Desaceleraciones (2)
Han pasado casi cuatro meses antes de que yo empezase a leer una línea o atender en las noticias al asunto de la desaparición de la niña Madeleine McCann. Para los que disfrutasteis o bien os pareció curioso el somniloquio sobre la desaceleración, ahí va este otro dato: cuatro meses. Podríamos decir que esa es mi velocidad de conexión con la realidad.
Esa disfunción se manifiesta de muchos modos, cada vez peores. Últimamente no respondo apenas a los emails y empiezo a pasar por alto muchas llamadas telefónicas. Incluso del trabajo. No pretendo aislarme, es que juego falsamente a liberarme. Por primera vez se abre en mi cabeza la idea de abandonar el móvil. No puedo dejarlo, claro, porque es de la empresa y los periodistas tenemos un plus de libre disponibilidad que antes era papel mojado pero, con la telefonía móvil, ha tomado una encarnación llamada terminal. Te pueden llamar cuando quieras y tienes que atender. Empiezo a saltarme las reglas. Si no os contesto, no os inquietéis. En cuanto haga chispa con la realidad os devuelvo la llamada. Uno no puede interrumpir un pensamiento bien hilado, o una lectura, o una conversación, o un recuerdo, o el concurso con otra mirada, para responder a un mero impulso eléctrico de luz y sonido. Salvo que el sonido conecte con un rumor interior, lo que ocurre pocas veces. Para empezar, como una primera medida, ahora lo llevo siempre en silencio. Si no lo oyes, es como si no hubiera sonado. "Perdona, no te he oído la llamada". Aunque lean esto, jamás podrán demostrar que la oí. Ayer estaba pensando en todo esto, agarré el móvil y se me cayó al suelo y se apagó. No podía encenderlo. Cuando lo hice, la luz de la pantalla vacilaba débilmente. El color se fue. Según como apretaba las teclas, el Nokia incurría en un desvanecimiento muy poco sueco para mi gusto. El móvil se me cae cada muy poco al suelo. A veces lo controlo con el pie con habilidad de virguero, la que no tuve con la pelota, y le amortiguo la caída. La carcasa se abrió hace mucho y de cuando en cuando le miro las tripas forzando la tapa, jugando con la posibilidad de que haga kataklinsman y me lo cargue. Me importa poco.
Nunca abro los recibos del banco cuando llegan. Los guardo en un cajón bien seguros en sus sobres, hasta que se amontonan o bien la realidad se empeña en acosarme y debo buscar una factura o un documento concreto. Entonces los saco todos de vez. Rasgo los sobres e interrogo a los papelitos con notable aprensión. Como un estúpido, les atribuyo una característica humana: la de la memoria selectiva. De forma inconsciente confío en que si yo no les hago caso durante un tiempo, ellos acabarán por olvidarse de mí, como ocurre a veces con las personas. Los recibos del banco son como balas disparadas; si los abres en los primeros días, te pueden reventar la piel, su plomo arde y conservan intacta la muy humana capacidad de herirte o infundirte temor, capacidad que hay que negarles como sea; con el paso de las semanas, de los meses, pierden fuerza y al final casi ni te importa lo que ponga en ellos. En su momento tal vez te hubiera afectado. Un tiempecito a la sombra y se vuelven unos mierdas pusilánimes. Tú estás por encima porque ese dolor diferido resulta sencillo de dominar: "Esto es de hace cuatro meses: ya no puede ni tocarme". Si hubo una crisis en tu cuenta corriente, mejor no saberlo. Esto se suele juzgar una irresponsabilidad, con razón; a mí me parece que la irresponsabilidad es enterarte de cosas así. Pueden ser muy turbadoras.
Con las multas es lo mismo. Si quieren cobrarlas, que pasen un recibo al banco. Usan las multas como si fuera otro impuesto, al menos en la Inmortal, y eso no lo aguanto. Que me metan la mano en el bolsillo no lo aguanto. ¡Basta de policía, déjennos respirar! Cuando los coches oficiales no aparquen en la zona peatonal, yo dejaré de subirme a la acera. Aquella vez que Rudi avisó en toda la prensa que embargaría las cuentas para recaudar las multas, pensé: "Coño, eso sí es la realidad". Me fui a la plaza Roma. Había una fila de mil demonios. Aguanté con heroísmo. Llegué al mostrador. "Sáqueme la cuenta de mis multas". La mujer, supongo que cagándose en la Rudi, sumó en el ordenador. Tanto. "¿Puedo pagar con tarjeta?" (el dinero es demasiado real). "No, sólo al contado". No llevaba ni un hierro. Otro día vuelvo. No volví jamás. ¿Si me han embargado la cuenta? Creo que sí, no estoy seguro. Me parece una amenaza menor. Con tal de no abrir los recibos a tiempo, basta. Lo que no se ve no se siente. No tengo ni idea cuánto pagamos de la hipoteca. Nunca supe cuánto valía una de las decenas de pintas que me bebía. Últimamente miro más el dinero, es cierto. Lo miro pero no veo nada. Lo miro y si acaso sólo veo libros, música, viajes, una buhardilla insonorizada en la que entren el sol y el silencio por un ventanuco; un sillón; una televisión gigante para ver películas; las paredes forradas de libros. Sobre todo veo viajes. Más viajes. Sólo viajes. Tengo casi enumerados los lugares que no puedo dejar de visitar. He tachado algunos ya. Me quedan otros. No soy un inconsciente: los elegidos no son tantos. La hazaña es perfectamente realizable, salvo por la cima del Everest donde he delegado en Sebastián Álvaro y su tropa. Eso sí: documentales de ascensiones me los he visto todos. Y me leo a Reinhold Messner con gusto. Al fondo del mar ya he llegado. La Antártida me falta, pero desde Ushuaia cruza un barco. Tal vez el próximo verano. Y los mares del sur...
Yo, como leí en cierta biografía de Luis García Berlanga, aspiro a pasar por la vida sin que la vida me toque demasiado. Estos aspectos de la vida, digamos. Los recibos, las obligaciones, los compromisos, la convención de las cosas, las realidades demasiado concretas, el trabajo. Soy débil y ese es mi modo de hacerme fuerte. Por lo demás, me dejo rozar y hasta voltear por otros muchos aspectos de la vida. Físicamente soy cauto; sentimental y sensorialmente soy todo lo contrario. He querido y quiero comprobar el fondo de todas las sensaciones, me ha gustado y me gusta caminar sin saberlo por el precipicio de lo interior. Soy un cobarde con una demoledora valentía emocional. Estoy muy dotado para sentir. Cuando alguien me habla de la sensibilidad femenina como de un canon o una certeza, me carcajeo.
Jamás respondo al teléfono en casa ni abro la puerta cuando llaman. Una empresa de esas que llaman a casa me persiguió un tiempo, pero llamaban a casa de mis padres. Una vez el sr. Ornat, en un rapto de genialidad nada inhabitual, les dio esta explicación: "Se ha marchado a Australia y hemos perdido todo el contacto con él". Le pidieron una dirección si no me acuerdo mal. Dio una com-ple-ti-ta y totalmente inventada. No han vuelto a llamar. Supongo que seguirán buscándome, que no le creyeron, pero hay mentiras irrebatibles y ese cansancio final de un trabajo. ¿Y a mí qué me importa dónde esté este lerdo, si está en Australia o en la luna? Si llegan a encontrarme en casa, no abriré. Yo no abro. No me importa si los del otro lado, quien haya en el rellano, me oye caminar hasta la mirilla y examinarlo. Me da igual que venda enciclopedias, el Duo de Telefónica o pañuelos de papel. Me da igual que sea un vecino o el portero que avisa de que van a cortar el agua. Antes me ducho con agua fría que abrir o responder. Me da igual que me oigan y me hablen desde el rellano, que me pidan que abra o que se den cuenta de que tengo la música o la televisión puestas. No abro. No respondo. Mi silencio es su oscura duda. Si es la policía, jamás podrá demostrar que estaba dentro, salvo que tiren la puerta abajo. Si lo hacen, declararé que acabo de llegar. ¿Por dónde ha entrado? Y a usted qué coño le importa.
Una vez me quedé solo en casa con mi hermana, siendo niños. Mi madre había salido veloz e intranquila a la esquina para volver corriendo; no éramos bebés; no éramos los McCann. No recuerdo cuántos años tenía pero no fue una irresponsabilidad. Lo que fue una irresponsabilidad fue abrir la puerta. Llamaron. Caminé hasta ella con mi hermana detrás. Abrí. Era una gitana con un par de niños. Tal vez uno solo. Me pidió un vaso de agua. Mientras mi hermana iba a llenarlo, yo me quedé con la puerta entornada. Ni mucho ni poco, para que no percibiese lo evidente: que estaba cagado. Ya sabía que no debería haber abierto. Me temblaban las piernas. No era ella, era la concreción tan patente de la realidad, aunque entonces aún no alcancé a interpretarlo. De muy niño solía preguntarle a mi padre: "Papá, ¿qué son los gitanos?". Y mi padre me respondía: "Otra raza, nada más". "¿Cómo otra raza? ¿Qué es otra raza?". En la plaza San Felipe, en el viejo Casco Viejo, vivían muchos gitanos y a muchos los conocía de verlos allí. Nunca tuve un solo problema con ninguno. Si los tuve fue en otro lugar de la ciudad. Volvió mi hermana, le dimos el vaso de agua. Ella sabía que estábamos solos. "¿Y si me quedo el vaso?", me preguntó. La puta realidad. Ya no sé qué respondí. Al final me lo devolvió. Sólo tenía sed, aunque le debieron cruzar por la mente varias posibilidades que sólo alcanzó a expresar en su deseo de llevarse el vaso. Mi madre se disgustó a su regreso y yo no volví a abrir jamás.
Sería burdo/absurdo decir que es un trauma y que por eso no abro nunca. De eso nada. No abro porque no me pasa por los cojones.
5 comentarios
Mornat -
-Hostia, tú sales en el...
Y el otro, muy veraniego:
-Estos, ¿qué? ¿Fichan o no fichan?
Aitom -
Lo que no sé es qué sería "esto" si todos alcanzaramos una desaceleración límite...
Cristina -
Mornat -
davicius -