Uno de los nuestros
La muerte quizás no sea más que la demostración final del paso del tiempo. Once años aún son pocos para tener ya un campeón muerto. Sergi López, vencedor de la Recopa en París, fallecido el sábado en la violentísima circunstancia de una decisión. Sergi tenía 39 años y tal vez nadie ganó la Recopa de París o la victoria del 94 sobre el Celta más de lo que lo hizo él. Porque Sergi nunca fue un futbolista al uso, siempre lo asistió una conciencia que los futbolistas sólo alcanzan en rarísimas ocasiones: el significado de su ejercicio cotidiano para los aficionados. Sergi no era exactamente un jugador de fútbol, o no era solamente eso. Más que nada, su naturaleza correspondía a la de un hincha en camiseta de jugar, un hincha de corto que durante la semana se entrenaba con el equipo y los domingos salía a la cancha, quizás lamentando la imposibilidad de ser al mismo tiempo uno de la grada y uno de los que aclama la grada. Cualquiera se ha soñado jugando con su equipo. Sergi alimentaba el anhelo inverso. Y así, en cada victoria encontraba dos victorias: la del futbolista y la del aficionado. Cuando los triunfos se hicieron enormes, él reunió sus dos condiciones íntimas en el balcón del ayuntamiento o en el autobús descapotado que recorría las calles.
"Se ha ido el alma de la Recopa", me resumió Xavi Aguado en un mensaje entristecido del móvil. Hace año y medio, el día en que se cumplían diez años de la noche de París, Nayim me relató quién era Sergi en aquel vestuario de amigos campeones. Recordó la larga madrugada del 10 de mayo del 95, que Sergi pasó cantando en el vestuario tras el partido, en la cena de campeones, en la fiesta por París, en los pasillos del hotel, en la terminal del aeropuerto a la mañana siguiente, en el avión, en el autobús sin techo, en la balconada frente a la gente. Cantaba a través de un megáfono e interminablemente repetía: "Fu, fu, fu, Cafú, Cafú, Cafú". Sus compañeros terminaron exhaustos del grave bufido gamberro del instrumento. Para Sergi, la alegría de la victoria tenía esa forma irreverente. Él era uno de los nuestros: "Somos los hinchas más radicales / somos los ultras más fieles y leales / el Zaragoza, hoy va a ganar / y el fondo norte no para de cantar...".
Demasiadas lesiones para un cuerpo frágil, para un cuerpo de estilista, para una mente insegura. Y muchas más cosas que desconocemos y no nos incumben ni solucionarían el enigma final de su partida. En el campo lo acechó la desgracia en formas muy concretas. Afuera lo aguardaba un rumor de oscuridad incomprensible, abstracta como la tristeza o la alegría. En los últimos años parecía fácil imaginarlo en Buenos Aires, donde residía, mezclado con los monos en las tribunas más bullangueras y crueles del planeta. Sergi en un cantito aprendido sin dificultad, Sergi agitando rítmicamente las manos entre la muchedumbre de manos repetidas, Sergi impostando el seseo para entonar las letras como todos esos muchachos, Sergi a pecho descubierto rompiéndose el cuello en cada grito. Sergi, por fin, en una avalancha de gol. Reventado de felicidad.
[Foto: el zaragocismo en París, en la noche de los campeones].
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