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Somniloquios

Los días

Apagón litúrgico

Apagón litúrgico


Han quitado del Pilar los cirios que prendíamos con otros cirios, para hacerle una ofrenda a la Virgen. Pocas noticias me han producido una nostalgia tan precisa como ésta, con la que yo sinceramente hubiera abierto los diarios de la ciudad de arriba abajo. Con los cirios del Pilar me une cierta relación sentimental que no tengo, por ejemplo, con las obras de arte sacro por las que guerrean los medios de comunicación de aquí contra los medios de comunicación de allá. De cuando en cuando iba uno ahí a encender un cirio y ratificar que nuestro escepticismo está matizado por una fe sin quiebra en la Virgen del Pilar. En Dios no sé si creemos, pero en la Virgen del Pilar sí, oiga usted. Los zaragozanos estamos por encima de la incoherencia teológica. Y los cirios... Los cirios ya no están. Ahora sólo hay que apretar un botón y se ilumina con apático entusiasmo eléctrico una velita, alineada con otras decenas de velas chicas en un mueble que recuerda a un enorme escritorio de abadía medieval. Han quitado los cirios por si afectasen a las obras de arte de la basílica, que parece que las hubieran puesto ayer. El pueblo reniega que lo que quieren es echarse unos duros al cepillo. Espero que no quieran hacerse los modernos, que sería la peor de todas las posibilidades.

Ha remitido la magia de la liturgia, que forma parte también de los patrimonios sentimentales, esa cosa tan arbitraria. Ya no importan demasiado, pero vuelve la misa en latín y de espaldas. La ciudad se desboca hacia una contemporaneidad muy discutible. Están quitando también los azulejos con los nombres de las calles en las esquinas sombrías, donde uno podía enterarse de que la calle del Temple homenajea el convento templario que acogiera el lugar, o que Jorge Coci fue un impresor alemán llegado a Zaragoza en el siglo XV, o que Sanclemente se llamaba Felipe, pongamos por caso. Cambiar esa información por los números de la manzana delimitada por los nuevos rulos azulados parece una pérdida indiscutible. Han inaugurado una exposición de obras maestras del arte moderno, con lo que a mí me gusta el arte moderno, pero yo quería ver a Goya. Me he convencido casi definitivamente de algo que ya sospechaba: que Goya es pintor de Madrid y que Madrid lo sabe y lo dice. ¿Y los Sitios? Apenas un recuerdo parcial de dos siglos, incómodo para los fastos internacionales del verano, supongo. Asunto de cuatro exhibicionistas con casaca y fusiles de ánima lisa, que teatralizan visitas a los lugares cruentos de la guerra.

Así está la ciudad: sin cirios, sin Sitios y desde hace unos días también sin las gaviotas de Mariano Gistaín, al que le diré cuatro cosas otro día. Cualquier tarde nos cuentan que la Campana de los Perdidos de San Miguel de los Navarros no volverá a tocar por contaminación acústica, y entonces ya se habrá acabado todo. Los hombres nos perderemos de vuelta a casa en la niebla, porque aquí todos somos hijos de la niebla, el viento y el polvo, igual que los personajes innombrados de aquel relatito de Boris Vian, El amor es ciego; nos perderemos por las brumas como se extravíaban los menesterosos que salían a recaudar haces de leña en los bosques feraces de más allá del Huerva, para luego venderlos en la entrada de la ciudad. Si regresaban tarde o los sorprendía la boira, perecían de frío, enredados los cuerpos para darse calor en los cañaverales, incapaces de encontrar el camino de vuelta. Con tal fin comenzó a tañer la Campana de los Perdidos y un faro terrestre en la torre de la iglesia largaba un haz de luz y de auxilio, pero duró cuatro días porque lo revoleó el viento. Cuando todo eso ocurra, la ciudad será ultramoderna y del pasado sólo nos quedarán el cierzo, el roscón y el cementerio, donde cada vez hay menos osamentas y más cenizas. Cualquier día se nos lleva por delante a todos la puta modernidad.

Primavera en el infierno

Primavera en el infierno


Me extraña cómo pueden parecerse tanto los días a los recuerdos de otros días. El 6 de mayo de 2002 llovía con gris lentitud como hoy, 19 de mayo de 2008. Nos protegimos del agua bajo el tejadillo de lata del aparcamiento de la Ciudad Deportiva, y ahí escuchamos las últimas declaraciones de Savo Milosevic como zaragocista. La noche anterior el equipo había descendido a Segunda División en Villarreal, Láinez se pegó o bien le pegó a un aficionado que lo había agredido saltando al campo, Acuña derribó a otro tras una persecución tabernaria, de un zarpazo, como hacen los felinos en la sabana con las gacelas Thompson. Finalmente Milosevic, en medio de la furia desatada y el caos, retrató de un manotazo a Oliver Duch, fotógrafo y amigo del Heraldo, cuando éste lo intentó retratar a su salida del campo.

Aquella fue una mañana muy triste y la lluvia se me quedó grabada en la memoria como una postal metafórica. Esa noche, en Villarreal, escribí con una rabia avergonzada, agresiva y revanchista. El domingo por la noche, cuando relaté este nuevo descenso del Zaragoza, me di cuenta de que me estoy haciendo un periodista mayor o algo veterano, o bien resabido, o bien un poco más sabio, o tal vez desencantado, puede ser que sereno, o puede que sólo escribiera protegido del efecto terrible de lo que estaba contando por otros problemas más acuciantes; o bien, como creo yo, simplemente porque tenía asimilado el descenso hace semanas, muchas semanas. Creo que la primera vez que dije "nos vamos a Segunda" lo dije con absoluta convicción, sabiendo que no se trataba de la lástima reactiva a una goleada o a otro partido lamentable del Zaragoza; era una conciencia absoluta, indudable, de cuál iba a ser el desenlace. Eso ocurrió en la jornada 25, con trece aún por jugarse, en el descanso del partido Sevilla-Zaragoza. Lo puse en un sms que envié a una amiga que me preguntaba qué le pasaba al equipo. Unos días después me encontré por la calle con Charlie Cuartero y él me preguntó qué pensaba que iba a ocurrir. Le repetí mi triste convicción (esos días estaba verdaderamente triste, por esto y por más), y él me vaciló: "Entonces, cuando nos salvemos te la envainarás y escribirás que no confiabas en este equipo". Desde luego, le dije. Esa misma semana me había disculpado por un artículo bastante desagradable contra los futbolistas y le dije que un periodista que se disculpa en público está dispuesto a envainársela y a lo que haga falta. Por desgracia, no tendré la oportunidad de hacerlo.

Cuando tenga un rato dejaré la crónica de hoy en AS, que más que una crónica del partido viene a ser un juicio con el que cada cual estará más o menos de acuerdo. No puede ser de otra manera. Probablemente esta noche. Siento todo esto por la afición, y esto no es demagogia populista. En Villarreal recuerdo haber llorado cuando vi llegar a la gente del Zaragoza al estadio, cantando, sosteniendo las últimas esperanzas de un equipo que se iba, que se fue. Siempre he tenido en cuenta que los periodistas, en cuanto al Real Zaragoza, estamos por obligación uno o dos escalones por debajo de sus socios y aficionados. Lo nuestro (con sentimientos por el medio, porque muchos sentimos al equipo como el que más) tiene un inevitable lado profesional; el fútbol es y siempre será de la gente que lo mira, lo quiere, lo siente y lo paga. Sobre todo, la que lo paga. Parece una anécdota pero se trata de una diferencia esencial, definitiva. Al menos, para mí lo es.

Por eso, hoy que leo los diarios, me pregunto si muchos de los analistas que han florecido en esta lluvia primaveral, con los puños cargados de verdades, soportarían que alguien escribiera una, dos, tres o cuatro páginas analizando los resultados económicos y editoriales de cada medio; las crónicas, la gramática, la sintaxis de sus frases, la valía profesional de sus periodistas y por supuesto sus sueldos, sobre todo sus sueldos. Me pregunto qué se podría decir de la pérdida masiva de lectores, de los resultados en las oleadas del Estudio General de Medios, de la marcha en fila de profesionales punteros en sus áreas, de los modelos redaccionales, de las noticias que se dan y no se dan, o de los resultados publicitarios y de ventas. Sería interesante. Sobre todo puede que fuera divertido. Más que nada, sería justo. Sería justo que alguna vez nos diéramos cuenta de que nuestra posición no nos otorga la plenipotencia de un deus ex machina para construir patíbulos, que en muchos casos deberían incluirnos. Habría que pensarlo. Resulta bastante higiénico hacerlo, al menos para compensar esa costumbre tan entretenida de pedir que dimitan todos los demás, especialmente los que nos caen mal o nos miran con recelo o no se fían de nosotros.

El cinismo no hace periodistas. Naturalmente, yo soy un loco y seguramente también un cínico ocasional Yo mismo voy a tener que escribir alguno de esos análisis y ya lo he hecho alguna vez. Pero lo que de verdad me gustaría es escribir los otros, lo juro. Los de los periodistas y nuestros periódicos, radios y televisiones. Eso sí que me daría placer profesional y sobre todo personal. Con el punto final, por descontado, iría a pedir el finiquito. Afortunadamente no pertenezco a ninguna asociación, para así poder hacer lo que me dé la gana sin que nadie me expulse del cuerpo corporativo corporizado. Con la cifra que me metiera al bolsillo, me compraría un billete a la Antártida y desde allí os contaría semana por semana el flujo de las mareas, el catálogo de estrellas del hemisferio contrario y la frecuencia de las banquisas de hielo en los canales del fin del mundo. Y recordaría que mi vida profesional me proporcionó en 1995 una oportunidad impagable: quedarme en el paro de mi trabajo de periodista y poder ver a mi equipo ganar la Recopa como lo hace un zaragocista de verdad, pagando un pasaje en clase turista, la entrada más cara del Parque de los Príncipes y zorro como un canasto después de haberme pasado el día cantándole al vino y al Zaragoza por las calles de París.

La redención de Bartleby

La redención de Bartleby


Yo nunca fui espectador de teatro, siempre lo fui antes y después del cine. Creo que una cierta modestia, un prejuicio interior contra mí mismo, me aleja de las artes máximas aun cuando les profeso una generosísima admiración. Digamos que observo la música, la pintura, el teatro e incluso la literatura y el cine, que me son tan familiares, en planos lejanos a mi alcance. No fui nunca espectador de teatro aunque haya una línea teatral que cruce de Norte a Sur a mi familia, que disfrutó de un palquito en el Principal, de una afición sencilla pero bien guardada, que perdura más o menos oculta. En cierta ocasión, yo hice de apóstol, sin nombre ni frase, en el montaje anual de Jesucristo Superstar en mi colegio. Mi gloria se redujo a los ensayos, donde podía asumir cualquier papel porque me sabía todas las canciones, todas. Algo parecido le había ocurrido a mi padre mucho antes. Una vez le arrebató el puesto a un apuntador que había salido a aliviarse al excusado en medio de un ensayo. El apuntador no podía esperar y el director, tampoco. Así que le pidió al sr. Ornat que sustituyese al otro y leyera para los actores; y el sr. Ornat cumplió la tarea con un sentido tan exacto del tiempo demaclatorio que, cuando regresó de sus abluciones, el apuntador titular resultó destinado de inmediato a otra empresa.

La noche del martes me fui al teatro a Huesca. Creo que antes sólo estuve una vez en el teatro, en Zaragoza, para ver La Importancia de Llamarse Ernesto, del diletante Oscar Wilde. De tan improbable alternativa para una noche de martes y 13 cruzada de lluvia tuvo la culpa, bendita, el tal Petón. Un amigo: como dijo Groucho, creo que se le podrá llamar así. Petón, otro diletante, me invitó al estreno mundial -subrayado- de 27 veces Hamlet, homenaje al finado Pepín Bello en lo que hubiera sido, en lo que fue de hecho, su 104º cumpleaños. La Gran Enciclopedia Aragonesa asegura que Buñuel habría montado ese Hamlet surrealista "con un grupo de amigos en el «Café Select» de Montparnasse", pero la verdad es que la GEA también me incluye a mí, el hombre somniloquio, en una entrada dedicada a la crítica cinematográfica, lo que condiciona de forma severa su credibilidad... y la mía.

En fin, que Petón conoció a Bello en los últimos años de vida del que fuera amigo, inspirador y fotógrafo ágrafo de la Generación del 27; de sus poetas y sobre todo de esa terna tan maravillosamente improbable formada por García Loca, Dalí y Buñuel. Ambos agotaron tardes o bien horas de conversación, hasta el fallecimiento del vitalista Pepín Bello en enero pasado. "El Bartleby -escritor sin obra- más longevo del mundo", tal y como lo definió Enrique Vila-Matas. Tras el deceso, el diario Milenio de México escribió un titular increíble, tan desparejo que revienta de hermosura. Decía: "Dormido encontró la muerte a Pepín Bello a los 103 años". Como ese epígrafe mexicano, Petón tiende hacia la Literatura. Pero, aún más que la escrita, lo suyo de verdad es la Literatura oral. Estamos ante un extraordinario generador de relatos de toda condición, extraordinarios cuanto más inciertos, inciertos cuanto más extraordinarios. Un verdadero arquitecto de la palabra en el aire, si me admite el ditirambo, que recoge sentidos de ida y vuelta, uno en serio y otro en broma. Gran contador, Petón propuso y dejó que Pepín Bello fuera el que contase recuerdos y consideraciones acerca de sus días en la Residencia de Estudiantes. Acaso ni siquiera lo propuso, sólo ocurrió. El resultado de aquellos intercambios tomará la forma de un libro de conversaciones con Pepín Bello, cuya publicación creo que es inminente. Pero también confluyó en el osado germen de una redención: la que había de ser la redención del Bartleby aragonés. Pepín Bello, el artista del 27 sin obra publicada, había escrito en realidad una absurda versión del Hamlet de Shakespeare, a cuatro manos (quién sabe si a cuatro patas) con su amigo Luis Buñuel. Cuando Petón le prometió que la montaría y estrenaría en Huesca, Pepín Bello se descojonó. El verbo es literal. Se descojonó: "¡Es irrepresentable!", le conminaba a Petón.

Petón la ha puesto en pie. Y la estrenó el martes en Huesca en la forma de dos cuerpos unidos por el hilo conductor de una promesa: un original, inteligente, bien trabajado homenaje escenográfico a Pepín Bello; más el 27 veces Hamlet, la astracanada "irrepresentable", la descojonación de dos aragoneses. Las promesas, incluso las hechas al prójimo, contienen un algo de vanidoso capricho interno, pero luego hay que defenderlas. Petón lo hizo, vaya que sí. A teatro lleno (hermosísimo el Olimpia de Huesca... reluciente con ese algo indefinible de los teatros), con un estupendo elenco de actores (el magnífico Jorge Usón, Toni Alcalde, "que es igual que Pepín cuando tenía 28 años", anota Petón, Ricardo Vicente y Arantxa Martín), dirigidos por Lola Baldrich. Baldrich adaptó algunos textos de las conversaciones de Petón con Pepín Bello, le sumó medidas y sugerentes efusiones líricas de los poetas del 27, una interpretación de generosa expresividad y la escenografía de Pepe Cerdá. Todo sobre el lecho de un moroso piano y al vapor de una flauta, lánguida y travesera como lánguida y travesera fuese la dama que la alentaba. Un marco estupendo. El compendio resultó en una emotiva pieza de una hora, que recrea la amistad, las vivencias, las pulsiones interiores de aquellos jóvenes genios convocados por el destino en la Residencia de Estudiantes.

Yo no soy espectador de teatro, pero perdura la emoción y la velada me hizo preguntarme si deberé revisar esa desconfianza mutua. Del Hamlet posterior no se puede decir nada. Hay que verlo. Ni siquiera Petón o Bello o Buñuel hubieran podido explicarlo: es un descojono. Literal. La redención de Bartleby, por Petón, merece mucho más que una noche de gloria. Fue 27 veces bello... con minúscula.

[Foto: Los poetas de la Generación del 27, reunidos en el Ateneo de Sevilla para homenajear a Góngora: la imagen la tomó Pepín Bello, de modo metafórico].

Je t'aime

Alberto Fernández-Salido, el director de MediaPunta, me atribuye haber publicado la que podría ser la verdad más rotunda (confiemos en que no la única) de todo el año en la prensa deportiva. Sería esta frase: "Al fútbol le sobran explicaciones". Desde luego la sentencia no es mía, sino de Pablo Aimar. Mi mérito discutible consistiría en haberla aislado en la memoria cuando Pablo la pronunció en medio de una rueda de prensa, hace algunas semanas, oculta entre un buen número de interesantes consideraciones acerca de la situación del Zaragoza. Al agregarla en un artículo que escribí para la revista sobre los desastres de nuestro equipo (¿Por qué se deprimen los leones?), yo le estaba otorgando al Cai mi acuerdo absoluto. Claro que sería un acuerdo de converso sin posible redención, porque si al fútbol le sobran explicaciones puede que entonces también le sobren los relatos, con lo cual los periodistas quedamos en el centro mismo de la diana: seríamos prescindibles, por no decir abiertamente innecesarios. El fútbol, como defiende Alberto en su artículo, fue hecho para ser jugado y tal vez para ser visto. Podemos creer que también para ser contado... Pero desde luego en muchos momentos rechaza las explicaciones. Que dos periodistas hagan semejante declaración es como para rebajarlos de la profesión. O no.

Anoche, mientras veíamos el partido contra el Real Madrid (el partido más desconcertante que jamás vi en mi vida, he de confesarlo), nos acordamos por motivos obvios de esta historia: hace años el Valladolid jugó al final del campeonato un encuentro decisivo frente a un rival del que no guardo la identidad. Como a ambos les valía el empate para asegurar sus últimos objetivos, jugaron el partido al empate y lo empataron, de modo inevitable. Dicho en una sola palabra: los 90 minutos constituyeron una pantomima o una farsa. Al día siguiente el diario El Mundo, en su edición de Valladolid, respondió así: dejó vacío el espacio de la página dedicado al choque. Donde debían aparecer un titular y un subtítulo, sólo había dos cajas de texto en blanco. En las varias columnas en las que el lector aguardaba la crónica del choque, más vacío, más blanco. Sólo una foto y la ficha del encuentro daban noticia del juego. No es que nosotros pensáramos viendo al Zaragoza con el Madrid que lo que estaba ocurriendo merecía ese tratamiento, pero sí nos asaltaba la desasosegante impresión de que íbamos a incurrir en algunas falsedades a la hora de escribir. Lo que ocurría contaba con una tramoya oculta en la trasera. A ese partido le sobraban explicaciones. Quedó todo tan claro, pero tan dolorosa y quizás vergonzosamente claro, que no queda nada que decir.

Sinceramente, ya no sé qué pensar. Mi equipo de rugby murió el sábado en la orilla de un ascenso muy deseado, a la vuelta del partido más hermoso que yo haya jugado nunca. De esa tarde lluviosa del sábado, de ese monzón de rugby y hierba y carne y tacos metálicos y cuerpos empapados en sudor, en agua y en lágrimas, de esa tarde inolvidable me quedan golpes sin número, repartidos en orden asimétrico por la carne y el alma. Un labio abierto, un hombro derecho hecho papilla, una sirga dura de dolor que asciende por el lateral diestro del cuello, dos líneas rosadas de carne viva sobre la tibia derecha, unos ligamentos de la rodilla izquierda tensos como la cuerda de una guitarra, varios cardenales moteados de amarillo en la cara interna de los antebrazos, un dedo meñique inflamado, tumefacto y de aspecto nicotínico, otro dedo meñique que cruje en la torsión y una nostálgica tristeza porque se me está acabando el tiempo. Me queda el aplauso emocionado que me dieron mis jugadores después de que yo les escribiera unas palabras de sentido ánimo para esa hora decisiva. Muchas cosas se me van de las manos y tengo una plena conciencia de ello. Hasta el Zaragoza se va por el desagüe y yo me veo obligado a pensar y admitir que no es, ni de cerca, la más importante de las cosas que estoy perdiendo. Me he pasado la mañana escuchando Je t’aime... moi non plus, la erótica canción de Sèrge Gainsbourg y su amante Jane Birkin, hecha de susurros y gemidos, de palabras sugerentes, una escena de sexo de amor sin amor, pero con tremendo amor y un sexo tremendo de puro amor al sexo. Contra su intención libidinosa, en mí sólo despierta una nítida añoranza de no sé bien qué. Una extrañeza sin rostros, nombres ni fechas. Un titular vacío y un subtítulo en blanco y la crónica sin palabras.

A la vida, como al fútbol, le sobran explicaciones.

La bufanda

 

Muchachos... llegada esta hora, no queda mucho por hacer. Sólo imaginar o recordar, que a veces viene a ser lo mismo. Después, ir al campo y, qué sé yo, mirar lo que pase y concluir que estamos por encima de lo que ocurra. Siempre por encima. Yo no soy nada supersticioso, pero en en el maletero de mi coche llevo siempre un amuleto: una bufanda del Wisla-Zaragoza comprada en Cracovia, claro, en aquel día infausto. Dado el desastre, y con una lógica nada severa, pienso que un objeto de memoria tan nefasta va a protegerme frente a cualquier circunstancia: entre la bufandita y las dos cintas blanca/azul de la columna de la Virgen, mantengo mi carnet de puntos intacto y todo lo que he abollado el coche ha sido el rasponcito clásico en la columna del aparcamiento... Mi otro amuleto zaragocista, ya lo advierto, va a salir mañana del cajón e ir al estadio. Una bufanda comprada en la final de Copa del 94 contra el Celta, que desde entonces viene conmigo a la tribuna de prensa, o donde sea, en todos los partidos importantes. La guardo sin lavar desde que le derramé todo el vino que no me cayó gaznate abajo en el largo día de la Recopa en París. Hasta ahora siempre ha venido en días de finales y semifinales. De aquí a lo que queda de esta Liga, la voy a sacar a pasear. Hasta el 12 de abril de 2006 en el Bernabéu, esa bufanda estaba rotundamente imbatida. Una final siempre se puede perder, no lo vamos a negar. Yo sigo creyendo en ella.

Todo lo que se me ha ocurrido es este vídeo, rescatado en YouTube, del 6-1 al Real Madrid (gracias a los chicos de aupazaragoza.com, creo que les corresponde la autoría). La noche más grande de Diego Milito, que mañana nos va a faltar. Ya sé que no está bien, lo sé todo; lo veo cada día, todas las mañanas, lo veré dentro de un ratito: pero yo en Diego creo como se cree en Dios, a pesar de las guerras, los incendios, el hambre y la destrucción. Por encima de un atisbo de agnosticismo. Porque lo echaré de menos mañana y porque ya lo estoy extrañando en el futuro. Gran jugador, magnífica persona, excelente goleador. Un zaragocista comprometido. Por cierto: en ese vídeo el hombre somniloquio tiene la relativa gloria de aparecer celebrando (puño apretado, puño en lo alto, festejo grande... diría Víctor Hugo) el sexto gol, el de Ewerthon: sobre el minuto 2:43, toma desde la espalda de la tribuna, en el centro preciso de la imagen y en pleno éxtasis. Qué felices éramos cuando éramos felices.

No sé. Esto es todo lo que nos queda. Lennon versionado y la esperanza. Papá, esta noche hay partido... 

Bibiana tenía un blog

Bibiana tenía un blog


Bibiana Aído tenía un blog y ahora tiene un ministerio. Temporalmente hablando, ambos hechos son casi consecutivos. Creó el blog en febrero, durante la campaña electoral de las últimas elecciones, y dos meses y medio más tarde Zapatero ha creado un ministerio que la tiene por señora ministra, que no es poco. Lo he estado ojeando y he terminado enseguida. El blog, no el ministerio, sobre el cual no tengo opinión. En cuanto a blog, como ocurre con una gran mayoría de los blogs que pueblan el infinito alephico de Internet, resulta obvio y prescindible. Somniloquios también lo es, no vaya a pensar nadie que aquí hablamos desde la vanidad. Sólo yo considero imprescindible Somniloquios, mi terapia cognitiva de andar por casa. Supongo que para Bibiana también su Amanece en Cádiz (título almibarado para un blog sobre política o propaganda personal, salvo que ensaye una metáfora ideológica...) será imprescindible. Ahora que tiene que regular la igualdad nacional, veremos cuánto. Nada es imprescindible. Decir que algo o alguien lo somos supone una generosa exageración.

Yo acababa de crear Somniloquios de modo furtivo cuando una noche, durante una cena con amigos, el Licenciado observó: "Ahora todo el mundo tiene un blog... y nada que decir en él". La severidad de la afirmación me corrió por la espina dorsal un momento, pero con un hilo de voz me atreví a replicar: "Yo acabo de crear uno". A lo que el Licenciado, sonriente, contestó: "Pero aportarás algo...". Ahí estaba la presión de un lector de calidad, sí señor. Seguí adelante y no sé si aporto nada, pero me entretengo. Bibiana Aído apenas reunía uno o dos comentarios en algunas de las hieráticas entradas de su Amanece en Cádiz. El día que la hicieron Ministra de Igualdad (que no en igualdad) coleccionó 140 apostillas a su refrito de un artículo de El País acerca de, claro, la igualdad. Algo sobre el uniforme de las mujeres, muy mal traído y muy mal llevado. O sea, mal escrito y razonado sobre un lecho de lugares comunes del feminismo, filosofía necesaria pero con un argumentario poco evolutivo, digamos. La ministra no era la autora, pero le había encantado. Lo que la hace cómplice en mi forma de ver las cosas. Naturalmente, de los 140 comentarios calculo que unos 130 eran meras enhorabuenas por el nombramiento. Comentarios sobre el tema en sí había pocos. Yo nunca he logrado 140 comentarios, aunque tengo por ahí en los archivos un post casi tan hierático como los de Bibi y va ya camino de los cien. Es el récord somniloquios, con gran ventaja sobre el segundo clasificado. Desde luego, esos comentarios se han reunido en mucho más tiempo que los coleccionados por la ministra, que en pocas horas tuvo 35.000 visitas en su página. Otra diferencia estriba en el tono de los participantes: si en Amanece en Cádiz menudean los parabienes, el "felicidades, compañera" y esas cosas, en el mío vuelan los cuchillos dialécticos suramericanos, centroamericanos y latinoamericanos, todo a cuenta de una humilde referencia mía a la película Million Dollar Baby. Encendió la mecha un muchacho que me insultaba por desconocer el gaélico y la traducción o la grafía exactas de una frase nombrada en aquella cinta de Clint Eastwood. Y desde entonces parece un concurso a ver quién la dice más gorda.

Antes los dos teníamos un blog. Bibiana y yo, digo. Ella además tenía un cargo en no sé qué de desarrollo del flamenco, pero con todo el respeto yo no puedo tener en cuenta un cargo así. En términos de envidia, me refiero. Ella tenía un cargo de desarrollo del flamenco y yo soy capitán de mi equipo de rugby: para mí constituyen hechos equivalentes. Cualquiera daría algo por poder arengar a los muchachos en el vestuario cada sábado como yo lo hago; y someterlos a la liturgia de la ducha antes de cada partido, todos agarrados y saltando juntos y gritando y embruteciéndonos antes de salir al campo. Ahora ella tiene un ministerio y un blog y yo sólo un blog y la capitanía del Seminario. Ahí la comparación ya se cae. Eso sí, con orgullo desconfiado puedo decir que, antes del nombramiento, yo le ganaba en comentarios a Bibiana pero de lejos. Mérito de ustedes, no mío, pero da un cierto gusto, no te creas. ¿Es envidia?, preguntaréis. Sí. Lo que no sé es qué envidio: yo no sabría qué hacer con un ministerio. Tal vez lo que envidio es no conseguir que Bibiana me envidie a mí. Que diga: "Joder, yo no sabría qué hacer con un blog". Pero sí sabía, vaya que si sabía. Por cierto: ¿Se puede decir joder en un Ministerio de Igualdad? Porque joder implica, en el fondo, una dominación del masculino sobre el femenino, una violación de los deseos, una perversión del lenguaje como tantas otras. Hacer el amor constituye un acto mutuo; follar también, pero aleja a los actores porque uno trata de follar(se) al otro, o sea de estar por encima y si es posible de estar encima, de dominar el acto o el placer del acto. Joder ya es, directamente, un ejercicio de indudable sumisión implícita. Cuando alguien dice "¡No jodas!", el de enfrente advierte: "No te agaches". Viene toda esta digresión porque a Bibiana el lenguaje le importa, a su manera: es de las que se salta el obstáculo de los géneros por medio de la arroba, e integra el todos y el todas en tod@s. Lo que me pone muy nervioso. Para serenarme, me demoro en su foto de arriba y me gusta esa mirada tan ambigua: si reparo en la línea de su cabello, retirado levemente sobre el lado izquierdo, con ese pendiente barroco que apoya sobre el hombro, me parece confiable y plácida; por el contario, el mechón del otro lado, iluminado de sol ("albriciado de luz", que diría Borges), y el ojo que se entorna, desvelan la posibilidad de una perfidia calculada. Una sospecha admonitoria. En cierta ocasión, Bibiana le reprobó a un periodista de ABC de Andalucía su espíritu crítico: "Eres muy joven para escribir esas cosas que escribes", dice él que le dijo ella. A los 31 años, no es que Bibiana sea joven o no para hacer de ministra en un ministerio de igualdad; pero es muy joven para escribir cosas tan aburridas como las de su lírico Amanece en Cádiz. O muy mayor, no lo sé. Con la edad todo tiende a la subjetividad.

Para terminar, regreso a la complicidad de la que hablé antes. Hoy se ha presentado la nueva novela de Carlos Ruiz Zafón, el autor de La Sombra del Viento, ese libro que la gente leía en el autobús, en la fila del banco, en el vagón del subterráneo, en la bicicleta estática. El nuevo se llama El Ángel de no sé qué... da igual. Once millones de libros vendidos. Once millones de cómplices. Me baso en el (im)prescindible blog de Arcadi Espada en elmundo.es para razonar la acusación. Publicaron en el diario un extracto de la novela de CRZ y dice así:

"Una madrugada desperté de golpe sacudido por mi padre, que volvía de trabajar antes de tiempo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía a aguardiente. Le miré aterrorizado y el palpó con los dedos la bombilla desnuda que colgaba de un cable.

 --Está caliente.

Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara pero no me atreví a apartarlos."

El párrafo revela una prosa escolar y lastimosa. Eso no es lo peor, y aquí citaré al agudo Arcadi, irónico y certero cuando dice:

"La cuestión principal no es que Ruiz Zafón sea un hórrido escritor. En los negocios esto no es importante. La cuestión principal atañe a sus editores: que después de haberse embolsado alrededor de 70 millones de euros con su primer libro no le hayan comprado al pobre Ruiz Zafón un equipo de correctores o al menos un programa informático de nivel medio. La dejadez editorial (que lo hayan abandonado con sus innumerables anacolutos y sus gozosos problemas de raccord) es lo realmente sorprendente. A menos que la dejadez no sea causa, precisamente, del éxito".

Una de esas modernísimas columnistas del NYTimes sostenía hace algunos días en un artículo la despiadada importancia que las preferencias literarias tienen en las relaciones de pareja: "No eres tú, son tus libros", lo titulaba. La biblioteca personal puede determinar la posibilidad de éxito de una relación, venía a decir. Alguien cuyo libro de cabecera sea América, de Kafka, no puede cruzar bien con un cómplice de Ruiz Zafón, sostenía la autora. No estoy en absoluto de acuerdo. Alguien puede querer a un consumidor compulsivo de Literatura aunque el uso que él mismo haga de los libros no sea otro que decorar la estantería según los colores de los lomos o bien calzar alguna mesita que cojea. Y viceversa. Hace tiempo una chica me preguntó, con interés tópico: "¿Te gusta leer?". Claro, respondí. Mucho... Siguió: "¿Cuál es tu libro preferido?". Me quedé tieso. Me resulta imposible contestar a una pregunta así. Vi por dónde venía, así que le planteé la disyuntiva que siempre interpongo ante una situación tan apurada: "¿A ti te gustan los libros o la Literatura?", la interrogué. Como se negaba a aceptar la diferencia (que no incluye un menosprecio por mi parte, ni mucho menos), se protegió con otra pregunta: "¿Cuál es el último libro que has leído?". Nombré el que fuera, no me acuerdo. "Ni idea", fue su comentario.. ¿Y tú?, contraataqué yo: "Los Pilares de la Tierra", aseguró con orgullo. "¿Lo has leído?". No, dije yo. Ni pienso. Consideración ante la cual ella agregó, implacable: "Pues no leer Los Pilares de la Tierra es un crimen". Por lo visto, ella sí hubiera estado de acuerdo con el artículo del NYTimes. De modo que me protegí regresando a mi argumento original: "A mí me gusta la Literatura; los best-sellers, salvo excepciones, no se me dan bien".

Su respuesta final cerró la conversación para siempre: "¿Sabes qué te digo?". Dime, maña, dime: "Que yo prefiero los libros, porque la Literatura no hay quien se la trague".

Como diría Arcadi Espada... buenos días.

El fragor continuo

El fragor continuo

La redondez de la tierra no se puede creer. Es un truco inexplicable, una sugestión colectiva. ¿A quién se le iba a ocurrir esa circularidad tan maciza? De niño yo preguntaba por el fin del mundo como por muchas otras cosas, por preguntar. "¿Dónde está el fin del mundo?", preguntaba yo. Y mi hermano, si le venía al caso y por hacerse el interesante, respondía: "En el Polo Norte". Con lo cual yo me imaginaba una extensión esteparia cruzada por un vendaval salvaje de ventisca y allá, al fondo del todo, un desigual muro de sillares blancos con un cartelón que anunciaba, en perfecto español porque para algo es un idioma noble: "Fin del mundo. No pasar". ¿Y al otro lado, qué hay?, me inquietaba yo, angustiado por la posibilidad de un abismo recto hacia abajo. Y mi padre decía, muy serio, como reconviniéndome por la torpeza del pensamiento: "Mario, el mundo no se acaba". No lo entendí hasta que un día agarró una naranja y un flexo con una bombilla blanca, me sentó en el sofá, se incorporó hacia el borde del sillón orejero balancín y me explicó el giro del planeta, el curso de los días y las noches, la cara oculta de la luna y algún concepto primordial más del sistema solar y de la vida. Así armé yo mi cosmogonía particular.

Con los años he admitido la doctrina de Galileo, pero sin convicción, afectado por una leve sospecha infantil. A menudo me comporto con pueril descreimiento, supongo que en parte por deformación profesional: uno enseguida intuye que no es lo mismo la realidad que la actualidad. Hay que aceptar esos términos para poder soportar el periodismo desde cualquiera de sus lados, el de autor o el de lector. De otro modo, uno corre serio peligro de confundir titulares con verdades. Estos días, la suspicaz China ha organizado un concurso mundial de agencias de comunicación para refutar la imagen de país bárbaro que se ha extendido al paso de la antorcha por la redondez del mundo. Grandes firmas pugnan ya por hacerse con ese filón de propaganda que consistirá en decirle al mundo que China no es lo que todos sabemos que es. A los medios de comunicación, esta dialéctica les ha de encantar. Veremos si vence la guerrilla urbana o el mensaje.

Leyendo por la mañana la Prensa, antes de hacer una maleta de cuatro días, he encontrado en una crónica del paso de la antorcha por San Francisco un término emocionante: fragor continuo. A menudo en la escritura uno topa con palabras que se empeñan en la reiteración; a la segunda que uno las repite, provoca un efecto de campanilla en la cabeza del lector. La concurrencia del mismo vocablo para designar la misma realidad se hace muy evidente. Entonces uno busca sinónimos... La antorcha se puede convertir en el fuego olímpico; y el fuego olímpico, en la llama eterna. Pero la llama eterna suena algo rimbombante, muy impostado, así que el periodista se largó otro de un lirismo conmovedor: el fragor continuo. Una hermosura de sinónimo.

Estoy volcado con esos muchachos que persiguen el fragor continuo para hacerlo alterno. Este boicot contra China me gusta, me gusta mucho. No es que yo tenga nada contra el chino, no señor; yo soy de los que compra en Alimentación Lin-Lin siempre que haga falta. Ayer mismo entré: "Oiga usted, una botella de Granini naranja he encontrado. ¿Tendría usted dos?". El Lin-Lin es ya Lin-Lin de la cuarta dinastía (el ultramarinos chino cambia de tenderos/as con frecuencia, todos lo sabemos); se fue para el fondo del establecimiento y anduvo zarzeando varios minutos hasta confirmar que no había otro Granini de naranja. "Tomate frito", lo reté. Orientalmente raudo, Lin-Lin señaló al estante de la izquierda. Ahí estaba Orlando, lata o tetra-brik. Lata. Tanto. Ahí tienes. Gracias. Mientras yo pagaba entró un desarrapado, se cogió una caja de galletas y Lin-Lin, que se olía la tostada, le preguntó: "¿No dinelo?". Y el otro, que está versado en la vida fronteriza, le dijo: "No hay dinero". Y se fue. Y Lin-Lin se quedó tan ancho. Lo que demuestra que Lin-Lin es un tipo pragmático que no se va a complicar la existencia por una caja de galletas. Estos tíos son unos maestros del control mental; pura filosofía de Oriente.

Así que no es por los chinos. La verdad es que principios tengo pocos, si acaso tengo más finales; por eso intenté colarme en la selección de AS para los Juegos Olímpicos en Pekín. Yo quería convertir Somniloquios en un foco de denuncia desde el mismo corazón de la cosa, pero no lo conseguí, claro. Así que después de dos décadas infructuosas de periodismo en cuanto a los Juegos Olímpicos (lo único que de verdad me gustaría hacer en esta profesión, aparte de lograr la última entrevista que dé Mohammed Ali en vida), he decidido pasar a la acción y voy a boicotear les Jeux Olympiques. Ojo a lo que estoy diciendo: hablo de no ver ni una prueba. Ni el 1.500, ni los 100 lisos (¿habrá moratoria?), ni el torneo de baloncesto ni a Alison Stokke si va y salta a la pértiga. Cuidadito que el órdago tiene lo suyo. Pero yo estoy con el Tibet. Y no por el Dalai Lama, no, que me parece un mardano; por David Carradine cuando era el Pequeño Saltamontes en Shao Lin, que no era el Tibet, ya sé, pero a esos tíos los tengo yo por unos resistentes de primera; y por Lobsang Rampa, que de adolescente me comí al menos tres o cuatro libros de sus reencarnaciones kármicas, cosa que no hace cualquiera sin asumir terribles consecuencias psicológicas... A la vista está. Con los años resultó que el tal Rampa era un electricista inglés con mucha imaginación, que no había salido de Essex en su vida. Con lo cual lo admiré ya de por vida.

En fin, que acepto con aconfesional resignación que lo más cerca que voy a estar de los Juegos son estos próximos días en Atenas, adonde nos lleva o nos trae el fútbol, deporte generoso. Como el Paseo Independencia se ha convertido en un barrio griego por culpa del Gyros de la calle Cádiz -cuyo aroma impregna la avenida toda-, creo que voy preparado. La pituitaria trabaja en conexión directa con el subconsciente, cualquiera lo sabe. La cultura clásica. Me llevo algunos libros para los ratos libres que no haya, la tercera temporada de los Soprano y en el iPod un par o tres de discos por desmenuzar: Dig, Lazarus, Dig!!!, de Nick Cave y los Bad Seeds; Accelerate, de REM; y una segunda oportunidad que les voy a conceder a Muse antes de descatalogarlos. El nuevo de James aún no lo he agarrado, pero tengo oído un tema en Radio 3 y suena muy James, próximo al himno, alegre y subrayado por esa trompeta que tan fácil resulta identificar. Sin libros y música no hay viajes, eso lo tengo sabido. De camino, he pasado por Barcelona una noche a mirar la Champions, que toma un aspecto muy pálido si no juegan los ingleses. Eso sí es un fragor continuo. Nos espera la Antártida; será vía Atenas.

Plan de evasión

Plan de evasión


Si queréis saberlo y no os atrevíais a preguntar, os lo adelanto: hace semanas que pienso que el Zaragoza va a bajar a Segunda División. Pero aviso que no estoy convencido. Es decir, que no he razonado mi postura. Se trata de simple pereza, porque mi pensamiento opera de modo negligente y pragmático: me resulta mucho más sencillo encontrar argumentos para esa conjetura que para su contraria. Pero estoy dispuesto a revisarla a la mínima oportunidad.

En el fondo, comprendo la fatal determinación que se oculta bajo los hechos. Era todo demasiado perfecto como para durar. Me refiero al trabajo. Todo demasiado bonito: la cordialidad general, la multiplicación de los lectores, el crecimiento, la comodidad de los horarios, la lógica de los planteamientos, la distancia de los mandos, las revisiones salariales, la eficacia en las gestiones... No podía ser que el Pele y yo, los dos gallardos más tontos de la información zaragocista, hubiéramos acertado el día que decidimos que el periodismo era más importante que las intrigas cortesanas en un palacio de cristal que se quiebra. Tampoco parecía probable que una profesión tan avara se comportase con esta generosidad. En el AS se está de coña, oyes... pero de coña. Ahora que iba todo tan bien, va el Zaragoza y lo jode.

El Oso dice que hay que ir contracorriente y dar siempre el paso inesperado, el que te separa de lo previsible. Es decir, hacer exactamente lo contrario de lo que haría cualquiera en tu misma posición. Para mantener una teoría tan burda y deshilachada como esa, apela a la más célebre de sus decisiones: cuando se quedó en el paro no sólo no pensó en vender su Audi, sino que lo revendió para comprarse un BMW. En el mismo sentido, nada más oler la crisis inmobiliaria resolvió ejecutar el contrato de un inquilino que tenía rentado y puso el inmueble a la venta. Cuando yo me quedé sin trabajo en 1994, fui al INEM a preguntar si me podían pagar el subsidio de una sola vez y la concienciada funcionaria me dijo que no, lo cual acepté, para a continuación agregar: "Aquí no le pagamos las vacaciones a nadie". ¿No, eh?, pensé yo. Me fui a casita, apreté un puñado de pantalones y camisetas en una mochila roja, metí mi aparato de música, dejé que mi hermano se hiciera pasar por mí donde fuera preciso y me largué a Londres por tiempo indefinido. Volví con veinte kilos más y los bolsillos vacíos, pero aun sigo escribiendo de aquello... A eso le llamo yo especular con la realidad. Me niego a que la realidad me agarre por los huevos, así que hay que mostrarle desapego y ningún temor. El Pele lleva semanas increpándonos de lado a lado de la mesa porque, según él, estamos "tan panchos" mientras presenciamos el hundimiento del Titanic. Su opinión es que el Titanic nos va a arrastrar de algún modo en su torbellino, pero yo me niego de forma rotunda a ligar ni un gramo de mi destino al rendimiento de Pavón, pongamos por caso; y ya no digamos mi felicidad; ni siquiera deseo que al muchacho se le pase por la cabeza el mínimo atisbo de responsabilidad en ese aspecto. Bastante tiene con ocuparse de Pavone el domingo.

Mientras tanto yo diseño mi plan, que pondré en práctica cuando ya nada me ate aquí. Queda tanto por hacer, y tan poco tiempo... Tengo pendiente pisar la Antártida, cruzar el subcontinente indio en un tren escuchando a los Kinks, asistir al cruce del río Mara en la migración anual de los ñus africanos mientras aguardan los cocodrilos, mirar de frente a un tiburón blanco metido en una jaula en el océano, pasar un invierno en Alaska y trasponer la línea del tiempo en dirección este-oeste a bordo de un velero, para saltarme un día completo, que jamás habré vivido. Al atardecer de ese día inexistente atracaremos en las Islas Cook y me envenenaré de alcohol en los tugurios del puerto. Espero conocer al patrón de alguna nave en misión comercial que me deposite en una isla remota, no importa cuál. Me llamaréis soñador, pero allí pienso vivir de un sueldo modesto o morir de una enfermedad generosa. Mientras, pensaré en Robert Louis Stevenson y sus años dichosos en Samoa, recitaré al aventurero Conrad y evocaré los días en que mi padre me llevaba a jugar al billar y cuando siendo muy niño mi madre me remojaba en la piscina introduciéndome en el agua colgando de sus muñecas... Tengo miedo a la distancia, a veces a la soledad y puede que también a los huracanes estacionales de aquellas latitudes. Pero creo que con los libros y con lo que escriba podré superarlo.

Trataré de actualizar Somniloquios siempre que me sea posible.