Dormir de cine
Debo de ser un extraño cinéfilo: desde siempre me ha resultado notable mi facilidad para dormir largamente en la butaca. No se trata de aprensión o aburrimiento. Simplemente me duermo, aunque la película me esté pareciendo fascinante. En ocasiones, sólo unos minutos. En otras, apenas una ligera cabezada a la que cedo amablemente, para luego recuperarme a tiempo y no extraviar el nudo del argumento. Las menos, duermo como un bebé y sólo despierto a poco del final: de entre éstas no olvido El dorado, el aventurero drama de Carlos Saura, que convertí en una siesta implacable en los Cines Golem de Pamplona. Aunque lo intenté decenas de veces, no logré despertarme hasta los títulos de crédito. Cada vez que abría el ojo, alguien estaba matando a otro alguien en medio de gritos desgarrados en un río selvático. Luego, veía fugazmente a Inés Sastre niña y volvía a dormir.
El sueño se comporta sin respeto. Hace unos años asistí a un ciclo antológico de la obra de Bergman en la Filmoteca de Zaragoza. Acudía allí todas las tardes con cinéfilo denuedo, a saldar una de esas cuentas pendientes que tengo (tenía) con el cine. Con frecuencia pasé esas tardes durmiendo. El manantial de la doncella, estrictamente, es una película que no he visto... aunque estuve en su proyección. Por extraño que suene, resistí El silencio sin asomo de modorra. De El séptimo sello me queda la partida de ajedrez en un descarnado páramo de batalla. Las fresas salvajes jamás se me olvidará, todavía me cuesta pegar ojo si pienso en ella. Tampoco borro del recuerdo el rostro de cal de Ingrid Thulin, la nitidez de sus facciones, como una mano blanca en una pared oscura.
Me he dormido a tiro limpio en clásicos del cine negro, en vigorosos westerns de John Ford, en obras maestras de Wilder, en graciosas intrigas de Woody Allen... De forma que la historia del cine me cuesta al menos dos revisiones. No es cosa sólo de la sala oscura, porque en casa también me ocurre. No es raro que alquile una película más de una vez, porque en la primera intentona me dormí. Tan desgraciada facilidad tiene que ver, creo, con el estado de inconsciencia o suspensión que me produce el cine.
Esa condición se manifiesta de otro modo. Mientras veo una película, soy incapaz de los más mínimos razonamientos lógicos, de forma que en las de misterio intrincado abandono el hilo de la trama en la primera esquina, y ya no lo recupero. Al menos, no con toda claridad. Me quedan hilos colgando que desdeño o reúno cuando la película ya ha finalizado. En verdad no me importa, porque la historia supone apenas un pequeño tanto por ciento de las cosas que puedo disfrutar del cine. Si todo lo demás (alguna escena, un plano, una mirada, un actor o actriz, una música) me hace suficientemente feliz, puedo olvidar el argumento o entregarme a su desenredo con la misma despreocupación con la que un niño desciende por un tobogán. En las películas de guerra me ahogo con frecuencia en el barro de los nombres y los uniformes. Soy incapaz de reconocer a los personajes por su apellido.
No me parece extraño que esa abstracción lleve, en ocasiones, al sueño.
En cierta ocasión fui a unos multicines con un amigo. Antes de entrar a la proyección (íbamos a ver El ojo público) nos encontramos con una pareja conocida. Ellos tenían localidad para otra de las salas, pero de pronto la chica, resuelta, aseguró que ella prefería ver nuestra película. No recuerdo bien cómo, pero al segundo siguiente había intercambiado su entrada con la de mi amigo y dijo que ella se metía conmigo. El otro no supo qué cara poner. Yo no supe a dónde mirar. Mientras buscábamos la butaca en la penumbra y al sentarnos, un reposabrazos para dos brazos, dudé si aquello tenía algún significado oculto o sólo el evidente. También traté de resolver a toda velocidad cuál sería el oculto y cuál el evidente. Este tipo de dudas me han perseguido toda mi vida. Ella era una chica sin inhibiciones, como me permitió descubrir algún tiempo después. Vimos la película, sin tocarnos ni nada parecido. Pero en mi recuerdo, toda aquella escena compone uno de los momentos más sugerentes que he vivido. Al salir, nos encontramos con los otros y preguntaron: "¿Os ha gustado?". A ella le había encantado. Yo ratifiqué: "Está muy bien".
Entonces, ella se volvió hacia mí y torciendo la cabeza en tono de gracioso reproche, exclamó: "¡Tú no mientas, que te has pasado la película durmiendo!".
(*) Alejandro Amenábar, en el centro, durante el rodaje de "Los otros". La leyenda dice que echaba una siesta en un descanso del rodaje y que alguien le hizo una foto que luego aparece en la película, en uno de los albumes de muertos que se encuentran en la casa.
11 comentarios
brujix -
rafa -
Mario -
hmv -
lorena -
Mario, son dos abuelos que también están en los estrenos de los Renoir??? Menudos fenómenos.
rafa -
Acabo de descubrir que colaboras con mediapunta, qué sorpresa.
Lorena, que te me duermas con El Abuelo... con lo bonita que es la casa que aparece todo el rato.
Mario -
hmv -
lorena -
a cualquier cosica llamamos ya PELICULÓN.
Mario -
lorena -
ahora, el siestón de mi vida: 'el abuelo', de Garci, precisamente también en Pamplona. Creo que en aquellos cines del casco viejo, los Príncipe de Viana o así. Pero ni de eso estoy segura... Sólo recuerdo que me levanté de la butaca como Dios, oye.
gran post, Mario.