimos de nuevo hacia Alexandras, que a esas horas se está convirtiendo ya en el escenario principal: cada vez hay más gente y, sobre todo, cada vez hay más policía. Digamos que el ejército regular multiplica a los rebeldes sin dificultad, pero están intranquilos. Los autobuses cierran ahora también las calles laterales al otro lado de la avenida, lo que crea una especie de zona cero en el frente de la fachada. Una foto gigante de Ferenc Puskas, posando al frente del Panathinaikos subcampeón de Europa  de 1971, observa la escena. El Panathinaikos se metió en la final tras remontar con un impensable 3-0 el rotundo 4-1 que el Estrella Roja se había traído de la ida en Belgrado. Siempre se pensó que la causa de aquella hecatombe yugoslava (hecatombe, por cierto, palabra de origen griego que hace referencia al sacrificio festivo de cien bueyes) estuvo en un sabotaje de los griegos, que habrían proporcionado a los jugadores rivales comida en mal estado. Sin embargo, la realidad era mucho más prosaica, y tanto más ilegal: Despina Gaspari, esposa del entonces dictador Giorgios Papadopoulos, reveló hace algún tiempo que aquel encuentro fue comprado. El Panathinaikos perdería la final por 2-0 frente al Ajax de Cruyff.

Ahora llega el coche del presidente del club, con el aspecto inequívoco del automóvil de un estadista: azulmarino, largo, brillante de cera y con la magnética tintura de los vidrios atrayendo al publico. Esa oscuridad aislante supone, en un escenario como este, una provocación indudable. Varios hombres se aproximan. Los policías toman posiciones, aunque con un cierto desorden. El chófer se baja primero del coche: su aspecto es el de un mercenario del este. Si uno apostase a que va armado y dispuesto a disparar, no se equivocaría lo más mínimo. No se trata de un prejuicio, es una descripción: su rostro está cortado por ese aire de violenta determinación tan previsible en algunos hombres. Llega más público, algunos increpan, otros se enzarzan en una acalorada discusión, a gritos, a la manera griega. En el remolino que circunda al automóvil y al atildado presidente, varios policías intentan mantener separados a un aficionado que está fuera de control y a un compañero de armas que intenta lanzarse contra él. Lo curioso es que no se trata de una maniobra de la autoridad frente a un individuo, como cabría suponer; se pelean verbalmente e intentar llegar a las manos como dos ciudadanos cualesquiera que dirimiesen alguna disputa personal. No se trata de la ley, se trata de la hombría.

Del fondo de la avenida llegan detonaciones y una humareda que se eleva en el aire, sobre la trinchera de camionetas policiales que compone el frente de la fuerza de choque. Son los ultras de la 13. ¿Cuántos? Imposible saberlo. No se les ve, solamente se oye el ruido informe de una turba. Lo único que se ve es policía. El ruido de las botas que se desplazan de aquí allá, tomando posiciones, abriendo arcos de seguridad, arrastrando a la gente a los lugares convenidos. Pero no hay tanta gente. Me llama la atención el tráfico escaso de aficionados. La Avenida Alexandras, donde la afición griega recibió a la selección campeona de Europa en junio de 2004, es un campo de batalla en el que un ejército de hombres combate una amenaza fantasma. Después de dos horas de tensión, entramos al campo. Está tan vacío como destartalado. Me paso el primer tiempo desentrañando la grafía de los nombres griegos en el marcador, un ejercicio que comencé nada más llegar a Atenas y que he perfeccionado con los días, hasta leer casi perfectamente la alineación de los dos equipos en griego: mi compañero de pupitre, un joven local, asiente con un leve gesto aprobatorio. Para cuando la tarde ya se ha desplomado, el empate a cero continúa. Afuera un grupo de policías miran el encuentro en la televisión de una de sus camionetas blindadas. Parecen aburridos o definitivamente cansados. Ni había batalla ni hay partido.

Acogedora como un viejo camino

Acogedora como un viejo camino


Viajar me entristece, supongo que por eso siempre comprendí aquel verso tan hermoso de Neruda, que conocí recitado por una boca muy roja: "Entristeces de pronto / como un viaje. / Acogedora como un viejo camino. / Te pueblan ecos y voces nostálgicas". En los viajes yo no me entristezco de forma súbita, sino de modo capicúa: a la ida y a la vuelta. Tengo un corazón sedentario y un espíritu contradictorio: cuando me voy quiero no ir; cuando regreso deseo quedarme. Es, reducido a su último o primer átomo, la fuente de la insatisfacción. La mañana o la tarde anterior al inicio de un viaje renunciaría siempre a hacerlo, para quedarme en mi casa rodeado de los libros, oyendo música, paseando, haciendo nada, dormir en mi colchón, tal vez. No me importaría perder lo que he pagado por los billetes porque el placer de hacer lo que a uno de verdad le apetece en cada momento no tiene precio. Así de simple. Luego, una vez puesto, estar en otro lugar se convierte en el mejor momento sin comparación. Siempre quiero estar en otro lugar. Es lo que hablamos...

Luego viene la fase de la tensión. A mí jamás me ha ocurrido ni lo más mínimo en un viaje, pero me pongo en guardia antes ya de salir de mi cuarto. De San Francisco a Las Vegas nos cruzamos en el transfer al aeropuerto con una pareja que enseguida comenzó a narrar, en busca de nuestra conmiseración, cómo les habían perdido las maletas en París, cómo habían tenido que irse a la tienda Levi’s y a la lencería tal y al Macy’s, a comprarse un poco de todo; cómo se retrasó el vuelo, las horas de espera en el aeropuerto, cómo tal y cómo cual. Yo me quedé tieso y aguanté la sonrisa mientras le preguntaba al conductor: "¿Y por dónde cae el estadio de los 49ers?". El cerebelo me estaba avisando de un peligro que habíamos de sortear sin contemplaciones. En cuanto pusimos pie en el aeródromo sanfranciscano, largué la orden: "A éstos hay que perderlos que son unos gafes y nos joden el viaje". Y aunque el argumento parezca arbitrario, y vosotros me tacharéis de exagerado, yo os digo esto: en cuanto llegamos a la zona para el control de acceso, los separaron a un lado a los dos y los pusieron en una fila reducida. ¿Afortunados? Ja. Acababan de condenarlos a la hilera de las inspecciones detalladas, con destinatarios elegidos más o menos al azar. Y los cogieron nada más verlos. Conforme nosotros superábamos el área sin novedad, nos giramos para mirar y a los tórtolos les estaban haciendo enseñar hasta los empastes de las muelas. En una ráfaga, imaginé al alegre bilbaíno doblando el espinazo sobre una mesa, mientras rendía su pálida trastienda a los minuciosos dedazos del agente Bull, el único miembro medianamente honorable de una familia desestructurada de Pensacola. Me ratifiqué: "Corre ahora que están ocupados y no mires atrás". El Señor os libre de los viajeros malhadados, amigos.

Hay que viajar porque la mente se abre y se cierra como un diafragma fotográfico. Hay que viajar para huir y regresar. En el vuelo de salida en Barcelona, una azafata ha dado las instrucciones previas al despegue en dos idiomas: el catalán y el inglés. A la llegada a Atenas, la misma azafata ha dado las instrucciones previas a la toma de tierra en dos idiomas: el español y el inglés. Si el pasaje era el mismo, me pregunto por qué el cambio. La distancia convierte algunos prejuicios en pura y llana estupidez, que revela lo innecesario de ciertos empeños tan de moda en España y sus alrededores. Viajar enseña muchas cosas.

Atenas sigue donde estaba la primera y la última vez que la vi. Si os digo que descorro la cortina de una modesta habitación y al frente se levanta la colina de la Acrópolis, con el perfil del Partenón, me vais a considerar un pequeño privilegiado. Recuerdo bien la primera vez que levanté la cabeza desde los cafés del área de Monastiraki, a donde he regresado, y vi los templos de mármol iluminados de ámbar. Esta tarde he paseado por ese Montparnasse cauto de refinamiento, en el que los hombres atenienses toman capuchinos fríos en vaso alto y los perros atenienses se desperezan al sol acostados sobre el cálido asfalto, o patrullan las callejuelas con un trote animoso de pandilla juvenil. En pocos días comienza la Pascua Ortodoxa, uno de los acontecimientos religiosos principales del país. Me encantan las iglesias ortodoxas y sus frescos bizantinos en los muros, las cúpulas muy redondas y el ladrillo de fuera, y las velas que ofrecen los fieles a la entrada, antes de santiguarse dos veces. Pienso meterme en todas las iglesias que encuentre.

Atenas sólo adquiere nobleza en la reconstrucción de su pasado clásico; y hermosura en el inabarcable horizonte de casitas que se extiende y observa desde las balconadas de la Acrópolis. La tengo por una ciudad repetida de encantos discretos, aunque formidable por su condición mítica y por algunos espacios que conforman la memoria colectiva de la cultura occidental; o la cultura occidental, a secas. Más allá de la antigüedad, me gustan los taxis amarillos y los taxistas que sobreponen una agradable conversación a ese aire pesaroso que los enmarca: en Atenas todos los taxistas parecen a punto de entristecer, como si no condujeran para deshacerse de alguna nostalgia. Mientras conducen, muchos hacen girar sobre sus dedos una especie de pequeño rosario que enroscan y desenroscan continuamente en el índice, en un juego de apariencia hipnótica por el que les he preguntado. Ese amuleto está en todas las partes, en todas las manos, girando sobre todos los dedos: se trata de un método tradicional, o tal vez cabalístico, contra el vicio del tabaco. Una forma de combatir la sugestión de la necesidad o del gesto adquirido. El griego está sin desbastar. Y eso me gusta.

Grecia no está entre mis lugares preferidos, pero me recuerda a la España de los 80 y me hace sentir en qué país tan avanzado y previsible nos hemos convertido. Si alguna vez consideramos que nuestra condición geográfica nos hacía diferentes y mejores, va siendo hora de advertir esto: somos cada vez menos mediterráneos.

Un amigo a mano

Un amigo a mano

En mis primeros días en Londres solía oír mucho Viva Hate, el mejor álbum que Morrissey ha hecho y hará. Me gustaba el aire decadente, nostálgico y culpable de sus canciones, seguramente porque de un modo muy poco esteticista yo me siento decadente, nostálgico y culpable. De ese disco me atraía la tristeza de los días perdidos en Late Night, Maudlin Street, porque yo me había ido de mi casa y la melancolía siempre se me ha dado muy bien. No tanto como la conservación de las amistades, que tiene algo de arte de la constancia que quizás yo no he sabido valorar bien, y por eso he dejado atrás etapas como he dejado atrás amigos que llenaban esas etapas. Como perdí mis juguetes de niño o las ropas de la adolescencia. Si algún día la señorita Freud alcanza esa profundidad de inmersión, me gustaría saber cómo se explica algo así en mí, que siempre he tenido pasión por mis amigos. Por eso había otra canción de ese disco de Moz, Break Up The Family, en la que celebraba con un grito la línea que dice: "Let me see all my old friends / Let me put my arms around them / 'cause I really do love them / Now... does that sound mad?".

He sabido la conveniencia de tener al menos un amigo argentino y otro inglés, porque te enseñan mucho acerca de la naturaleza de la amistad. Los argentinos practican una modalidad casi enfermiza, exigente, comprometida, arriesgada, pasional, duradera y gestual. Son proclives a decirte la verdad, pero nunca los crees porque está envuelta en una cantidad inagotable de bromas y excesos que desanudan la rigidez del conjunto. Así que no les crees ni les haces caso, pero te diviertes. Los ingleses están al otro lado: son amigos fiables pero contenidos, le ponen racionalidad a la relación, son honestos, formales, exigentes de otro modo, nada complacientes, escasamente físicos pero muy confiables porque actúan como una suerte de espejo de la verdad: a menudo te dicen lo que no quieres oír, como si no te conocieran de nada. Entonces te lo tomas en serio.

Cuando regreso a Londres me pregunto qué harán los amigos que tuve en Londres: Jose (sin acento porque él era franco-portugués o portugo-francés, yo qué sé), Tony, Dennis, Carl, Ebenezer, John, Carl o el gran Zack. La última noche reuní a algunos de ellos en mi apartamento de una habitación en Ridgeley Road. En viajes posteriores ("yo siempre vuelvo a Londres", les prometí) volví a verlos. Pero después pasé unos cuantos años sin regresar y se perdieron los teléfonos, decayeron las direcciones, se pelaron los cables del recuerdo, pasaron cosas peores o mejores que amontonaron el tiempo y el polvo a este lado. El otro día fui al hotel en el que trabajé y entré en la recepción para preguntar por alguno de ellos. El lobby me pareció pequeño, mucho más contenido de lo que yo lo recordaba, como si perteneciera a una imagen lejana de mi infancia, cuando el desequilibrio de las dimensiones varía nuestra percepción sobre el tamaño de las cosas. Dos portales más allá vivió Benny Hill. En el hotel conocí al señor Depas, un americano de ascendencia inconcreta que me ofreció visitarlo en su apartamento de Manhattan. Me pareció una posibilidad insuperable, aunque jamás hubiera sabido de qué hablar con él. A Depas le dio un paro cardíaco durante una de sus frecuentes estancias en el John Howard y se pasó varios meses ahí, recuperándose. El señor Depas dejaba buenas propinas y me trataba como trata un caballero a los empleados de su hotel de confianza: con cuidado afecto y cuidada exigencia. El señor O'Malley era otro habitual al que uno podía tenerle terror, y no porque no fuera amable. Pero en cierta ocasión trajo a su familia, incluidos un par de pequeñajos, y se clavó una semana o diez días pidiendo helado cada media hora para los niños. Literalmente cada media hora: saca la tarrina del arcón de congelación, peléate con el scoop para obtener dos hermosas bolas redondas de aquellos pedazos graníticos de hielo de colores, soporta la impaciencia de O'Malley (que soportaba a su vez la impaciencia de los churumbeles), barquillo de galleta, bandeja, sube, que no se derrita en el viaje, baja, guarda todo y... a los diez minutos vuelta a empezar. Hubo una tarde de domingo que pensé que O'Malley me quería gastar una broma pesada. No sé la cantidad de helado que debieron de comer esos niños zangolotinos, pero aún deben estar haciendo la digestión, los jodidos.

Esta vez no he encontrado a nadie, ninguno de mis amigos. Los he recordado, pero tampoco los he buscado. Llamé a Sean y contestó Sean, pero no era Sean. Era otro Sean. Casualidades telefónicas. ¿Dónde estará Sean? ¿Dónde estará Gaile? Dennis murió, con su incomprensible acento irlandés murmurado entre dientes, la cara apergaminada y el pelo con un tupé como de chico Gene Vincent en los 50. ¿Dónde estará Dennis O'Sullivan, el emigrante irlandés que sabía todo sobre Londres? El fin de año en Londres tiene el aspecto enloquecido del fin de año en cualquier gran ciudad, con riadas de gente que baja hacia el Támesis para ver el castillo de fuegos artificiales con el que el alcalde Livingstone (supongo) felicita a sus conciudadanos. El London Eye de fondo. Desde Bloomsbury, el barrio de los literatos, el distrito donde vivió Charles Dickens (cuya casa-museo se puede visitar), la noche de fuego del río se reflejaba en el cielo con un resplandor lejano, ocasional. En la distancia todo ocurre diferido, como si no fuera verdad. No es fin de año aquí porque no estás; no es fin de año allá porque no lo sientes. ¿Para qué el tiempo? Esta noche quiero ver a todos mis amigos, como Moz.

Casi daba por perdida la posibilidad de encontrar un pub en el que no celebrar el nuevo año con unas pintas. El de debajo y el de enfrente habían cerrado. Pero a la vuelta de una esquina de Russell Square apareció un local abierto, acostado sobre el lado sombrío de un callejón sin salida, animado pero sin aspavientos; uno de esos establecimientos atemporales en los que cualquier noche parece la misma noche, y si uno quiere puede serlo. El lugar está abierto desde 1735 y Oscar Wilde lo tenía por una de sus guaridas durante los seis años que pasó en la ciudad, pero eso lo he sabido después. Quizás aquí vació algunas cervezas (u otros licores transparentes o coloridos, más adecuados para un diletante como él) para ahogar el recuerdo dublinés de Florence. O tal vez, en el espacio que va entre un trago y otro, reparó en la condición intercambiable de la hermosura, que es un agregado de nuestra mirada, y se fijó en Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina Victoria con la que se casaría y tendría dos hijos. El lugar estuvo abierto hasta las tres de la mañana en punto. No hubo campanada, pero sí los gritos de aviso: "Drink up, lads... drink up!". El cartelón de fuera mostraba a un perro grandote, un San Bernardo con un barrilito bajo la papada. Con esa mirada triste que le recuerdo al señor Depas, de Manhattan. El sitio se llamaba Friend at Hand. Y fue un amigo a mano en medio de la noche.

La princesa diana

La princesa diana

El inagotable espíritu pionero de los ingleses podemos advertirlo en sus hechos de guerra, en las salas del Museo Británico (el lugar más fascinante de todo Londres) y en la invención de los principales juegos y deportes practicados por el hombre moderno. Podemos agradecerles el fútbol y el rugby, por ejemplo, con el mismo entusiasmo con el que celebramos a Dickens, Wilde, Chesterton y el doctor Johnson. A la espalda de esos ingenios tan sonoros, tan populares, quedan otras prácticas típicamente inglesas que, de tan simples, resultan del todo crípticas para el observador de ultramar: me estoy refiriendo al cricket y sus monótonos partidos de cinco días (que a mí me gusta, de todos modos), el snooker (divertida variante del billar) y los dardos. La otra tarde estuve viendo la final del campeonato del mundo de dardos en Sky Sports, y me pregunté por qué estos tipos son capaces de convertir en espectáculo algo tan sencillo; sobre todo me pregunté a qué espera Aragón TV para montar, patrocinar, emitir en directo y narrar un campeonato del mundo de guiñote. Basta de deportes convencionales. Tú organizas un torneo de guiñote en cualquier bar de la ciudad y la gente se apunta como al roscón de San Valero en la plaza del Pilar. Así que sólo hay que buscar recinto y organizar una jerarquía. Esto lo dice uno de los tres aragoneses (no puede haber más) que jamás en su vida ha jugado una partida de guiñote. Aprendí las reglas un día de adolescencia en el colegio y a la mañana siguiente ya las había olvidado.

Es lo que ocurrió con los dardos. Que de ser un juego de pub se ha convertido en un deporte profesional del que me gusta todo. Pero todo, todo. Desde luego el ambiente de pub, que se mantiene: durante este campeonato, celebrado en el Alexandra Palace de Londres, se ha calculado una media de siete pintas diarias por persona y sesión. No está nada mal. Me gustan las camisolas enormes y los cuerpos de pera de la mayoría de jugadores (los hay flacos, pero componen una excepción), sus rostros a veces patibularios o de oronda amenaza. Me gusta la diversión del público, que desde las mesas come, bebe y rotula cartelitos de apoyo a su jugador preferido para exhibirlos frente a las cámaras, y los hay verdaderamente ingeniosos. Me gusta, mucho, el elemento que canta las puntuaciones con esa entonación tan especial, alargando las cifras y celebrándolas con un grito muy singular. Y me gusta la facilidad con la que los tipos meten triples 20, con la aparente naturalidad con la que clavan el dardo en el ojo de la aguja, y la velocidad mental con la que calculan de forma automática las combinaciones necesarias para cerrar en cero el juego al 501. Jugar a los dardos divierte a cualquiera. Pues a mí aún me gusta más ver los dardos.

Cuando vivía en Londres mi jugador preferido era un tiparraco con cara de malo, camisas hawaianas o con flamencos rosas estampados sobre negro: se llamaba y se llama Peter Manley, un mal perdedor al que durante años abuchearon en cada partido por haberse negado a darle la mano al tatuado Phil the power Taylor, uno de los popes del mundo de la diana, después de que el gran campeón le metiera entre pecho y espalda un doloroso 7-0 en una final del campeonato del mundo. Manley es un jugador sucio, puede que en más de un sentido. Tiene un cierto aspecto de higiene descuidada, para qué negarlo, y además no es raro que se líe en intercambios poco flemáticos con el otro jugador, como le ha ocurrido en varias ocasiones en el Las Vegas Desert Classic, un torneo mayor del circuito profesional. Cuando la gente lo increpó por su comportamiento, dijo aquello tan frontal: "Me importa muy poco lo que piense la gente de mí: lo que me importa son las 25.000 libras que me he metido al bolsillo". Encantador. Luego se casó en la capital del juego con una jugadora de dardos de su talla y aficiones. La primera vez que vi jugar a Manley a mediados de los noventa quedé prendado. No fue por nada; fue por un cartelón que levantó una chica rubia de entre el público, una chica de esas fronterizas, del tipo Dolly Parton. El cartel decía: "Peter, you're so Manley!". Un juego de palabras entre el apellido del jugador y el término manly (varonil). Pensé que la muchacha debía de tener el camión aparcado afuera.

En el pub en el que vi la final del otro día entre Kirk Shepherd, inglés, y John Part, canadiense y ya doble campeón del mundo, había indisimulado entusiasmo. Kirk Shepherd es un muchacho de 21 años que empezó a jugar a los dardos cuando tenía nueve, de la mano de su padre, y se quedó enganchado. A los 13 se lo tomó en serio, si es que alguien puede tomarse algo en serio a una edad tan impropia como los 13 años, que están a medio camino de todos los lugares de la vida. Al mismo tiempo se aficionó a otro deporte tan disímil como el karate y llegó lejos: es cinturón negro segundo dan. O sea, que si te agarra con una patada voladora te desenrosca la cabeza. Pero el joven Kirk había quedado atrapado por ese espíritu fondón y un poco tabernario de los dardos y siguió practicando y bebiendo, bebiendo y practicando. Conforme más le crecía la barriga, más afinaba la muñeca. Cuando entró en los 20 estaba lejos de los grandes circuitos. The Independent le dedicó las dos primeras páginas de su sección de Deportes del día de Año Nuevo y Shepherd reconocía estar harto de su trabajo. Es obrero del metal en una empresa de Kent. "Lo odio, si pudiera no volvería mañana", le dijo al periodista sin pedir el off the record. Shepherd, cenicienta de pelo pincho y camisola blanquinegra, ha vivido unos días de ensueño a fuerza de hacer volar dardo sobre dardo. Las casas de apuestas no contaban con él ni para repartirse las sobras, pero sorprendió a todo el mundo desde las fases clasificatorias hasta alcanzar la final del mundial. Antes de estos días de gloria era apenas el número 140 del mundo y quería ganar las 100.000 libras de premio del torneo para dejar el trabajo, vivir de la princesa diana y llevarse a sus padres y a su novia de vacaciones unos días (lo que no suele ser buena idea, pero eso aún no lo sabe porque tiene sólo 21). Cuando intentó calzarse el zapato de cristal, lo partió por el medio.

Todo sus anhelos juveniles se le vinieron encima en la final, en la que John Part no le dejó meter la cuchara. Lo derrotó por 7-2 y el chico Shepherd mostró al final la vulnerabilidad de unos nervios poco adultos. En un juego de precisión loca como los dardos, una duda interior significa la derrota. Kirk Shepherd lloró después de perder, se abrazó a sus padres, agradeció con palabras entrecortadas el jubiloso apoyo de los beodos que vieron la final en directo en el Ally Pally; y se metió al bolsillo, figuradamente, un cheque gigantesco de 45.000 libras. Con eso le da para las vacaciones. Si no acaba en Mallorca o en Tossa de Mar, ni bien ni mal. Después de hacer diana de esa manera no lo veo yo regresando a la fabrica de aceros. Sobre todo si su jefe lee el Independent o no le gustan los dardos...

[Foto: Kirk Shepherd celebra un puntazo bien dado. El tipo del fondo, el pelado de la cabeza granítica, es el speaker que canta las puntuaciones. Un fenomeno digno de la película Lock&Stock and two smoking barrels...].

El ejército silencioso

El ejército silencioso


Empecé a creer en los alienígenas durante mi conocida estancia en Londres entre 1994 y 1995, a raíz de algunos avistamientos en el bar del hotel en el que trabajaba. Bastaba observar el comportamiento de ciertos huéspedes estadounidenses para hacer esta constatación: los yanquis vienen de otro planeta paralelo al nuestro. Una realidad superpuesta a la del resto del mundo, digamos... Ahora, los que sí se puede decir que habitan en una dimensión ajena son los japoneses. Comencé a observarlos con detenimiento en las comidas que servíamos con frecuencia a grupos de turistas de aquel país en nuestro restaurante. El menú, cerrado y reiterativo, cumplía la misión de hacerlos sentir ciudadanos ingleses por un rato: ensalada de marisco, roast-beef con salsa de rábanos picantes y macedonia de frutas con crema. Naturalmente, lo único inglés del menú era el roast-beef, porque la gastronomía inglesa completa cabe en un solo plato; el entrante igualmente hubiera podido componerse de la gloriosa sopa al cuarto de hora que hace mi madre y el postre, un brownie con corona de helado de vainilla como el que manufacturan en el Vip's.

Lo primero que me llamó la atención de los japoneses fue su férreo sentido del tiempo. El tiempo es subjetivo en todas partes excepto en Japón, donde lo han objetivado con todas las de la ley. Cada instante ha de estar subrayado por su concurrencia con una hora y minuto concretos. Salirse de esos límites implica un drama, y no exagero. Esto lo explica de maravilla George Harrison (ya sé que se murió, pero de los Beatles hay que hablar siempre en tiempo presente) en la serie de dvds que componen la Beatles Anthology. Harrison relata con humor inglés el acerado programa de movimientos que los japoneses les tenían organizado durante su primera gira en Japón, cuando tocaron en el Budokan en julio de 1966: "Nos decían: a las 6.09 una persona de la organización llamará a la puerta de su habitación; a las 6.10 abandonarán la habitación; a las 6.12 tomaremos el ascensor; a las 6.14 el ascensor llegará al hall del hotel; a las 6.17 el coche saldrá de la puerta del establecimiento; a las 6.20...". George hace una pausa en el relato y entonces dice, con gesto inmutable: "Así que cuando a las 6.09 llamaron a la puerta de la habitación, decidimos no abrir...". Ese sencillo gesto o un mínimo retraso (tan occidental) supone para los japoneses una hecatombe difícil de solventar. No sé si han visto la serie de relojes reblandecidos de Dalí; si lo han hecho, no creo que la entiendan. Cuando uno recorre un lugar embutido en un grupo de japos (a mí me ha pasado, como contaré un poco más tarde) puede rozar la desesperación: si les dicen que tienen tres minutos para ver tal cosa, a los dos y medio ya están todos sentados de vuelta en el autobús. Dan ganas de pegarles un tsuki en la cabeza. Continuamente te hacen sentir un depravado occidental por querer robar tiempo para deleitarte en la maravilla que has ido a ver. A ellos eso no les interesa. Los japoneses no miran, los japoneses fotografían.

La otra condición más curiosa de los japoneses consiste en su facilidad para dormirse en cualquier lado. Pero literalmente en cualquier lado. Mientras repartía y retiraba servicios, en aquellos días del John Howard, me dí cuenta de que a menudo comían en absoluto silencio, incluso en una misma mesa. Jamás se hablaban unos a otros. Entre plato y plato, además, muchos rendían la cabeza mínimamente sobre el inicio del pecho, cerraban los ojicos y se quedaban sopas con una entereza gestual llamativa. Nosotros, los de este planeta, no podemos quedarnos dormidos en una silla y mantenernos rectos; o nos rompemos el cuello en una caída lateral o bien partimos la mesa de un frentazo en el momento de entrar en la fase REM del sueño. Los japoneses no. Los japoneses se quedan envarados en el sitio, sin zozobrar ni un centímetro para ningún lado. Al verlos yo pensaba que los tipos estarían meditando o concentrándose, porque los japoneses se concentran mucho y por eso tienen ese ojo rasgado, digo yo. Años después supe que no era eso: se duermen. Los tíos se duermen. Me han contado también la situación inversa, una comida de occidentales en Japón, en la que se observó que los propios camareros que están sirviendo la comida aprovechan los tiempos muertos del servicio para, de pie, cerrar los ojos y dormirse un rato.

Cuando nos subimos en aquella avioneta desde el Gran Cañón hasta Monument Valley y la vimos repleta del ejército silencioso japonés, yo me acolloné. Luego me pasé el vuelo en una emocionada ponderación de las hermosuras del Desierto Pintado visto desde arriba, y la emoción me inflamó al ver las mesas del Valle de los Monumentos. Todo ese tiempo, los japoneses durmieron. Pero no uno, dos o cuatro de los que iban, oye, que todo el mundo tiene derecho a haber pasado una mala noche y recuperar sueño en una esquina; no, se durmieron todos; pero todos, todos. En un momento dado el piloto sacó la cabeza por la portezuela de la cabina (el aparato era tan pequeño que podías hablar con él como si fueras en el 23 al Actur) y se encontró a una fila de japoneses amorosamente clapados unos al lado del otro. Sólo los dos occidentales le devolvimos la mirada. Lo más curioso es que se despiertan ellos solitos, sin que nadie los avise y sin necesidad de programar el Casio de siete melodías. Eso me parece lo más notable. Entran y salen de la modorra sin estadios intermedios. El doctor Reyes y yo nos dormimos ayer al regreso de Watford en el metro y luego anduvimos como zombis durante un buen tramo de la tarde, con una galvana que no acertábamos ni a descifrar las direcciones en el metro, distinguir el norte del sur o relacionar los nombres de las líneas con sus colores...

El último grito del viajero japonés que he observado estos días consiste en la incorporación del trípode fotográfico en el equipo de viaje. A los pies de la Torre de Londres, dos muchachas japonesas se hacían fotos con el automático y un trípode que les venía de miedo. Es obvio que el gran problema de las fotos self hacérselas consiste en dónde poner la cámara. Y como a los japs no les debe de gustar andar pidiéndole al primero que pasa el favor de que te dispare una placa, han resuelto tirar de trípode y olvidarse del problema. Siempre van por delante. La otra mañana se nos ocurrió ir a desayunar a Harrods sin caer en que estamos en tiempo de rebajas navideñas, y aquello parecía el zoco de Rabat en hora punta. Otra cosa no habría, pero japoneses... Habían tomado la sección de bolsos de Gucci al asalto y tenían sitiado al personal con una compra colectiva de artículos que llevaron a cabo con la misma convicción con la que hubiesen invadido Guadalcanal. Porque hay otra cosa: si uno de ellos (los hay con iniciativa propia, pero suelen ser unidades perdidas en el grupo) se compra un bolso Gucci, todos los demás van y se compran de inmediato un bolso Gucci. No es que se paseen por allí y decidan de forma individual, no; lo que hace uno, lo repiten todos. Es la seguridad que da el grupo. El gregarismo absoluto. Cuando en Monument Valley nos entraron a comer un clásico taco navajo, los japoneses se quedaron en la puerta mirando las mesas vacías. El guía japonés que dirigía el grupo se debía haber ido a mear un momento, o bien estaba tan americanizado que se le olvidó decirles a sus compatriotas dónde podían sentarse. La encargada del local dijo lo que diría cualquier occidental: "Siéntense donde quieran, no hay problema". Pero los japoneses se quedaron petrificados: ese 'donde quieran' significaba para ellos un precipicio sin fondo, un salto al vacío de la voluntad personal. Ninguno se movió. Es más, con pasitos cortos se fueron apretando unos contra otros hasta formar un cuerpo único, metafórico comportamiento, como si temiesen que alguien les pegara un manguerazo represivo. Nosotros agarramos la bandeja y avanzamos hasta la mesa. Detrás, ordenadamente, uno por uno, los chicos del sueño ligero se decidieron a ocupar todas las restantes. Les salvamos la vida con un arranque de decisión que debió alucinarlos.

Los japoneses son ese batallón callado (aunque los hay jóvenes, extravagantes y ruidosos), ese compañero de viaje que todos tenemos allá donde vayamos. Están por todas partes. En Hawaii no sólo están, como ya conté en otra ocasión, sino que se han quedado: componen el segundo núcleo de población más importante del estado, por detrás de los propios estadounidenses y muy por delante de los nativos hawaianos, de los que quedan más bien pocos. La llegada del hombre blanco y sus enfermedades los diezmaron de manera dramática. Me pareció muy curioso que fueran precisamente los japoneses quienes habían colonizado Hawaii con su callada presencia. Sólo ha habido un lugar de todos los que he estado en el que apenas vi japoneses: el puerto de Pearl Harbour. Y los que van se mantienen bien despiertos. Memoria sí tienen.

La ciudad de la luz

La ciudad de la luz


Los nuevos palacios de cristal de Londres, vistos en un atardecer invernal. El Crystal Palace fue el símbolo central de la Exposición Universal que la ciudad celebró en 1851. Ahora, estos edificios traslúcidos iluminan la noche al sur de la City y confieren a Londres -que alberga varios proyectos de rascacielos en el área este- un aspecto desconocido durante décadas. Una nueva hermosura de futuro.

Bravo Defensor

Bravo Defensor


Jamás había puesto los pies en una casa de apuestas, que yo recuerde, y menos en una casa de apuestas en Londres. Hay otro lugar que tampoco había pisado: el interior del Tower Bridge, el puente de la torre, enseña permanente de Londres y tal vez uno de los monumentos que más hermosos me parecieron siempre en esta ciudad. Quizás el más hermoso. La otra tarde recorrimos la orilla sur del Támesis desde Westminster Bridge, a los pies del Big Ben, hasta Tower Bridge. Aunque pueda parecer increíble en un hombre que ha estado en Londres tantas veces antes, esa larga caminata que nos dejó molidos me permitió descubrir muchas cosas nuevas en el nuevo Londres, el que surgió en estos últimos años; un Londres remodelado para integrar la orilla sur del río en el mapa. El sur también existe. Era el hijo olvidado de esta ciudad. Primero la Tate Modern y luego el London Eye han equilibrado el centro de gravedad; bajo ese impulso, el portentoso National Film Theatre y los edificios acristalados que ahora iluminan las dos riberas a los pies de la City han tomado una nueva dimensión y se la han entregado a la ciudad. Los perfiles están variando. Londres ha multiplicado sus perspectivas.

Terminamos, decía, en el Tower Bridge. Me sorprendió el cambio que ha dado la zona de la Torre de Londres, a cuya espalda se levanta el Gherky, del que ya hablé, y nuevas arquitecturas diáfanas que mezclan en un mismo plano la fortaleza medieval y el nítido perfil de esos edificios que parecen sostenidos en el aire. Una pista de hielo en el foso de la torre completaba estos días el conjunto. Alegres destellos anaranjados de patines cuyas cuchillas trazan estrías, sobre el fondo de ese castillo que fue mazmorra, dependencia militar, acuartelamiento, sede institucional, complejo de tortura o cámara de ejecución. Y ahora cofre del tesoro real, las joyas de la corona Windsor, una exhibición kitsch sobre el lado más aburrido de la riqueza. Previo pago de seis libras, todas ellas esterlinas, las tripas del Tower Bridge revelan en una sencilla exposición la maravilla de ingeniería que significó la construcción del puente, concebido por Horace Jones para aliviar el tráfico rodado de finales del siglo XIX en la entrada y la salida hacia el Londres comercial. Los arquitectos e ingenieros hubieron de conjugar la solución para ese problema con la obligación de no cerrar el puerto al tráfico naval, entonces absolutamente vital para el crecimiento y desarrollo de la ciudad. De ahí el poderoso sistema hidráulico diseñado para elevar el tramo central del puente, sin interrumpir el posible tráfico de peatones gracias a las pasarelas superiores. Un ingenio rematado con la cobertura de conceptos arquitectónicos clásicos, lo que le otorga al Tower Bridge esa clara hermosura del granito traído desde Cornualles.

Pero yo no quería hablar de ingeniería, sino de juego. De William Hill, una de esas firmas en cuyos locales uno puede aligerar los bolsillos y la tarjeta de crédito con alegre facilidad. El doctor Reyes y el hombre somniloquio regresamos de un partido de no sé qué división en Brentford, al suroeste de Londres, y decidimos jugarnos unas libras a los perros. A las 6.16 de la tarde había carrera en Newcastle y en el televisor de la casa de apuestas. Cinco canes cinco, podencos afilados como cuchillos, eran conducidos por sus entrenadores hacia el cajón de salida. Los momentos así no están hechos para hombres irresolutos. En atención a mi desvirgamiento en el asunto del juego (yo pasé por Las Vegas sin meter una moneda a una sola máquina), Reyes me concedió el derecho de elegir el galgo sobre el que íbamos a depositar la esperanza de tomarnos unas pintas de gañote. Y quién sabe si también una cena. Era cosa de acertar. Necesitaba dos números de entre los cinco participantes. Examinados los nombres, no tuve dudas: el animal número tres: Brave Defender. Bravo Defensor. Sin dudarlo, le di la orden a Tchami: "Todo a Brave Defender... con ese nombre, ese perro tiene que tener dos cojones". Reyes, por su parte, amplió la apuesta con una segunda opción. Como no llevaba las gafas de lejos para examinarles los cuartos traseros a la jauría, eligió a ojo: "El número 2", dijo convencido. Traté de reconvenirlo: "Mira a ver, que ese se llama Lucy y Nora y con ese nombre es para desconfiar. A ver si va a ser medio maricón o de personalidad bipolar...", le advertí. Pero Reyes ya estaba en la ventanilla depositando la apuesta. Y los perros se agitaban en el cajón de salida. Bravo Defensor. Ese era el nuestro.

La salida fue desordenada. Ahora mismo no recuerdo cuál de todos tomó la cabeza, pero Brave Defender desde luego no estaba entre ellos. Claramente se trataba de un bicho con deficiente puesta en acción, pero eso no significa nada. También Tyson Gay tiene que mejorar su salto desde los tacos y luego es capaz de acelerar cuando a los demás los atrapa la fiebre del láctico, a partir de los setenta metros de carrera. "Brave Defender se paga cinco a uno... no está mal", consideró Reyes, mientras yo trataba de encontrar al muchacho en la pantalla del televisor. Los cinco perros cabeceaban en el esprint como una nave frente a la tempestad en alta mar, exhibiendo una combinación de motricidad anatómica fascinante. Mi abuelo solía llevarme de crío al canódromo de Miguel Servet, ahí donde ahora han hecho un parquecito a la orilla del Huerva. Nos pillaba tan cerca de su casa y era una manera tan entretenida de pasar una mañana, que las visitas a ese lugar (impensable hoy en esta ciudad tan previsible en la que se ha convertido Zaragoza) constituyen un recuerdo perdurable en mi memoria.

A la entrada de la primera curva, el Bravo Defensor llegó en el vagón de atrás, pero estaba todavía por mostrar su mejor versión. Si alguien le dio ese nombre no sería por nada. Tenía que ser uno de esos perros que no dan un balón perdido ni una hembra por imposible. Y sí, estábamos en lo cierto. Como el gran Michael Johnson, que mataba a sus contrincantes en la curva de los 200 lisos, Bravo Defensor apretó los cuartos traseros, cerró esfínteres y comenzó a recuperar terreno en el primer giro de la pista. Al mismo tiempo que metía un cambio de ritmo colosal, pude observar con emoción cómo en esa punta de velocidad enloquecida el perro variaba su trayectoria y se atrevía a iniciar una arriesgada maniobra. El jodido quería coger la cuerda. Un atajo. Lo vi rebasar a un rival y afrontar a otro. Antes de salir de la curva podía asomarse a la tercera posición, y mejorarla en los siguientes metros con la compensación de su nuevo lugar en la carrera. Me sentí orgulloso de Bravo Defensor: ese perro tenía algo en la cabeza, no se puede negar. Estaba corriendo con más inteligencia que Juan Carlos Higuero... El número 5, ahora lo vi con claridad, era el dominador de la prueba. El dorsal 1 venía detrás. Los otros tres -incluido el invertido que se hacía llamar Lucy y Nora- metían cuello como muchachos en celo para salir adelante y afrontar la recta en posición ventajosa.

Lo siguiente ocurrió muy rápido. Ya dije que la maniobra del bueno de Brave Defender tenía sus riesgos. Desgraciadamente, la valentía no se paga bien en las casas de apuestas. Conforme alargaba los músculos y equilibraba su lánguido cuerpo para la larga recta, Bravo Defensor se encontró con el destino. La potencia sin control no sirve de nada. El perro debió sentir un toque, si es que los perros sienten algo y menos a la velocidad que llevan esos bichos sobre la arena. Sintió un toque en las patas anteriores, tal vez sobre la rodilla. De inmediato se supo perdido, aunque quiero pensar conmiserativamente que no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que había de ocurrirle. Pero ocurrió. Lo siguiente que vi fue a Bravo Defensor rodando por el suelo con esa violencia desaforada con la que ruedan las rocas cuando se desprenden ladera abajo. Mi Bravo Defensor ya no era un perro, era una bola de cañón hecha de carne prieta y pelo ralo, un guiñapo disparado a rastras por el suelo del canódromo de Newcastle. La carrera siguió adelante, el grupo alcanzó la siguiente curva y el número 5 impuso su musculoso final para llevarse la victoria. Un tipo de rasgos orientales gritó al otro lado del local, celebrando su triunfo: "Yeessssss!". En la repetición frontal de la llegada, pude ver en detalle el emotivo desempeño de Brave Defender: descabalado por el hostión que acababa de darse, aún tuvo pitera para ordenarse en pie sobre sus cuatro patas y terminar la carrera, echando el bofe y quizás vencido por un herbor de vergüenza, a diez o doce metros del resto. Un final patético. Ganar no ganó, oye, pero ese perro te digo yo que tenía un par de cojones...

[Foto: Parklife, el extraordinario primer álbum de Blur, tenía una portada inolvidable. Dejo la canción en el enlace para apreciar el deliberado acento londinense de Damon Albarn y aceitar el recuerdo del perro que rodó como una pelota, para vergüenza de toda la ciudad de Newcastle].