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Somniloquios

Minutos musicales

La leyenda del santo bebedor

La leyenda del santo bebedor


Muchos fueron generosos con Shane MacGowan y le anticiparon una muerte prematura en cualquier esquina. La destructiva trayectoria del cantante de los Pogues autorizaba esa conjetura. Yo mismo fui a verlo con mis propios ojos el día de San Patricio de 1995, en Londres, con el espíritu con el que habría ido a despedirme de un amigo. Cuando aún éramos jóvenes, teníamos la muy saludable costumbre de celebrar el día de San Patricio vaciando unas cuantas pintas de Guinness. Aquel 17 de marzo el programa en Londres era inmejorable, tan inmejorable que se repite con frecuencia: en algún garito de Brixton, el sur negro de la ciudad, actuaban los Dubliners; y al norte, en el Shepherd's Bush Empire, Shane MacGowan se presentaba sin dientes y con los Popes, la banda que había armado con el fin de refundarse a sí mismo y olvidar que nuestros adorados Pogues lo habían echado a patadas del grupo, hartos de recoger sus restos por cualquier lado.

Consideramos las posibilidades de la nostalgia dublinesa y las posibilidades del gamberrismo alcohólico de Shane. Había dos cosas seguras y comunes a ambos conciertos: todos acabaríamos borrachos de Guinness y cantaríamos el Dirty Old Town a gritos. Lo único dudoso es lo que ocurriese después. Podíamos apostar que en Brixton los borrachos de la audiencia iban a terminar la noche abrazados entre desconocidos, lagrimeando como inmigrantes embarcados camino de Nueva York y del nuevo siglo; mientras, el resultado más probable en el concierto de Shane MacGowan era el de una pelea multitudinaria. Sin dudarlo un segundo, decidimos ir a ver a Shane.

Yo pensaba que, habiendo sobrevivido mis gafas modelo Lennon a un concierto de los Ramones, estaba preparado para todo. Entre los grandes momentos de mi existencia puedo contar ese instante aterrador en el que Dee Dee Ramone se me quedó mirando fijamente desde el escenario del Pabellón Francés con una cara de desprecio muy tierna, mientras le daba a la guitarra con las piernas abiertas en compás como un torero ebrio. Fue apenas un instante, porque nos habíamos metido en las cinco primeras filas y ahí estaba desatada la tercera guerra mundial, versión punk-rock: la multitud bailaba pogo y todos volábamos de un lado a otro de los pies del escenario con psicotrópica alegría. En esos días estábamos en forma. Sólo nos ordenamos cuando Joey levantó el cartelón con el famoso versículo que decía, con profundidad calculada: "Gabba, Gabba, Hey!!!". Todos lo coreamos y Joey Ramone se puso a asentir tras sus anteojos negros, con el emblema en alto, como si quisiera decirnos precisamente eso y ninguna otra cosa. Sólo eso, que ya bastaba: "Gabba, Gabba, Hey". Es lo que se llama comunicación trascendental.

Decía, entonces, que yo me creia maduro de sobra para el concierto de Shane MacGowan. De teloneros hicieron un dúo muy simpático compuesto por un arpa y una guitarra. O quizás un arpa y un violín. O un cello, no me acuerdo. El arpa estaba. Una mezcla rarísima. Aún recuerdo al tío recortado contra el escenario con su lírico aparato, frente a una audiencia sedienta de sangre y cerveza negra. Aunque el ritmo del dueto invitaba al insulto, la gente permaneció callada. Bebía. Iba cargando los tanques. Yo preferí mirar al frente, al escenario. Alrededor, mientras se llenaba el local, la vida iba mostrándose en sus más atroces formas. Vaciamos una pinta y luego otra. Los vasos eran casi reales, pero estaban hechos de plástico. Me llamó la atención la magnífica consistencia del material. En términos de vasos de pinta, constituían una imitación sobresaliente. Eran duros. Eran vasos profesionales, con plena conciencia de su naturaleza. Nada de esos vasos enclenques que te dan en el Pilar y que se te adelgazan en las manos cuando los sujetas, llenándote los dedos de pegajosa cerveza sobrante.

En cierto momento me aproximé a la barra. El Empire estaba lleno pero aún se podía caminar con relativa comodidad. Calculé que disponía de tiempo suficiente para ir y volver, ese dilema clásico de los conciertos. Pedí tres Guinness y las pusieron exactas, con su cabecita perfecta, su honda negrura masticable, con esa perfección de las líneas que tanto nos gusta. Mirándolas, me había despistado unos minutos decisivos. Cuando me disponía a pagar, los del arpa ya se iban. Antes de que me diera cuenta y emprendiese el camino de vuelta, Shane MacGowan apareció en el escenario. Sin dientes, con un vaso de licor ambarino en una mano y los músicos a su alrededor. Supe que estaba condenado y, en efecto, con el primer guitarrazo se desató el infierno. La tormenta me cazó en medio de ninguna parte, demasiado lejos para defender mis pintas frente a la marabunta, que había enloquecido con carácter inmediato. Bailar pogo es una cosa. Otra es hacerlo con las manos llenas de cervezas hasta el borde del vaso. Cuando llegué a donde me esperaban, creo que había rendido más de un litro a las fieras, desparramada por mi cuerpo y los ajenos. Entregué lo que quedaba, observé la mía con tristeza y le di un trago, con serio peligro de que alguien me la incrustara en el pómulo. Miré al escenario. Vi al ex de los Pogues agarrado a su bebida de cristal y al micrófono, como si hiciera mucho viento y temiera caerse. Lo otro que vi me llamó aún más la atención: a sus pies aterrizaban vasos de pinta arrojados desde la audiencia. Algunos lo alcanzaban apenas. La gente largaba las cervezas contra el escenario, o bien de un lado a otro de la pista de abajo, donde estábamos todos. De inmediato supe lo que había que hacer: miré mi vaso, tomé impulso y lo lancé hacia arriba, en dirección al techo, dejando que la Guinness saliera disparada como una lengua negra en violenta descomposición, atravesada por los focos del escenario, cuarteándose en gruesos goterones después, conforme perdía impulso doblegada por la gravedad, como el chorro de una fuente. Me cayó encima a mí y a otros. Para entonces ya me habían regado de sobra como para que me importase. Luego me puse a berrear y a saltar. Era el único modo de sobrevivir.

Shane MacGowan permaneció ajeno a la locura durante un buen rato. Cantaba con los ojos cerrados, aferrado al micro y trastabillando los pies algunas veces. A la media hora, de repente, abrió la mirada y la apoyó en el público con extrañeza, como si acabara de despertarse en la cama de su casa rodeado de un montón de gente desconocida. Siguió bebiendo, recompuso la voz pedregosa y dio un concierto estupendo, aunque todos lo insultamos porque formaba parte de la diversión. Un tiempo antes me había encontrado a Shane MacGowan en el Filthy MacNasty's, un pub iluminado con velas en Islington, donde tiraban una formidable Guinness. La BBC le estaba grabando un documental. Tenía ese aspecto de degradada exageración común a los adictos, subrayado por una boca que era, y es, una gruta de perdición obscena. No había vuelto a saber de él hasta que esta noche, esta noche de San Patricio, recordaba aquella otra noche de San Patricio en Londres, en 1995. He leído que Shane MacGowan cumplió 50 años el día de Navidad, que últimamente toca a veces con Pete Doherty, ese muchacho con aspecto estúpido que era de los Libertines y los Babyshambles y novio de Kate Moss; y que conserva en buena forma la voz, ya que nunca tuvo buen aspecto, y que tal vez se reúna otra vez con los Pogues para hacer esa mezcla de punk y folk irlandés y rock que tanto nos enervaba. Y he leído unas declaraciones de Shane MacGowan en las que afirma que, si su predicha muerte aún no se ha cumplido, es gracias al alcohol, precisamente. Shane MacGowan confiesa haber comenzado a beber a los cuatro años. También promete comprarse pronto una dentadura nueva.

Para los nostálgicos, dejo Dirty Old Town.

¿Dónde tengo la cabeza?

Perdonen ustedes que no salude. Algún día hablaremos de las virtudes del silencio o dialogaremos sobre ellas sin decir nada, que es el modo más acertado de reflexionar sobre el silencio mismo. Estos días me pregunto dónde tengo la cabeza porque la siento en suspenso, cómoda en una callada estabilidad que me da miedo por falta de costumbre. Me pregunto si soy yo o bien la química redondeada de cada mañana. Ahora me duermo pronto, nada más pasar la medianoche; se me cierran los ojos como si no hubiera ninguna otra cosa que hacer salvo cerrar los ojos. Las noches hechas vapor, con lo bien que he sabido yo darles forma. Antes me levantaba de la cama de un salto, impulsado por pensamientos; durante un tiempo me ponía a temblar nada más abrir los ojos, un motor de inquietudes en permanente ralentí, y luego seguramente me sentaba a escribir algo muy poco pensado. Ahora me despierto y me quedo entre las sábanas, con la mirada puesta en ningún sitio, y tratando de reconocerme en una calma tan engañosa. No lo consigo del todo. Como los Pixies, me pregunto dónde tengo la cabeza.

Where Is My Mind?

Un agujero en la cabeza

The Revolution Starts Now (Steve Earle and The Dukes)

 

Algún día os voy a contar lo que yo llamo la teoría del bocadillo de salchichón, un suceso habitual de mi infancia que mi madre recuerda bien y que anticipaba mi problema más grave de la edad adulta: nunca estoy satisfecho con lo que tengo. Esa teoría viene hermanada con otra que llamaríamos Teoría Tom, Dick y Harry, basada en los intentos de huida de La Gran Evasión y consistente en la construcción permanente de túneles de huida de la realidad. Cuando yo era niño me fascinaba construir túneles en montículos de tierra, generalmente acumulada por los obreros para alguna de sus obras. Con algunos amigos, jugábamos a roturar esas montañitas con nuestras manos y construir túneles tan largos como nos permitieran nuestros brazos. Cuando podíamos meterlos hasta que el hombro tocase con la entrada del túnel, entonces parábamos e iniciábamos la construcción de otra galería desde la ladera contraria, con el fin de unirlas. Me gustaba la tersura aterciopelada de la arena fría y húmeda del interior; me gustaba el momento en el que las yemas de los dedos, arenosas, tocaban las yemas de los dedos del otro, que había avanzado desde el lado contrario hasta comunicar los agujeros. Entonces igualábamos la anchura de ambos lados hasta dejarlo perfecto. Luego lanzábamos una pelotita por un extremo para verla salir por el tobogán de la boca opuesta. O bien llenábamos un cubo con agua y la arrojábamos con cuidado de un lado a otro, para que bajase en un torrente interior que no inundase la galería. Con los años me he dado cuenta de que aquel comportamiento equivale a la construcción de túneles de escapatoria en mi arenoso cerebro, juego que practico con desesperada constancia. Es mi forma de huir.

Somniloquios constituye el mayor de esos túneles, el más feliz y el que contiene una mayor ambición, si se le puede llamar así. A vosotros os puede parecer un mero ejercicio, más o menos gracioso, de diletancia o entretenimiento, pero no tiene nada que ver con eso. Somniloquios es una batalla, un acto cotidiano de simple supervivencia contra las insatisfacciones y la frustración. En ese sentido no tiene nada de edificante, pero me aproxima a la salvación. Hace tiempo que pensé, de un modo algo dramático, que sólo las palabras pueden salvarme. Incluso aunque no valgan mucho. Incluso las que no llegan.

Steve Earle decidió muy pronto que haría la revolución con palabras enredadas en una guitarra. Hijo de un controlador aéreo, educado en Nashville y en la Texas sureña, a los 16 años se largó de casa para tocar música contra la guerra de Vietnam. Con esa edad no le permitían interpretar sus composiciones o subirse siquiera a un pequeño escenario en un club o un bar, así que acompañaba por los cafés a grupos de activistas. A los 19 años se casó con la primera de sus cinco esposas. Por el camino fue educando todas sus influencias e instintos musicales, rebasó el bluegrass, el folk, el country, su versión alternativa y el propio rock; mejor que rebasarlos, lo que hizo fue fundirlos (como otros tantos grandes autores americanos) en un género intermedio que va y viene de unas reminiscencias a otras y compone un concepto tan reconocible como es la música americana, potente, despiadado, honesto, áspero, realista. Un tipo de sonido perfecto para la lucha, la protesta, el inconformismo y el mensaje. El concepto de cantautor me parece un coñazo a este lado del Universo, pero de la América silenciosa (concepto encantador) surgen este tipo de songwriters cuya concepción musical permite ir más allá o más aquí de los mensajes y aterrizar en un sonido estimulante, repleto de pensamientos cruzados y de tradiciones superadas, que no olvidadas.

La descarnada identidad de los personajes ayuda a creer en ellos y en lo que hacen. A principios de los años noventa, la adicción de Steve Earle a la heroína le impidió seguir trabajando. Dejó de escribir y producir y se pasó un par de años o algo más detenido en el tiempo, un periodo que él mismo bautizó como "mis vacaciones en el gueto". La droga y un asunto de armas de fuego terminó con Earle en la cárcel. A la vuelta de ese tiempo, curado de todos los excesos salvo el exceso maravilloso de la creación musical, comenzó a dar lo mejor de sí, hasta hoy. Esta noche, Steve Earle tocará en la Oasis, un lugar verdaderamente paradisiaco de ofertas diversas, indispensable en esta paz tramposa de los desiertos que a veces nos parece Zaragoza. Una gran ciudad para vivir, pero no para luchar. En ningún sentido. Después de Los Sitios, en Zaragoza casi todas las batallas pueden darse por perdidas de antemano y es probable que uno acierte en el pronóstico. Mientras tanto, podemos escuchar al revolucionario Steve Earle, esta noche junto a su mujer Alison Moorer. Es una suerte que tenga Zaragoza por un lugar recurrente desde el que jugar a la guerra con guitarras. En su anterior visita yo lo pasé por alto, de forma inconsciente. Esta vez pienso ponerme en la pared para que, si puede ser, el señor Earle me apunte y me haga entre las cejas un humeante agujero de evasión con el mástil de su guitarra. Si alguien me dice revolución, yo digo Steve Earle.

El crooner

El crooner Si hay una palabra en inglés que me gusta por fonética, semántica, significante y significado, es la palabra crooner. Me gustan los crooners, los cantantes intimistas, los baladistas de flor en una mano y cuchillo en la otra, con su elástica dicción y sus elásticos conceptos del amor y la vida, desde el sexo despiadado, físico y autodestructivo a la ternura melancólica, las mañanas y los días sombríos, la luminosa desdicha de la pérdida y los reencuentros, los altares con crisantemos y los cementerios con cerveza. Todo vestido con un traje de raya diplomática cerrado con chaleco, abrochado por un piano y un violín. Frank Sinatra fue el crooner por excelencia y su lado oscuro lo tenía incorporado, si no en las canciones, sí en su propio ser. Nick Cave es el crooner más potente del momento, entendiendo por momento los últimos 25 años, pongamos. Nocturama, su disco de 2003, incluía esta canción: He Wants You, que encuentro sobre el fondo acaramelado de El cielo sobre Berlín, película de Wim Wenders que no he visto, en la que dos ángeles cuidan de la ciudad mientras uno de ellos se enamora de una trapecista y anhela la mortalidad y alguna gilipollez más. De ella escribió Carlos Boyero, con indisimulado cariño: "Pretenciosa, falsa, boba, sensiblera". Y yo de Boyero ya sabéis que me fío lo justo -o sea, mucho- desde que declaró grandiosa La Delgada Línea Roja y abominó de aquel empalagoso caramelo envuelto en celofán que fue Shakespeare in Love. El Oscar, claro, se lo dieron a esta última y a Gwyneth Paltrow, la rubia más lánguida y sosa que ha dado el cine moderno. En fin, que éste es el otro Nick Cave. Que lo dejo para completar el cuadro, porque me aburro, porque no sé qué escribir y porque no hay nada mejor que rodear con música los silencios interiores, que pegan unos gritos de espanto.

No Pussy Blues

No Pussy Blues


Hay que pegarse un trago largo de lo que sea, para olvidar o aclarar la garganta, porque la cosa está de no pensar mucho. Ya me entendéis. Como ayer nombramos en un comentario a Nick Cave, he decidido desengrasar con Grinderman, el último proyecto de grupo del australiano. La biografía de Nick Cave anticipa a ese hombre con bigote del centro de la foto. Hijo de un profesor de Literatura y de una bibliotecaria, Nicholas cantaba en el coro de la iglesia de la comunidad y hacía el gamberro en el colegio. Lo mandaron a un internado, probó el efecto expansivo de algunas drogas y después su padre murió en un accidente de tráfico. Él se largó a Inglaterra, comenzó a hacer música y se convirtió, junto a los barbudos Bad Seeds, en un agrupamiento delicadamente brutal. Encantador en su aspereza. A Nick Cave lo agarré a las alturas de Boatman's Call y su dulce y oscura Into My Arms.

 

Eso era piano y voz cavernosa, pero desde entonces me tiene cogido por los huevos y no me suelta, en cualquiera de sus diversos registros. Murder Ballads, atroz, dolorosa, nigérrima colección de canciones que describen muertes, asesinatos, abusos y cloacas de sangre y celos, hizo el resto. Luego empecé a tirar hacia atrás, recuperando el tiempo como con todo lo demás. Desde entonces no he parado de atender. Recomiendo vivamente el disco de Grinderman, la última versión de Nick Cave, con la mitad de los Bad Seeds en los instrumentos y, otra vez, una lista de canciones de terrible sonoridad, ritmo, guitarra y sombrío ruido armónico. Dejo como ejemplo el No Pussy Blues, canción canalla y magnífica, como todo el disco.

 

 

Y esta otra versión en directo, que nos da una leve idea de lo que podría ser el concierto que Nick Cave dará en Zaragoza. Grinderman, recomendado con entusiasmo para mañanas perezosas y noches brutales.

No Pussy Blues

My face is finished, my body's gone.
Mi cara está acabada, mi cuerpo ha desaparecido
 
And I can't help but think standin' up here
Y no puedo evitar pensar, aquí de pie

in all this applause and gazin' down
en medio de los aplausos, mirando abajo

at all the young and the beautiful.
a todas las jovencitas y las hermosas

With their questioning eyes.
con sus interrogantes ojos
 
That I must above all things love myself.
que debo quererme a mí mismo por encima de todo

I saw a girl in the crowd,
Vi a una chica entre la multitud
 
I ran over I shouted out,
corrí hacia ella y la llamé a gritos
 
I asked if I could take her out,
Le pregunté si la podia sacar por ahí
 
But she said that she didn't want to.
Pero me dijo que no le apetecía

I changed the sheets on my bed,
Cambié las sabanas de mi cama
 
I combed the hairs across my head,
Me peiné el cabello hacia un lado
 
I sucked in my gut and still she said
Me tragué el orgullo pero aun así ella dijo
 
That she just didn't want to.
que simplemente no le apetecía.

I read her Eliot, read her Yeats
Le recité a Eliot, le recité a Yeats,
 
I tried my best to stay up late,
Intenté mantenerme despierto hasta tarde
 
I fixed the hinges on her gate,
Le arreglé las bisagras de su puerta
 
But still she just never wanted to.
Pero simplemente, nunca le apetecía.

I bought her a dozen snow-white doves,
Le compré una docena de palomas blancas como la nieve
 
I did her dishes in rubber gloves,
fregué sus platos con unos guantes de goma
 
I called her Honeybee, I called her Love,
la llame abejita mía, la llame amor
 
But she just still didn't want to. She just never wants to.
Pero ni aun así quería. Simplemente, nunca le apetecía
 
I sent her every type of flower,
Le envié todo tipo de flores
 
I played her guitar by the hour,
Toqué la guitarra para ella
 
I patted her revolting little chihuahua,
Acaricié a su asqueroso Chihuahua
 
But still she just didn't want to.
Pero ni aun así le apetecía

I wrote a song with a hundred lines,
Escribí una canción de cien estrofas
 
I picked a bunch of dandelions,
Cogí un ramito de diente de león
 
I walked her through the trembling pines,
La llevé a pasear entre los trémulos pinares

But she just even then didn't want to. She just never wants to.
Pero no quería, sin más. Es que nunca le apetece.

I thought I'd try another tack,
Pensé que debía intentar otra táctica
 
I drank a litre of cognac,
Me bebí un litro de coñac
 
I threw her down upon her back,
La tumbé sobre la espalda
 
But she just lay up and said that she just didn't want to.
Pero ella se puso de pie y dijo que no le apetecía
 
I thought I'd have another go,
Volví a la carga
 
I called her my little ho,
La llamé putita mía
 
I felt like Marcel Marceau
Me sentí como Marcel Marceau
 
must feel when she said that she just never wanted to. She just didn't want to.
Debí sentirme así cuando me dijo que, simplemente, nunca le apetecía. No quería, sin más.

I got the no pussy blues.
Tengo el blues del sin chochito.

Dios

Dios

God

God is a concept,
By which we can measure,
Our pain,
I'll say it again,
God is a concept,
By which we can measure,
Our pain,
I don't believe in magic,
I don't believe in I-ching,
I don't believe in bible,
I don't believe in tarot,
I don't believe in Hitler,
I don't believe in Jesus,
I don't believe in Kennedy,
I don't believe in Buddha,
I don't believe in mantra,
I don't believe in Gita,
I don't believe in yoga,
I don't believe in kings,
I don't believe in Elvis,
I don't believe in Zimmerman,
I don't believe in Beatles,
I just believe in me,
Yoko and me,
And that's reality.
The dream is over,
What can I say?
The dream is over,
Yesterday,
I was dreamweaver,
But now I'm reborn,
I was the walrus,
But now I'm John,
And so dear friends,
You just have to carry on,
The dream is over.

[Hace hoy 27 años, un transistor en el mueble de la cama abatible del cuarto de jugar dijo que John Lennon había muerto. Yo no atendí y no entendí. "Han matado a John Lennon", corroboró mi madre. Yo pensé que quería decir Jack Lemmon, el actor. ¿Quién era John Lennon? Siempre me ha sorprendido la claridad de un recuerdo que en ese momento no significaba gran cosa para mí; ahora significa todo. No puedo ver documentales sobre la vida y la muerte de Lennon porque me pongo enfermo. Los miro igual que miraría un película de la que espero otro final, pero el final siempre viene a ser el mismo: "¿Es usted John Lennon?". Y la escueta respuesta: "Sí". En la ambulancia de camino al hospital. Mark David Chapman continúa encarcelado siete años después de cumplir su condena y ahora han filmado una película sobre su personaje que gana premios en festivales. Yo me sigo preguntando lo mismo que aquella mañana: ¿Quién era John Lennon? Era Dios. Un concepto por el cual podemos medir nuestro dolor].

Oración

Oración
Be Not So Fearful
 

Be not so nervous
No estés tan nervioso
Be not so frail
No seas tan frágil
Someone watches you
Alguien te cuida
You won't fail
No vas a fallar

Be not so nervous
No estés tan nervioso
Be not so frail
No seas tan frágil
Be not so nervous
No estés tan nervioso
Be not so frail
No seas tan frágil

Be not so sorry
No te lamentes así
For what you have done
Por lo que has hecho
You must forget them now
Debes olvidarlo ahora
It's done
que ya está hecho

And when you wake up
Y cuando despiertes
You will find that you can run
Verás que puedes correr
Be not so sorry
No te lamentes así
For what you have done
Por lo que has hecho

Be not so fearful
No tengas tanto miedo
Be not so pale
No te pongas así de pálido
Someone watches you
Alguien te cuida
You won't leave the rails
No te vas a perder

Be not so fearful
No tengas tanto temor
Be not so pale
No te pongas así de pálido
Be not so fearful
No tengas tanto miedo
Be not so pale
No estés así de pálido

You must forget them now
Debes olvidarlo
It's done
Ahora que ya está hecho
And when you wake up
Y cuando despiertes
You will find that you can run
Te darás cuenta de que puedes correr
Be not so sorry
No te lamentes tanto
For what you have done
Por lo que has hecho

Be not so sorry
No te sientas tan mal
For what you have done
Por lo que has hecho

[La descubrí hace poco, y eso que siempre estuvo delante de mis narices: en un pliegue del documental I Am Trying To Break Your Heart. No la encuentro en YouTube cantada por Jeff Tweedy en solitario o Wilco en conjunto; tampoco la original, la que creó ese casi intangible autor de los setenta llamado Bill Fay, del que apenas sé que sobre la solapa de un disco una revista lo proclama "el eslabón perdido entre Nick Drake, Ray Davies y Bob Dylan" (!). Así que dejo dos versiones anónimas, modestas y sentidas: una a la guitarra, otra con un teclado. Cualquiera puede murmurar la letra: sirve para rellenar los agujeros negros del estómago y los agujeros blancos de algunas noches].

La leyenda de los Héroes

La leyenda de los Héroes

Anoche, subida en el viento, la voz de Enrique Bunbury bajaba inflamada por las calles de la ciudad y llegaba nítida hasta la Avenida Goya, sobrevolándola, planeando más allá, camino de la Puerta del Carmen. No es una metáfora. Era cierto. Era el cierzo, que la traía de sur a norte, de La Romareda hacia el centro, apoderándose de la ciudad de un modo, repito, metafórico. Yo nunca fui un gran seguidor de los Héroes del Silencio; yo fui un coetáneo que en aquellos días igual se encontraba por los bares de la zona -en algunas tardes muy largas- a Enrique Bunbury o al Príncipe Felipe. Recuerdo a Bunbury en un bar del que no recuerdo ni el nombre. Subida en el viento, anoche su voz se imponía en oleadas. Sólo vi a los Héroes una vez en concierto, y aún no eran los Héroes tal y como los conocimos después. Eran un grupo emergente, sí, pero no los Héroes de la leyenda que ahora todo el mundo da por hecha, sabida y vivida. Y si recuerdo aquella noche, que era también una noche del Pilar de mediados de los años ochenta, es por la imagen y no por la música. La imagen no se me ha borrado nunca y nunca he sabido por qué: Bunbury muy joven, en un escenario en Independencia, con su melena entre rubia y caoba. acumulada sobre un lado de la cabeza muy al modo de los ochenta, pero suspendida en el azote del viento; y él cruzando la marea del cierzo con una voz grave que aún no tenía esa grandilocuencia en la dicción que tanto me molestaría después, que penetraba la noche sin ninguna dificultad, y ahí quedaba suspendida. Tampoco estaba el exceso escenográfico que es la marca del personaje, no sé si de la persona y no me importa. La exactitud teatral de los movimientos, las poses, el engolamiento muy singular y muy estudiado. Ignoro por qué nada de esto me gustaba y ahora me gusta.

Yo nunca fui un gran seguidor de los Héroes. Prefiero decirlo porque es la verdad. Me gustó su primer disco (que compré y aún tengo amontonado, supongo, en algún sitio) y luego empecé a desechar su evolución. Cuanto más famosos les hacía su lado oscuro, cuanto más se ensuciaban las guitarras, menos me interesaban a mí. Hasta que dejaron de hacerlo por completo. Yo quería entonces más pop y mi lado oscuro tenía otras formas, expresas en fondos igual de negros pero de lados más nítidos. A la vuelta de mi año en Engerland (por cierto que los Héroes tocaron ese verano en Londres y yo no los vi...) fui a admirar y escuchar a Gene en la sala En Bruto. Entonces Gene (¿alguien recuerda a Gene?... supongo que sí) acababan de aparecer y, aunque serían efímeros, eran fantásticos y se nos parecían algo a los Smiths, y puede que eso fuera suficiente; pero además hicieron un par de discos estupendos y soñadores y nostálgicos, llenos de ese pop íntimo y universal de los oscuros lúcidos. Luego se desvanecieron lentamente, como una canción o un viaje. Mientras aguardábamos su salida al escenario, pusieron Avalancha en los altavoces, un rato largo, Iberia Sumergida y todo eso. Rick se acordará bien, que estaba a mi lado. Con sinceridad, los Héroes en esos días me resultaban cargantes o aburridos. El modo de cantar de Bunbury me agotaba. Y sin embargo...

...sin embargo mañana estaré en el concierto. Creo que se debe, más que nada, a Bunbury. A sus discos en solitario, que me fueron ganando de unos años a esta parte, muy poco a poco y de modo por completo inesperado para mí. No está mal redimirse (si queremos interpretarlo así) en la comprensión o el aprendizaje de otras formas. Ensanchar los límites por dentro. Los discos de Bunbury (sobre todo Flamingos y aún más El viaje a ninguna parte) obraron un efecto inverso: aproximarme primero a él y luego otra vez a los Héroes. En estos tiempos en que tener un disco no cuesta nada, sólo el sosegante trabajo de escucharlo, he ido acumulando algunos álbumes de entonces de los Héroes, que no oigo demasiado pero oigo a veces, cuando siento que necesito agitar o combatir algunas nostalgias de entonces o de ahora. Sigo prefiriendo los primeros años, de canciones y acordes más planos, y aquella imagen del cantante joven subido en el viento a mediados de los ochenta. Eso sí me gusta y me gusta recordarlo. Puede que lo que busque sea la imagen ideal de aquellos días en que ellos y nosotros éramos casi igual de adolescentes. O puede que yo me haya puesto oscuro hasta encontrarme con sonidos que entonces no me interesaron. Ha ocurrido con otros grupos y otras músicas. Yo nunca fui un gran seguidor de los Héroes, voy a decirlo por última vez, pero ahora pienso que tal vez sólo nos cruzamos en un tiempo equivocado que hoy admite matices. Eso pasa. Con hechos y con personas. También con la música. Me alegro de que hayan vuelto. Por toda la gente que sí los quiso en su momento. Especialmente por César Láinez, que fue y es uno de ellos. Y porque en el fondo siento que todo debería volver, un poco.