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Proyectos alternativos: Pele TV

Proyectos alternativos: Pele TV


Me soplan que la tertulia de los guapos es el programa más visto de la televisión autonómica y no me sorprende. Porque a la gente le interesa el fútbol y lo que los periodistas tengan que decir sobre el fútbol, cosa que a mí me sucede muy de cuando en cuando. Yo siempre empiezo a ver la tertulia de los guapos, a.k.a. La Jornada, los domingos por la noche, hasta que me doy cuenta (cada vez más rápido) de esta evidencia: que sobre el Zaragoza de Segunda División no hay mucho que decir ni que opinar; sólo dejar que pase el tiempo. Y, luego, pienso que en realidad los contertulios están todos de acuerdo o casi, y ni siquiera se molestan en adoptar papeles; me doy cuenta de que Esnáider y Petón se dedican mayormente a chinchar al Pele, al tiempo que advierto que el Pele o bien se contiene (así como resignado por el ventajismo de los otros) o bien se desmanda y entra a largar topetazos, mientras el único que se toma todo en serio, como siempre se ha tomado todo en serio, es César Láinez. Estos cuatro componen el grupo de los guapos. Luego están otros menos guapos, desde luego, que van de cuando en cuando y que no alcanzan ni de lejos el porte de los primeros, pero contienen algunos valores diversos que tal vez salpimentan la tertulia: el mejor de todos es Isidro Oliván y sus razonamientos imprevisibles. Isidro debería estar siempre, por ley y porque los mejores momentos de la televisión aragonesa los ha proporcionado su eterno desencuentro con el Pele, tan divertido que divertía a los propios compañeros de mesa que no metían baza sólo para darles tiempo a agotar su desesperada discusión; divertían a Pedro, el presentador, a los cámaras y a los regidores. Sin Oliván, la intensidad emotiva del Pele disminuye. Otros días va el Oso, cuyo lugar en realidad jamás debería ser una tertulia de fútbol sino una de Economía y Cosas de la Vida, porque ahí es donde el Oso puede desplegar con el ritmo adecuado, su morosa locuacidad, las pautas vitales y trucos ingeniosos de microeconomía y comportamiento social que han dirigido y aún lo hacen una trayectoria de ribetes ejemplares. Si una pareja pudo jamás hacerle frente a la dupla Oliván/Pele sólo fue la que conducía aquel recordado programa de Antena Aragón: el Oso y el Pirata Jarné. Cuando uno ha visto a Valeriano subirse los calcetines en plano medio en mitad del programa, todo lo demás le parece una impostura del guión. Por último, los guapos se ponen a hablar del Huesca y entonces todos disimulan lo que de verdad les gustaría decir, salvo tal vez Láinez, y reúnen maravillas sobre el Huesca. A esa parte yo casi nunca llego. En realidad, cada día lo dejo antes. Yo es que lo estoy dejando todo. No es culpa de ellos, es culpa mía.

Últimamente me han hecho tres propuestas diferentes de programas. Una el propio Pele que, como conté otro día, tropezó con mi ya crónica desgana; otra, un proyecto que le corre por la cabeza a César Láinez y del que no sé detalles aún, sólo que el gran César me lo quiere contar y yo le atiendo a todo al portero y además me pongo para entrenar la ajustadísima elástica negra que me regaló. El último proyecto es otro programa de radio-tertulia para el que me quiere convencer Andrelo, que se compromete a salir a buscar publicidad por las frías calles de la crisis si yo presento el proyecto a alguna emisora. La cosa consistiría en leer la prensa y comentarla. Pero bien, dice Andrelo. Yo sonrío. Yo tengo mis propios proyectos alternativos y los llevo en la cabeza hace años. El primero, una transmisión de fútbol mano a mano con mi amigo el argentino López. Desde que yo mismo me narraba los partidos de SubButeo en casa cuando jugaba en solitario (antes de aquella divertida rivalidad de bocadillo de chorizo y ron-cola que desarrollé con el sr. Guerra) he sabido que sería un buen narrador radiofónico. Oportunidad que, desde luego, nadie me ha ofrecido ni yo he propuesto, faltaría más. Es una convicción interna. Muchas veces, en el fútbol, narro por lo bajo los partidos como forma de concentrarme en el juego y de ir desgranando ideas sobre lo que veo. Si no, me descubro mirando a Arizmendi y pensando en cuánto valdrá una pinta de Guinness, cosa de la que jamás en mi vida he tenido idea y mira que me las he bebido a pares...

El tándem Ornat-López en narración de los partidos es un formato alternativo y barato. Yo estaría en el campo y López en su casa, por el teléfono. La particularidad más notable es que López ni siquiera vería el partido conforme lo comenta. Yo creo que un comentarista que no ve el partido compone ya de por sí una figura interesante, mucho más interesante que los comentaristas que sí ven el partido. Los comentaristas que sí ven el partido son, por lo general, comentaristas de lo obvio. Hay pocos que te descubran algo, así que, si no puedes contar con uno de ellos, mejor contar con un argentino capaz de hacerte reír o contar algo interesante mientras sigues viendo el partido. Y a López le sobra para eso. Cada día haríamos la misma pantomima al empezar: yo le preguntaría a López si logró sintonizar con el partido y él me daría una peregrina explicación sobre las dificultades que tuvo para hacerlo. A partir de ahí, disculpándonos sentidamente ante nuestros oyentes, nos veríamos obligados a comenzar la narración a pesar de las circunstancias. Yo cuento lo que pasa y López improvisa sobre la marcha. Nuestra arma está en su capacidad para el caso y el acento argentino, que haría el resto. Otra posibilidad es adaptar ese mismo formato a un programa de cine, algo que también me corre por la cabeza. Yo vería las películas y López, no. En ocasiones no las veríamos ninguno pero dejaríamos a alguien que la hubiera visto llamar y contárnoslas. Y a comentarlas, medio en serio medio en broma. Además, el argentino podría hacer una reseña al pedo de las películas que pusieran cada día en la televisión. Naturalmente, el peso de la invención recae en López, así que él se llevaría la parte suculenta de los salarios. Eso por descontado. Ricos no nos haríamos, che, pero lo que nos íbamos a divertir.

El otro invento de éxito garantizado es sería un reality show de esos de conexión a full: 24 horas con Pele de único y total protagonista. Se llamaría, desde luego, Pele TV, y consistiría nada más y nada menos que en seguir a Pele y su agitado mundo interior todo el día y a todas las horas. Excepción hecha de los ratos que se va a la hemeroteca, eso sí. Con atención especial a sus peleas con el ordenador y el téléfono o a veces con el ordenador y el teléfono al mismo tiempo. Estamos hablando del hombre desactualizado por antonomasia, en cuestiones tecnológicas. Así que hay que atender a sus desencuentros con la modernidad. Técnicamente el programa no sería difícil: fundamental una pantalla que vaya mostrando a los espectadores el contenido de los mensajes de móvil que envía el Pele a todas las horas. Yo podría aportar un testimonio contando el día en que le enseñé a enviar sms, despertando el insaciable monstruo que llevaba dentro. Y que la cámara le siguiera de cerca en el trabajo, en casa, en los partidos de fútbol de su hijo, en las conversaciones telefónicas, en los partidos del Zaragoza, en el imperdible proceso de confección de una noticia, en la escritura, mientras pinta soldados, cuando pronuncia espontáneas conferencias a la hora del café sobre las guerras napoleónicas, cuando se encuentra a un abuelo o a su nieto que le dice que su tío o su padre o vaya usted a saber jugó en cierta ocasión con el Real Zaragoza o con el Barcelona de Pepe Samitier... Y ese tenso momento, que todos hemos vivido, en el que Pele le interroga por el nombre del presunto jugador. Y ese sujeto que dice el nombre, ya medio entre dientes porque Pele no se ha quedado en la mera admiración, en el “¿no me digas?”, sino que quiere el nombre y lo quiere ya, lo pide de forma imperativa para cotejarlo con la enciclopedia que lleva entre oreja y oreja... Y ese abuelo que ya se siente con la espalda en la pared, desprotegido, ese abuelo al que yo he visto ya vacilante, pronunciar el nombre, “fulanito de tal” y poner ya excusas porque, increíblemente, a ver si va a resultar que el tal Pele va y se conoce a los ochocientos y pico jugadores de la historia del equipo; y Pele que antes de dos segundos ha procesado la información y sin compasión ninguna ni piedad le dice al embustero: “Su abuelo de usted no ha jugado en el Barcelona NUNCA”. Recalcando lo de nunca con una alteración aguda de la voz. La explicación posterior: “Bueno, entrenó con ellos alguna vez y tiene una foto con Samitier, espera que llamo a mi tía abuela para que la mande”. Y ese epitafio del Pele, que viene a ser una roca sobre la cabeza: “Que sí, que sí... pero que en el Barcelona no jugó, amigo”. Ese simpático sadismo...

Puede que al principio Pele se cortara un poco de tener una cámara atendiéndole 24 horas al día, como le pasaba las primeras veces que íbamos a ZTV. Pero ahora que ya se comporta en plató como en realidad es (doblando tapes de boli y rascando paredes cuando habla por teléfono), se ha convertido en un animal televisivo implacable y yo vaticino que Pele TV supondría un éxito sin precedentes en la autonómica. Porque yo he visto cómo engatusa con su impulsiva dialéctica a audiencias variadas, desde comerciales de la radio a activistas de UGT, dueños de bar, entrenadores de fútbol, periodistas o escritores. Y lo atienden así, con entusiasmo, porque no deja de ser un espectáculo la mezcla de agitación verbal, conocimiento, velocidad, memoria y torrencial locura que despliega el Pele para tratar los asuntos más peregrinos. Porque lo que ahora parece una tragedia, luego queda en anécdota. Déjate de Aragoneses por el Mundo (¿quién colaría ese programa, señor?)... En una semana Zaragoza entera repetiría como una letanía el catálogo entero de frases habituales del Pele, que pasarían al habla común pronunciadas del mismo modo obsesivo que les agrega su autor. Cosas como “Vitín de diez”, “Tú eres un gran demócrata”, “Jodo, tú no morirás de cornada de burro”, "Oye, que yo soy aragonés", “¿Qué dice la Petonina?”, "Llama al ruso", “¿Y Monchito Ribot?”, "Estoy muy dolido contigo", “No tiras puntada sin hilo”, “A mí no me cuentes películas”, “Aquí estamos, trabajando a lomo caliente para que tú puedas cobrar la jubilación”, “Buen jugador”, “Jugador de diez”, “Carne de pescuezo”, "El mongol del Levi’s blanco", "Ese gachó le cuca el ojo a mi mujer", “Este filete es carnuza”, “Ponnos unas olivicas”, “Jodo, Pirata, cómo te estás poniendo de jamoncico...”, "A ver si les metemos cinco a los del hilo de cobre" (a.k.a., el Numancia), "Fenomenal, fenomenal", "Está sensacional", "A tú no te he punchao", “Doctor, que tú eres amigo mío”, “Tranquilo que entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera”, "¿Has leído a Azarías?", “¿Pero vienes o no?” (ésta con mucha urgencia en la voz), “No llames, no” (cuando te llama siete veces en un minuto y medio y no contestas), "Coll de Taula", "Llama a Kings Moon" (nuestro fotógrafo, Alfonso, que se apellida Reyes Luna), “Tú sí que eres de diez”"Nada el pájaro, vuela el pez", "No sabes lo que me pasó anoche" (cuando por casualidad localiza algún dato que le faltaba para su libro de trayectorias de jugadores del Zaragoza), “Bum bum bum bum, bum bum bum bum, barrita Tantor en Camerún”, "¿Puedo ir contigo, Vitín?", “¿Qué dice Torcaz?”, y las clásicas de su periodo de estudiante en Barcelona: “Al voltant dels mitjans de comunicació”, “Amics oidors de Catalunya Radio”, “Anem tots cap el rectorat”... Más los pormenorizados relatos de la despedida de soltero, el palomo cojo al que emplumaron con colacao en una fiesta en el piso de la universidad, aquella otra de Sami de "yo voy a darte lo que tú necesitas" antes de buscarle pelea con el más grande del bar a un amigote muy reñidor que celebraba su despedida de soltero... Más el anecdotario completo de Biscarrués: la primera vez que pusieron una porno en el casino, cuando aquél le dijo a su mujer, que le había pedido un Kas de limón, eso de "Tú no tienes sed", cuando raparon a dos turistas rubicos que habían tenido la mala idea de pasar por allí, las peleas en las fiestas de Almudévar... Más el ascenso al refugio en el que se jugó los pies para dejar de rueda a su jefe en el Heraldo y cuando sacó de la cama a Moncín, el fotógrafo, a las seis de la mañana en una concentración del Zaragoza, diciéndole por teléfono que bajara corriendo que se llevaban a no sé qué jugador a con apendicitis aguda...

En fin. Que lo tengan ahí en la tertulia de los guapos es una pérdida de tiempo. Se están perdiendo un reventón de audiencias y a un fenómeno social de primer orden. A veces pienso si en realidad no lo conocen.

Lennon zafa del infierno

Lennon zafa del infierno


Yo nací unos meses después de que John Lennon y Yoko Ono se metieran durante siete días en la cama de una suite en el Hilton de Amsterdam, para decir que la paz mundial no era una utopía, sino una posibilidad real, dependiente de la voluntad. Los días del “give peace a chance” y “grow your hair”, una campaña propagandística de dimensiones incalculables para los periodistas que visitaron a la pareja y trataron, seguramente sin conseguirlo, de entender de qué iba todo aquello de hacer declaraciones entre las sábanas, dejarse crecer el pelo o dar una rueda de prensa hechos un ovillo tras la blanca opacidad de una frazada. Lo que se llamaba baggism. Con doce o trece años, mi hermano les pidió a mis padres un tocadiscos estereofónico que sustituyera al giradiscos de maleta en el que escuchábamos los cuentos infantiles. A mí me impresionaba El Soldadito de Plomo, sobre todo en la escena en que el pobre muchacho se iba por el sumidero de la ciudad y conocía los bajos fondos del alcantarillado, con sus enormes ratas habladoras. En aquellos días, por increíble que parezca, mis padres vivían ligeramente preocupados por la insociabilidad del Nan, que apenas iba a ningún lado ni se veía con amigos ni los traía a casa. Su explicación fue ésta: “Es que aquí no podemos oír música”. De las incontables y muy bien recubiertas mentiras que le he oído a ese hombre a lo largo de nuestra vida en común, la de la música y el tocadiscos tal vez sea la que más me ha asombrado siempre. A mi hermano jamás le ha interesado lo más mínimo la música entendida como modo de expresión juvenil, ni entonces ni ahora. Mis padres compraron el tocadiscos y el Lp “Nightflight to Venus”, de Boney M, para acompañar. La fecha de publicación de aquel álbum revela que hablamos de 1978. Poco después, a mi hermano lo cambiaron de colegio. Un día apareció con un single de Tequila, la única vez que le he visto comprar un disco en toda mi vida. Otro día apareció con un muchacho alto y burlón llamado Toño Maza. Otro día apareció con una chica de ojos claros y un pantalón con peto de algodón y rayas azules y blancas, muy finas. Otro día salió y, casi literalmente, ya no volvió a entrar. Y el resto, como se suele decir, es historia.

Ausente el hermano, quedó el tocadiscos, con el que supongo que me ayudé a vadear la edad preadolescente. La primera noticia que tuve de los Beatles fue un recopilatorio de 1979: “Los 20 Éxitos de Oro”. Me gustaba escucharlo pero no me decía nada que no supiera. La segunda noticia que tuve de los Beatles fue el asesinato de John Lennon, en diciembre de 1980: lo busqué en la carátula del Lp y era el de las gafitas y el pelo en doble cortina sobre un rostro alargado. La tercera noticia que tuve de los Beatles fue un documental en dos capítulos en la segunda cadena. Y eso, como cantaría Silvio Rodríguez, fue una luz cegadora, un disparo de nieve. Lo guardé grabado en VHS y aún debe estar por casa. Lo vi un número no inferior a treintamil veces. Al mismo tiempo, antes o después, conocí en clase al señor Guerra, que quería hacer el amor y no su apellido. Se sabía todas las canciones y podía distinguir cuál de los cuatro  cantaba cada tema. Y el resto, como se suele decir, es literatura.

Del documental mencionado me impresionó la interminable profundidad del catálogo de los Beatles, cuya música se me empezó a hacer rotundamente concéntrica: por más que agotara todos los discos y todas las canciones, cada escucha suponía un descubrimiento. Éste supone un suceso común para cualquiera que escuche con cuidado a los Beatles. La creciente complejidad de los álbumes contribuía a esa impresión de laberinto sensorial del que aún no he salido y espero no salir. Si acaso, estoy aguardando fuera a que Ali pase el periodo lactante de beatlemaniaca en el que se encuentra y cumpla la edad para iniciarla en las oscuras maravillas del grupo interminable.

Todo este afán memorístico viene a cuento de una sola noticia. De aquel documental me fascinaba el capítulo dedicado a las célebres declaraciones de Lennon en 1966: “Somos más populares que Jesucristo”. Y la respuesta en los estados del sur, en Alabama, en Tenessee, donde pasaron de quemar negros a quemar discos y fotos de los Beatles, animados por locutores radiofónicos que difundían los puntos de recogida de la basura scouser. El paroxismo llegó a tal punto que con alegría inconfundible las televisiones pedían su consolidada opinión a indistintos miembros del Ku Klux Klan. Solícitos, éstos se levantaban la careta de su capuchón blanco y, sobre un fondo de cruces ardientes en la noche, condenaban la frase del músico.

Más de 42 años después de que Lennon la pronunciara, casi 28 después de su fallecimiento a las puertas del edificio Dakota en Nueva York, la Iglesia ha hecho público su perdón por aquel desliz dialéctico tan inteligente. No está mal. Galileo Galilei hubo de esperar más de 300 años en su polvorienta tumba para que se le conmutara la condenación a la que fue sometido por descubrirle al mundo el orden del Cosmos, cuando el mundo no estaba preparado para ello. Ambos tuvieron un problema de timing, diría Ian Curtis ("is my timing that flawed...",  de Love Will Tear Us Apart). El día de su absolución, el diario Página 12 de Buenos Aires tituló en su gozosa primera página un titular inolvidable: “Galileo zafa del infierno”. Para una institución sostenida en el proceloso mar del dogma de la eternidad, 42 o 300 años suponen nada, apenas un instante de aliento interrumpido en la maquinaria extensa del espacio-tiempo. La justicia eclesial anda como un tiro. Para celebrarlo, anoche vi la película "The U.S. vs. John Lennon", interesante recuento sobre el lado activista de Lennon a su llegad a Nueva York y uno de los lados oscuros del oscuro presidente Richard Nixon. También estoy pensando en comprarme un tocadiscos, a ver si salgo más de casa.

 Just Gimme Some Truth, de John Lennon.

La Historia

A las 6:21 de la mañana me he despertado sintiendo un opresivo desasosiego en el rizado promontorio del pubis, agitado por un violento sueño en el que la presa Hoover reventaba y se desbordaban las aguas por mi cama, poniendo perdidas mis sábanas. Recuperada la consciencia en esa rotunda primera vigilia que uno sufre cuando despierta a horas intempestivas, me he dicho: "Meándome estoy. Y mucho: señal que ha ganado Obama". Con el sentido histórico en guardia, he salido al excusado. Descalzo e involuntariamente erecto frente al Cambio. Tras aliviarme, he prendido el televisor y ahí estaba Obama, proclamando con el sentido dramático habitual en un pueblo educado por el cinematógrafo: “If there is anyone out there who still doubts that America is a place where all things are possible, who still wonders if the dream of our founders is alive in our time, who still questions the power of our democracy, tonight is your answer". Al oírlo me rasqué ahí en lugares que no se nombran; y no por falta de respeto, sino porque la Historia sucede así: en Estados Unidos surge el primer presidente negro después de 43 presidentes y, en su casa, un tipo como yo puede hurgarse la nariz en el mientras tanto. Si la Historia es un momento, completo, con todas sus esquinas, que los historiadores sepan esto: "While America was deciding to follow Obama across the racial divide, I was scratching my balls".

Neil Young llamaba ya a su Mesías en 2006:


"Buscamos a un líder Que ponga a nuestro país a salvo Que reunifique el rojo, el blanco y el azul Antes de que se conviertan en piedra Buscamos a alguien Lo suficientemente joven para enfrentarse a ello A la limpieza de la corrupción Al reto de darle fuerza a la nación Ahí fuera, entre nuestros conciudadanos Hay alguien recto y con la energía necesaria Para rescatarnos de la desolación Y de un mundo destruido, equivocado Alguien camina entre nosotros Y espero que escuche la llamada Puede que sea una mujer O un hombre negro, después de todo  Sí, puede que sea Obama Pero él aún se ve demasiado joven Tal vez sea Colin Powell Para corregir lo que hizo mal America tiene un líder Pero no está en la Casa Blanca Se oculta entre nosotros Y tenemos que encontrarlo  Sí, tenemos el poder de decidir Pero la corrupción también actúa Necesitamos una victoria limpia Para recuperar la confianza  America es hermosa Pero tiene un lado horrendo Buscamos un líder A lo largo y ancho de este país Buscamos un líder Que tenga al gran espíritu de su lado  Alguien camina entre nosotros Y espero que oiga la llamada Puede que sea una mujer O un negro, después de todo".

[Looking for a Leader, de Neil Young]

La noche de un fauno

La noche de un fauno


Lo más extraño fue el orden de los hechos, que tal vez revela a un hombre o el estado de ese hombre. Ese hombre tal vez sea yo, pero no necesariamente. Y aquí no hay un vanidoso intento literario de sustituir la primera persona por un genérico ficticio, sino un deseo (torpe, puede ser, pero desde luego honesto) de establecer la distancia entre lo que uno es (lo que uno es ahora, lo que siente ahora, lo que hace ahora) y lo que querría o debería ser, si es que hay imperativos como éste dignos de consideración. Lo más extraño fue el orden. Por qué el hombre pedaleó en su bicicleta hasta el trabajo, si nunca lo hace. Por qué resolvió hacerlo precisamente un sábado, cuando se había vestido con una combinación de ropas más decidida para la incursión nocturna en los lugares de moda que para el activismo urbano. Unos tejanos ajustados, un calzado entre deportivo y elegante, negro, en combinación de pieles; una camisa azul marino, una cazadora negra entallada; una liviana bufandita del mismo tono. Tomó en zigzag la calle Alfonso, por donde todo el mundo parece siempre caminar en dirección contraria a la suya. Subió por el Coso hacia Independencia, pasó de largo, cruzó el semáforo con los peatones y agarró la calzada de Isaac Peral hasta el cruce con Constitución. Dejó el vehículo apoyado en el muro derecho de la recepción, sobre un hueco amplio y muy adecuado. Subió, escribió, más bien veloz, sin gran brillo pero ligero. Al final de la tarde, que ya era noche, consultó la cartelera. Quemar después de leer. Muchos textos deberían arder antes.

Salió a la calle. Aún no llovía, eso había de ser a la mañana siguiente, pero aun así resolvió volver más tarde a por la bicicleta. Después de la película. Y pedalear de madrugada. En un cálido guariche de la calle Moneva pidió un durum de ternera, con salsa blanca y picante. Lo comió en un momento. Pensó si debería tomar otro, éste es el fin de semana de la alimentación relajada. Miró la hora, apuró la coca cola zero, se lavó las manos (qué molesta la insistencia de ese olor alimenticio) y salió para los cines. En la escalinata coincidió con un grupo de chicas que le hicieron sospechar sobre la conveniencia de entrar al cine un sábado por la noche. Faltaban diez minutos para la película. En lo alto de la escalera, la fila rodeaba el vestíbulo, retorcida sobre sí misma. No estaba acostumbrado: el cine siempre fue una sala casi vacía en la que no hace falta esperar para entrar. Dejó la fila. Entró en un bar conocido, pero no había nada conocido. O sí. En la planta inferior, una flaca pelirroja lo miró desde lo alto de una mesa sobre la que bailaba con otras flacas de cabellos distintos. Ninguna con flequillo. Unos brazos lo abrazaron desde atrás. Se giró. No era ella. Era él. Hablaron del partido perdido, de la expulsión innecesaria, del Liverpool, de una hipotética fiesta de conmemoración de la llegada del tipo a la ciudad, 15 años atrás. ¿Se preguntó cómo sería vivir 15 años en una ciudad que no es la propia?

Salió por la escalera contraria, volvió a la calle, entró en otro bar, pidió otro durum de ternera. Debieron ser dos, se animó. Siempre son dos. Vino pronto. Lo trajo una chica morena por el lado de fuera de la barra, aunque él se había sentado ahí, en un alto taburete, para no perder tiempo. A unos metros, la chica, algo gruesa, le llamó la atención por el lunar sobre el lado superior izquierdo de los labios. Al acercarse, el hombre confirmó que no lo era: la muchacha llevaba un piercing, un alfiler de cabeza negra. “Salsa blanca y salsa picante”, dijo el encargado desde el lado opuesto de la barra, poniendo dos botellitas de plástico sobre el mostrador. Mala opción: en cada mordisco hay que ir rellenando la copa del durum con salsa, para sazonar la carne. Incómodo. Excesivo. En el otro lado extienden la salsa blanca sobre el pita, añaden varias tiras de lechuga juliana y una delgada rodaja de tomate natural. Luego, con el borde de una bandejita de hojalata, el muchacho traza una línea vertical, de lado a lado del panecillo, como un reguero de sangre ácida sobre el blanco lechoso. Le llamó la atención ese cuidadoso detalle. Pensó en recorrer todos los garitos de kebab de la ciudad y hacer un preciso estudio. Volvió a la calle, caminó hasta la oficina, tomó la bicicleta por el cuello y luego se sentó sobre ella. Pedaleó por las aceras, la temperatura era perfecta, en la calle Alfonso todo el mundo caminaba en dirección contraria, como de costumbre. Le apeteció un helado. Sujetó la bicicleta a un barrote, en paralelo a otras bicicletas que pasaban allí el sábado por la noche: “Strawberry and cheesecake”. “¿Cuántas bolas?”. “Dos”. “¿Cobertura de chocolate?”. “Sí”. “¿Con leche o negro?”. “Negro”. “¿Para tomar o para llevar?”. Duda. “Para llevar”.

Un hombre solo en una heladería parece una escena de película italiana melancólica. Un hombre solo en un banco de piedra en la calle, tomando un helado, recobra algo de dignidad personal. Afuera, se sentó en un banco de piedra. Durante la tarde consideró un par de veces la posibilidad de salir por los bares, pero las desechó pronto. Ahora, le parecía mentira. El chocolate líquido, al contacto con las bolas de helado, forma una fina capa de bombón negro que se cuartea bajo la cuchara, siempre tan apetecible, crujiente, y si alguna gota alcanza las curvas inferiores forma grumos en los que uno se puede detener y perder la razón. Grumos de bombón negro. El cielo. Lo tomó despacio. Por las calles laterales salía gente del Tubo, grupos cenados de fritos y platos de jamón, champiñones a la plancha y montados de queso batido. Dos chicas con rostro cadavérico se habían sentado en el banco de enfrente. Cutis blanco y ojos con un aura oscura. Es Halloween. Es noche de Todos los Santos y había pasado la mañana escuchando a Johnny Cash.

Subió a casa. Tomó un vaso de agua helada. Buscó si por casualidad en Internet había una posibilidad de saltarse las filas de la entrada del cine. La había. Quemar después de leer. Una muy floja película, sí, pero a un sábado así no se le deben hacer exigencias. Sólo dos medias sonrisas con el personaje de Brad Pitt, una tierna exageración. De nuevo el despiadado canto a los lerdos de la sociedad moderna, típico de los Coen. Parecen odiar a sus personajes. En eso coincidieron con el hombre. Desinterés creciente. Cuando llegó el final ya no estaba atendiendo. Esos chicos nos han hecho pasar buenos ratos, consideró, y seguirán haciéndolo, pero nunca serán grandes. Son curiosos. Son un estilo estilizado, una visión recurrente, lo absurdo de la verdad. Fargo, El Gran Lebowski, El Hombre que No Estuvo Allí, No Es País Para Viejos… Eso va a quedar. El sombrero volando sobre la hojarasca en Muerte Entre las Flores, el hulla-hop rodando por las calles hasta caer a los pies del chico que le da vida, en El Gran Salto; la barcaza que se lleva la basura del mundo bajo el puente en la desembocadura del río, en Ladykillers. No está mal.

Se fue a dormir. A lo largo de la noche soñó que era un hombre que no era un hombre durmiendo en un banco que no era un banco, sino una obra de arte realista en un museo de historia. Los niños lo temían y los más osados querían despertarlo. Para completar la mentira, él mismo se creyó un fauno. No un ser mitológico de los bosques, no, sino el modesto hombre lascivo de Bioy. En el sueño tal vez pronunció nombres que nadie escucharía. En un momento, alguien se apiadó de él y dejó caer un par de monedas sobre la piedra del asfalto: el tintineo metálico lo despertó. Fastidiado, se arrebujó en la bolsa de lona roja y apretó con fuerza el saco que le hacía de almohada.

El extraño

El extraño

Yo entro en las librerías como paso por la vida: sin intenciones concretas. Incapaz de imaginar un proyecto en plazo futuro o de pensar un título con antelación. Sólo entro y empiezo a dar vueltas. Desconfío de la estantería de novedades y de los volúmenes de tapa dura, como desconfío de los hombres que dan la mano blanda y de los que nunca gritan. En muy raras ocasiones compro un libro con las tapas duras. Me gusta la edición de cubierta blanda, el paperback; y cuanto menor el tamaño, más me gusta. No soporto los libros que no caben en las estanterías, salvo si se trata de una antología fotográfica. Me molesta tener que tumbarlos en el estante o apoyarlos, inclinándolos más de lo que se inclina la cabeza que ansía un hombro. La tapa blanda me ofrece una serenidad que yo solo no alcanzo. Cuando entro en una librería no entro estrictamente a comprar libros, aunque a menudo salgo con cuatro bajo el brazo. Puede que sólo quiera sentirme rodeado por la noble materia, sentir que estoy a cubierto e imaginarme menos solo. En cierta ocasión tuve esta epifanía durante una de mis visitas a Los Portadores de Sueños: ser dueño y atender mi propia librería quizás pudiera gustarme. Me quedé pensándolo. En la mesita, con un ordenador portátil como éste, tal vez haciendo anotaciones como éstas, con un fondo de música de jazz o viejos temas de rock guitarrero, Johnny Cash, Cassandra Wilson, Lisa Ekhdal, infusiones de pop suave (pienso en Trembling Blue Stars, en Jack Johnson, en Elliott Smith, desde luego en Teenage Fanclub o en Belle and Sebastian), recomendarle a un aficionado a Cortázar que lea los cuentos inaugurales de La Otra Orilla, porque ahí está el Cortázar en potencia, con una fantasía mucho más decidida, menos esponjosa que la de sus genialidades posteriores, con un estilo de menor serenidad, pero con una prestancia inconfundible. Leer a Cortázar pensando que no parece Cortázar. Podría hablarles de esas u otras cosas. Como hago aquí. Pasar los mediodías en silencio, almorzar solo si no viene nadie. A las ocho cerraría, dejaría dormir a los libros, bajaría la persiana y saldría con mi bolsa al hombro (tal vez debiera llevar unas gafas de pasta negra) para irme a jugar al rugby. Vendería cedés, sí, pero sólo cedés escogidos, unos pocos. El que sonara en ese momento estaría de pie sobre la mesita con un cartelito que avisara: "Ahora Suena... Now Playing". Disimular la estantería de las novedades. Leer. Releer. Esperar. Pasar las horas. Pensé que sí, que una librería propia me haría feliz. Pero qué sé yo de librerías. De gestionar librerías. "Un negocio ruinoso", se apresuraron a decirme. En las librerías también hay facturas, pedidos, órdenes de la realidad quizás imposibles para alguien como yo, que jamás abre los recibos.

La vida sí que es un negocio ruinoso.

La otra tarde me llamó el Ratón y hablamos de libros y de fútbol, poco, porque no quiero hablar de fútbol. Me he aburrido del fútbol. Es pasajero, supongo, creo. El Pele me proponía ayer un programa de televisión sobre fútbol. Ya ha tejido el fondo, el ambiente, una tertulia en penumbra, como tomando un café. Una lástima, porque el entusiasmo generoso de su idea se estrellaba contra mi cansancio. Hablamos con el Ratón de lo que hace él, de lo que hago yo. Por las mañanas escribe, luego sale a correr, después prepara algo de comida, por la tarde tal vez lee o pasea o sale a tomar algo. Pensé que podría adscribirme de inmediato a ese proyecto de vida. Añadirle algunas expediciones fotográficas de aficionado, esas que hago ahora mientras el doctor Reyes, con esa pedagógica paciencia suya, me explica cómo calcular las relaciones de luminancia entre unas zonas y otras de la imagen que quiero fotografiar. Con el Ratón hablamos de la escritura cotidiana, del hábito de escribir, unas horas cada día, porque es a lo que ahora se dedica. Generalmente por la mañana. Si es temprano, mejor. ¿Con música, me pregunté sin decirlo? No. Ya dije que yo no puedo escribir con música, pero este mismo instante lo está negando porque tengo a Bunbury en el fondo, con un volumen que no es de fondo. Y escribo. Hablamos de los últimos libros que ha leído o está a punto de leer: nombró dos y me provocó la necesidad inmediata de entrar en la librería más próxima y comprarlos. Y lo hice: 31 Canciones, de Nick Hornby. El Adversario, de Emmanuel Carrère. Le agregué Dietario Voluble, de Enrique Vila-Matas, que arranca, por cierto, con el autor en su función matinal y diaria de escribir, con Be My Baby, de las Ronettes, de fondo. Suena el timbre de la puerta de casa y Vila-Matas sale a abrir. Yo no saldría. Tampoco aguardo llamadas. No hay llamadas inesperadas y tampoco las esperadas. Las hay supuestas, si acaso. Pero ninguna hace ruido. Mi teléfono continúa en Silencio. También compré After Dark, de Murakami, éste para regalo. Hablamos del Borges de Bioy, de sus agudas observaciones, del riesgo de la monotonía. Con Lopecito también hablamos del Borges, nos reímos de algunas citas, de muchas citas. Hablamos de Maradona, nos reímos; hablamos de las cosas tristes que han pasado, de otras alegres que han pasado, hablamos de las cosas que no han pasado. Hace tiempo que el Ratón me dijo que un libro de más de 150 páginas le parece un abuso de confianza por parte del autor. Cuelgo. Salgo de casa. Voy directo a la librería.

En contradicción con esa imagen de parapeto anímico, he de decir que las librerías me ofrecen la agradable posibilidad, inexplicable, de sentirme extraño en un lugar conocido. No puedo evitar ese deseo, manifiesto en el anhelo de caminar por ciudades ajenas, lejanas. Cuanto más grandes, mejor. Cuanto más lejanas, más grandes. A González Sáinz le preguntaron por qué vivía en Trieste. Respondió: “Más quisiera yo saberlo. (…) Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada”. (Dietario Voluble, de Vila-Matas). Yo también necesito sentir que no pertenezco y que estoy de paso, en éste o en cualquier lado. En un lugar desconocido esa impresión resulta harto más sencilla. Mejor si es de noche y en invierno, aunque no un invierno demasiado melancólico. Mejor si es de noche, en invierno y hay una librería en la que entrar. A veces pienso en tomar un autobús en mi propia ciudad y dejarlo que me lleve hasta al final de la línea y luego seguir caminando en dirección a los campos. Esta mañana me he detenido en esos lugares, aquellos días en los que me he sentido extraño en un lugar desconocido y he tenido que admitir que me hacía feliz. Me he parado en la memoria de una tarde de marzo que resbalaba muy despacio hacia la noche en Edimburgo; una temprana mañana dominical en un café de Glasgow; las veredas de la avenida Santa Fe en Buenos Aires; la Sexta camino de Times Square y Broadway en Nueva York; la sombra recortada en niebla de la sede del San Francisco Chronicle; los rascacielos luminosos de Sydney a la espalda de la bahía; Harrow Road camino del noroeste de Londres, cualquier amanecer, todas las noches, los teatros en el West End, una tarde completa en Charing Cross; la Sofía nítida, aún comunista, de hermosa claridad ordenada; un café en Plovdiv, hecho vapor como un sueño; las callejas atenienses, el capuccino freddo. Lo que pasa cuando no pasa nada, sólo las calles.

No faltarán calles por las que correr. No faltarán calles en las que acordarse de lo necesario que sigue siendo olvidar.

Nota: Se ve que mi conciencia me conoce demasiado bien. Mucho mejor que yo a ella, en todo caso. También sospecho que no le caigo simpático o que me reclama cuentas pendientes que no se van a resolver solas. Suele hacerlo en sueños tan concretos que no parecen sueños sino humores de la memoria. En ocasiones logra hacer coincidir esos sueños con la fecha precisa en que se produjeron los hechos soñados. Eso sí que me parece un exceso de confianza, sobre todo con alguien que, como yo, carece de intenciones concretas cuando entra en una librería o cuando cada mañana, como ésta, ingresa en el día siguiente.

Poluciones nocturnas

Hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe, porque alguien podría leerlo. Lo que se escribe, en el momento en que queda sobre papel, deja de ser una polución nocturna y se convierte en hecho incontrovertible. Una prueba en cualquier juicio. En cierta ocasión, Miguel Pardeza publicó en un diario un cuentito en el cual el protagonista aprovechaba la oscuridad del paseo nocturno para romperle dulcemente el cuello a su perro. En la siguiente asamblea de socios del Real Zaragoza, le pidieron al presidente del club su inmediata destitución: era una vergüenza que una entidad de la solera y raigambre del Zaragoza sostuviera en su organigrama a un matador de perros, se dijo en voz alta. Y además lo contaba en un periódico. Exhibicionismo asqueroso. Y de noche. Agravante. El presidente le hizo notar al socio que tal vez, sólo tal vez, Miguel Pardeza no hubiera asesinado de verdad a su perro. Pudo explicarle, de la mejor manera posible, o de la más sencilla, que la ficción y la realidad no son a veces la misma cosa. A veces. Otras sí. Se intercambian, diríamos, se intercambian los cánones, y dan en parecerse la una a la otra, al punto de generar confusiones metafísicas del tipo: “¿Es la ficción la que imita a la realidad o viceversa?”. Pudo decirle eso, pero en tono paternalista trató de arrancarle esa espina dolorosa de duda con una indulgente explicación que no era tal. Era una disculpa. Un error. Una debilidad: “Yo no creo que nuestro director deportivo vaya por ahí haciendo esas cosas. Seguro que hay una explicación”, intentó tranquilizar el presidente a su atribulado socio. Éste consideró que el presidente se estaba cayendo de un guindo o bien consentía y aun aprobaba los oscuros instintos de su fichador de delanteros centros, lo cual bien considerado podría incluso señalarlo como cómplice al menos intelectual. Y le hizo notar dos pruebas definitivas, como apiadándose de su desconocimiento e indulgencia: Pardeza relataba la muerte en estricta primera persona (lo cual no permitía vacilaciones acerca de la autoría); y, además, hacía su confesión en la prensa y sin que nadie le preguntase.

Y en un suplemento veraniego, pensé yo, con el espanto que ese tipo de deshumanización contra los animales provoca en el bañista de Salou.

Luego pensé: “Éstos también votan”. Pero no dudé de la democracia, eso nunca eh. Ni en broma. En España, de la democracia y de la Familia Royal no se puede dudar ni en broma, porque vienen a ser la misma cosa aun siendo cosas tan antagónicas en su misma naturaleza, creo yo, que no he leído ‘El Príncipe’ de Maquiavelo ni interés que tengo. Hablando de votar, la otra noche me quedé despierto hasta tarde viendo a Dexter y luego enganché con el último debate entre Obama y McCain, que me gustó mucho ya sólo por la edad y prestancia del moderador, Bob Schieffer. Un clásico comentarista político de la CBS. Me quedé pensando en los comentaristas políticos de este lado y sólo se me aparecían esbirros o paniaguados, gente como Carlos Carnicero, Losantos, Enric Sopena, Miguel Ángel Aguilar, Urdaci o María Antonia Iglesias, ese extraño ser hecho de curvas retorcidas. Desde el momento inicial, yo fui con el moderador. A muerte.

Durante el debate, cuando los oía hablar sobre medidas fiscales, sobre Joe el Fontanero de Ohio o sobre el nivel educativo en Washington DC, me pregunté por qué exactamente nos interesa tanto la presidencia de Estados Unidos si ninguna de esas cosas nos van a afectar. Gervasio Sánchez agitó aún más mis dudas cuando, en una entrevista con Luis del Val, confirmó lo que cualquiera sospecha fácilmente: “Da igual que salga Obama o McCain: Estados Unidos no va a cambiar su política exterior”. Yo a Gervasio le tengo una fe sin reservas desde que compartimos espacio y tiempo en la redacción, porque una vez me giré y le dije: “Gervasio, el periodismo está muerto”. A lo que él, corresponsal de guerra, me contestó muy cordobésmente: “Hace mucho de eso, macho”. Y después nos pusimos a hablar de ‘Mystic River’.

Los dos candidatos me parecieron mediocres, pero eso siempre me pasa porque a mí, por definición y salvo excepciones, los políticos y los periodistas con cargo me suelen parecer mediocres. McCain se comportó como un púgil aspirante, a medio camino entre la obligación de parecer desesperado, agresivo, y el desinterés de hacerlo. Obama tiene el don de la elocuencia y sobre esa base le han construido una campaña extraordinaria, hasta convertirlo en un arquetipo con ribetes míticos. Su discurso, sin embargo, me pareció de una palmaria oquedad. McCain se atropella al hablar y tiene el cuerpo envarado de una manera extraña, como si siempre sufriera de contracturas en el cuello o no le hubieran activado todas las articulaciones. Aun así se las arregló para sacarle la careta a Obama con la frase de la noche: “Deje de hablarme de Bush, señor Obama. Yo no soy Bush: si usted quería competir con él, haberse presentado hace cuatro años”. El Mundo tituló su primera crónica de madrugada con esa frase. Yo también lo hubiera hecho, de lejos. El País dijo que McCain se había dedicado a atacar personalmente a Obama. Los republicanos son mala gente.

Arcadi asegura hace tiempo que va a ser el próximo presidente de los Estados Unidos, y ni siquiera el Efecto Bradley lo apea de esa convicción. Ni a él ni a nadie. Bradley fue un alcalde de Los Ángeles que se presentó a gobernador de California en el inicio de los años 80. Era de raza negra. Todas las encuestas lo señalaban como ganador, sin lugar a dudas. Y perdió. De lo cual los estudiosos dedujeron que el electorado miente en las encuestas para que nadie lo acuse de racista por elevación, pero luego va a la urna y vota al más clarito de los candidatos. Tienen estimado en un 3% la cuantía del Efecto Bradley y en un 2%, más o menos, el índice de error de las encuestas. Así que a Obama le queda ventaja para rato.

Me pregunté por qué no habían ganado las primarias Hillary Clinton y Rudolph Giuliani. Me pregunté qué ruido hace el cuello de un perro al romperse. Me pregunté si Miguel Bosé y Bimba Bosé no serán la misma persona, uno el travestido del otro, no sé cuál de cuál. Es que se parecen tanto, en todo... Supuse que llevarían haciéndolo años. Luego me quedé dormido mientras escuchaba a Neil Young...

 

 Impugnemos al Presidente por mentiroso

Y por engañar al país para ir a la guerra

Abusando de todo el poder que pusimos en sus manos

Por llevarse nuestro dinero por la gatera

 

¿Quién es el hombre que contrató a los criminals?

¿Quiénes las sombras de la Casa Blanca que se ocultan puertas adentro?

Manipulan los hechos para que se ajusten a sus argumentos

De por qué tenemos que enviar a nuestros hombres a luchar

 

Impugnemos al Presidente por espiar

A nuestros ciudadanos en sus propias casas

Por transgredir todas las leyes del país

Pinchando nuestros ordenadores y teléfonos

 

¿Qué pasaría si Al Qaeda hubiera volado los diques?

¿Es que hubiera estado Nueva Orleans más segura?

¿Protegida bajo el escudo de nuestro Gobierno?

¿O es que simplemente ese día alguien no estaba haciendo su trabajo?


Flip

(“Todo lo que les puedo decir es que Osama Bin Laden es el principal sospechoso…”)

Flop

(“No sé dónde está… Para no mentir, no me preocupo demasiado de él”)


Flip

(“Lo quiero detenido. Quiero justicia”)

 Flop

(“Vivo o muerto”).


Flip

(“Saddam Hussein ayuda y protege a terroristas”)

 Flop

(“Incluidos miembros de Al Qaeda”)


Flip

(“Nunca dije que hubiera una conexión directa entre el 11 de septiembre…”)

 Flop

(“…y Saddam Hussein”)

 

Flip

(“La Guerra es mi última opción”)

Flop

(“Vamos a freírlos… Que vayan pasando”)

 

Flip

(“Si piensa en el Acta Patriótica… las garantías constitucionales están aseguradas”).

Flop

(“Para pinchar un teléfono se necesita una orden judicial”)

 

Flip

(“Saddam Hussein tiene en su poder armas de destrucción masiva”)

Flop

(“Sin embargo, no hemos encontrado armas de destrucción masiva”)

 

Flip

(“Es cierto que la mayoría de las informaciones de Inteligencia eran erróneas”)

Flop

(“Ahora nadie puede poner en duda la palabra de América”).

Vamos a impugnar al presidente por secuestrar

Nuestra religión y usarla para salir elegido

Dividiendo nuestro país por colores

Y aun así abandonando a su suerte a la gente negra

 

Gracias a Dios va a acabar con los esteroides

Dado que ha vendido su viejo equipo de baseball

Hay un montón de gente con problemas

Pero, desde luego, nuestro presidente está limpio

 

Gracias a Dios...

 

(Let's Impeach the President, de Neil Young).

Inmortal y bella

Inmortal y bella


Este año, 5 de octubre, la abuela no dijo nada. Su modo de comunicarse aún contiene una extraordinaria viveza de gestos: asentimientos, sonrisas, miradas. Pensé que tal vez se está despojando de forma natural, inevitable, de todos los pequeños o grandes lazos que ha establecido durante sus 101 años de vida. Sospecho que en el final sólo quedará una última mirada, equivalente a la primera mirada del nacimiento, y un hervor interior, el último pensamiento, la punzada final de silenciosa conciencia que habrá de sustituir al que fue el primer llanto de aquel bebé, que vino al mundo en Granada para conocer un siglo.

La abuela no habla porque tal vez no tenga nada más que decir. Porque le basta hacerse entender de una forma cuidadosamente primaria o bien porque ha aprendido la síntesis de los sentimientos y necesidades. A mí me besó las manos, tomándolas entre las suyas; me las besó con dulzura religiosa, con un amor devoto. Qué hermoso gesto. A sus bisnietos los miraba y sonreía de un modo en el que yo quise ver algo de ironía, de asombro por la distancia, por la fenomenal agitación con la que contribuían a la escena. Alicia había escrito una pequeña cuartilla en la que le decía felicidades, yaya, espero que estés bien, este verano he estado en Laredo y he montado a caballo, te quiero mucho. Alicia tiene la gozosa necesidad de expresarse por escrito. Imposible no reconocerse, a la distancia, en esa tentativa íntima frente al mundo. En el vano intento por modelar los sentimientos de los demás a través de los propios. Veremos si persiste. Quería leérsela pero al final no lo hizo. A Alicia le gusta la interpretación de los textos, las canciones, los bailes, en público. La nota tenía el sentido de la lectura frente a ese pequeño auditorio familiar. Después, se la regaló al abuelo para que él la guardara.

Afuera, los pequeños corrían. Afuera hay un jardín soleado de parterres y figuras tranquilizadoras. Y una galería corrida, con un generoso aire del novecientos, orientada de modo que conserva todo el calor de las mañanas, aun si fuera mínimo. El lugar subraya la repetición intachable de los días, salvo por los detalles. Suprime todo lo accesorio de la vida, que va quedando en una raspa desnuda de horas y esperas, adormecimientos cruzados por un recuerdo o un sueño muy lejano, mañanas de visita, algún fallecimiento sin mayor significado, la noche, la mañana, las tardes, la comida, la temprana cena, los pasillos, los salones, la visita al servicio, el sol. La abuela ha pasado un año en silencio. Aún sonríe, claro que sí, aunque no puede evitar una mirada extrañada a su alrededor. No es confusión, es sabia economía, conciencia plena del tiempo. Sus manos conservan la finura delgada de la piel y tiene los labios cálidos cuando besa. Maneja su pequeño mundo interminable con una agilidad de ilusionismo que nosotros ni siquiera entrevemos. En cierta ocasión, poco después de su centenario, vio en mí a un sobrino suyo. Al principio me entristeció, tomé la confusión por un signo de decadencia nada sorprendente, pero siempre odioso. Luego comprendí que ese teatro mágico, ese juego de equívocos de la memoria, podía ser un último regalo que hacerle, acaso el más precioso porque ampliaba las posibilidades de su existencia como un espejo multiplicador. Más allá del jardín soleado, de las habitaciones, de la rutina, los días insistentes, el tiempo, la memoria, los espacios. Ese prodigio la convertía en inmortal. Inmortalmente bella. Capaz de habitar cualquier rincón de su minucioso recuerdo, cualquier instante de su vida, y recrearlo a su gusto. Cualquier tiempo. Me sentí feliz de poder encarnar ante sus ojos al sobrino que ella quisiera ver en esa precisa mañana. Ser todas las personas que la cuidaron o la acompañaron durante años en su casa en Lavapiés; a los que ahora, en este epílogo tan felizmente largo, ha tenido lejos. Representar para ella cualquier escena de su vida.

Al hacernos la fotografía, todos sonreímos. La abuela, siempre en silencio, primero apartó la vista con un aire melancólico. La luz del día entró a reflejarse en sus gafas. Después, tranquilamente cerró los ojos.

Yo soñé esta mañana que me moría

La otra mañana ponderaba mis laberintos y pensé en Borges, una cómoda asociación nada fatigosa, como cualquiera sabe. Aún no he soñado un laberinto o no lo recuerdo, todo puede ser, pero me he propuesto soñarlo una de estas noches. Y sé que lo haré. Como otras personas se proponen el imposible olvido, yo imposiblemente me propongo sueños para luego recrearme en ellos. Todos estamos en desventaja: los que pretenden decidir lo que olvidan (yo no aspiro a ello, no sé hacerlo) y los que pretendemos decidir lo que soñamos. Releí algunos textos del Viejo sobre el simbólico espacio del laberinto y me abandoné a sus conversaciones con Joaquín Soler Serrano, tan generosas. Escuché a una muchacha declamar con atractiva serenidad el intrigante relato 'El Otro'. En él, un joven Borges se sienta cierta mañana en Ginebra en un banco frente al Ródano mientras, muchos años después, un anciano Borges se sienta cierta mañana en Cambridge en un banco frente al Charles. El banco se encuentra en una intersección de tiempos y lugares levemente convergentes. Ambos dialogan sobre la extraña naturaleza del encuentro, conscientes de que tal vez se sueñan (y quién sueña a quién, razonan) o de que cualquiera de los dos ha de ser, a la fuerza, el otro. Pensé en los otros, en mis otros, con los que me encuentro aquí mismo.

He vuelto a Cortázar en septiembre, como solía hacer. En una noche y apenas una mañana, la mañana en que ponderaba mis laberintos, leí ’La Otra Orilla’, colección de relatos prematuros del autor argentino, virados hacia la intromisión de lo fantástico (lo mágico, diría Borges) en la realidad cotidiana. Si algo me atrae hacia Cortázar es la admirable proximidad de su prosa, un engaño de proximidad, quise decir. Parece que cualquiera pudiera acceder a ella, incluso yo. En ’La Otra Orilla’, sin embargo, Cortázar aún no se ha quitado esa primera piel de limpia vanidad en su escritura. Parece extraño: resulta más fácil el artificio que la sobriedad. A pesar de la molestia inicial, los cuentos resultan fascinantes, oníricos e irónicos. Casi sin detenerme tomé del estante ’El Otoño en Pekín’, de Boris Vian, una terrible deriva hacia el absurdo que explica un periodo en el que todo es posible. Hace dos veranos releí ’Escupiré sobre vuestra tumba’, despiadada, atroz novela negra de Boris Vian, una de las mejores que leí. Lo mejor de Vian, autor que me divertía mucho al poco de cumplir los 20 años y al que dejé atrás sin querer. ’El Otoño en Pekín’ no tiene nada que ver con el otoño ni se desarrolla en Pekín, lo que explica a Boris Vian, si eso es posible. Veamos:

"Amadís se aproximaba, aproximadamente, a las ocho veintinueve. Le quedaba un minuto para llegar a la parada, lo cual representaba exactamente sesenta pasos de un segundo, pero Amadis daba cinco pasos cada cuatro segundos y el cálculo, demasiado complicado, se esfumaba en su cabeza. En consecuencia y como era normal, el cálculo fue expulsado con la orina, haciendo toc contra la loza. Pero eso fue mucho tiempo después".

Y todo así.

Mientras sueño laberintos, alegrías o tristezas (mucho más sencillas de recordar, las alegrías no persisten), esta noche soñé con David Villa y con Michael Phelps. Con el primero tomábamos algo en un bar y al segundo le hacía una enrevesada pregunta sin sentido que disimulaba entender y contestaba mucho mejor de lo esperado. Por la mañana, en los diarios he visto que Villa marcó anoche dos goles, lo que tal vez haya conspirado a favor de mi indeciso sueño; y encontré también unas declaraciones de Phelps: "A veces no sé en qué día vivo". Notable. No logro fijar su respuesta a mi pregunta, que bien pudo ser esa.La otra mañana soñé completa la enérgica melodía de ’Born on the Bayou’. Al despertar, recordé que ya la había escrito John Fogerty, imaginando para sí mismo una infancia sureña que jamás vivió. Molesto por que se me hubiera adelantado la Creedence Clearwater Revival, mojé la mañana en café con leche instantáneo, como los personajes parisinos de Cortázar, escuchando el Doble Rojo de los Beatles.

En mi cabeza, 'Born on the Bayou' sonaba exactamente así.