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Somniloquios

Vivir de cine

Fin de la película

Fin de la película

Los Multicines Buñuel cerraron el viernes para no abrir nunca más. Hace tiempo que dejaron de ser rentables, cuentan; hace tiempo que eran pequeños e incómodos, contamos. Nos pondremos románticos por la pérdida de otro cine, pero uno ha visto desaparecer ya tantas salas (y otras muchas cosas) en la ciudad que acepta este penúltimo extravío como parte del proceso de demolición silenciosa de la Zaragoza de los setenta, la de mi infancia o de la adolescencia que venía. Con permiso, a mí me gustaba más aquella Zaragoza, como los muchachos de ahora preferirán la que tienen a la futura, supongo. Y si no, serán unos desgraciados sin sentimientos, posibilidad cada vez más probable.

Los cines significaban sólo una parte más de ese paisaje perdido, pero una parte principal porque en un cine ocurre literalmente de todo. En la pantalla y en el patio de butacas.  En ese tiempo todo me parecía posible. El pozo San Lázaro se tragaba autobuses enteros; contaban que comunicaba con Tortosa por un túnel largo y de aguas impenetrables; el oso giraba sobre sí mismo entre los barrotes en el parque Bruil; los Bordini descendían desde la torre de La Seo al centro de la plaza del Pilar, subidos en motos veloces, por un delgado cable de plata; en el edificio Trovador estaba Sementales y olíamos a los caballos desde lejos y mirábamos sus sombras moverse a través de los ventanucos cuadrados. Los sábados íbamos a patinar sobre hielo al Ibón, en Requeté Aragonés. Las ferias las ponían en Tenor Fleta, a la vuelta del colegio de los Agustinos. Y detrás sólo se veía ya la bendita huerta y el bendito tomate de Zaragoza. Lo diferencial de la Zaragoza de los setenta, como demuestran estas líneas, es que constituía un espacio privadamente ilusorio, innegable a pesar del tiempo, que juega a reforzar esa impresión en lugar de negarla con un barniz racional. Esa posibilidad mágica se manifestaba en los lugares más insospechados. Como en los los bancos: el Zaragozano, el Banco de España, el Central y el Hispano-Americano, todos en la plaza de España y sus alrededores. De muy niño, mi abuela Pilar me entraba a los bancos a primera hora de la mañana, antes de llevarme al colegio. Yo se lo pedía. Me gustaba la grandiosidad interior de los bancos y el trasiego de gente, las filas, el murmullo de las operaciones, el mármol de los suelos y las grandilocuentes fachadas. Esto me lo explico ahora, porque jamás he logrado entender esa fascinación irrecuperable. Ahora no entro en un banco ni a tiros. Me siento incómodo. No entiendo nada. Tengo miedo. Me animé un poco a mejorar la frecuencia tras coincidir con una cajera de prácticas que atendía con juvenil ternura en medio de un mundo como ese; pero un día la convirtieron en comercial, se recortó el flequillo recto y me empezó a insinuar operaciones con el dinero que tenía en las cuentas, cuyas cifras ponderó con mirada suculenta; después me dijo que su novio era Policía Local y, como yo tenía el coche mal aparcado, salí pitando...

Estaban los bancos pero también los coches en la calle Alfonso; aún no existía el afán peatonalizador y los ciudadanos del centro histórico todavía podíamos aparcar en algún lado. Funcionaban las churrerías, las papelerías especializadas, La Reina de las Tintas, los taxis negros con la banda amarilla, el 1.500 de mi padre, el apogeo feliz de Helios y Casa Blas en Ranillas, cuando Ranillas era Ranillas y detrás ya sólo estaban Kasan y la huerta. Ranillas era casi un barrio rural pegado a la ciudad, con casitas bajas, acequias y puertas de colores; nada que ver con esos edificios que levantan ahora, de a millón el metro cuadrado porque un poco más abajo, en el meandro, van a hacer una exhibición. Me gustaba la Zaragoza de la motonáutica en el río, los cabezudos corriendo de verdad, con trallas de verdad, no esa mariconada de ahora... Los días en que cada uno podía ir al colegio que le diera la gana a sus padres (y aun a él mismo); la de los carteles luminosos de Avecrem en la fachada del Tubo, la de Las Vegas 1 y 2, el Café Brasil, el chocolate con churros del Ceres, la caña con limón de Los Espumosos y el Casino Mercantil. Cuando el centro era el centro y se terminaba en la plaza de Aragón. Zaragoza era entonces una ciudad sencilla, cómoda en su provincianismo, imperfecta pero consciente de las obligaciones a las que forzaba esa imperfección: es decir, no estrangular a los ciudadanos, no cobrarles como cinco estrellas lo que todos sabíamos que era, y es, tres estrellas. No digo que fuera mejor. Pero sincera y románticamente digo que prefería aquello; que cada día aguanto peor esta mentira de grandeza expositiva y ventajista que nos atropella, que dispara los precios y las ínfulas y los beneficios y los billetes bajo mano a políticos de colegio privado y bicicleta ecológica. Ranillas siempre será Ranillas; a millón el metro cuadrado... pero Ranillas. Me pregunto cuándo empezó todo. Si fue cuando desaparecieron los jardines de la plaza del Pilar; en el momento en que alguien dibujó el ACTUR sobre un papel; cuando finalizó aquella guerra civil de cuatro días en la avenida de los Pirineos, una franja de Gaza por la que volaban el cierzo y las pelotas de goma, ardían contenedores, neumáticos, chabolas y armas de fuego. Decían que a los antidisturbios los reclutaban en Burgos, en Logroño y en Pamplona, y que salían de las camionetas drogados y en trance feroz, para reducir a cañonazos a aquella población embrutecida de alaridos y fuego.

Nuestro único centro comercial era el Caracol. Pero teníamos huerta, cines y tomate. Ahora han desaparecido los Buñuel como antes perdimos el Pax, el cine del arzobispado (donde veíamos de niños re estrenos de Disney, donde me enfurruñé porque me llevaron mis padres a ver Sonrisas y Lágrimas, cuando yo quería ir a Los Locos de Cannonball). O como perdimos el Cine Dorado (allí vi Sandokán, la película), el Cine Latino (Grease y, sobre todo, Rocky, dos películas que me marcaron y en las que repetí); el Cine Victoria, en el inicio de lo que entonces aún era la calle General Franco y ahora Conde de Aranda: una high-street de inmigración variada que deja caer las horas en las esquinas o recorre las aceras con paso insomne. Ese escenario me recuerda las ásperas avenidas centrales del barrio de Kilburn, en el norte de Londres. En el Cine Victoria mi hermano y yo veíamos todas las de kung-fu de la época, El Mono Borracho en el Ojo del Tigre, Operación Dragón, Karate a Muerte en Bangkok: Bruce-Lee, Jackie Chan, Chuck Norris... esas cosas que componían el cine de Hong-Kong, antes de que Zhang Yimou y Tarantino se lo tomaran en serio y en plan trascendental y tuviéramos que comernos Tigre y Dragón, o La Casa de las Dagas Voladoras. Desapareció también el Cine Palacio, donde estrenaron una película que nunca vi pero que siempre me obsesionó, Holocausto Caníbal, un mito-leyenda urbana-documental sobre un grupo de periodistas empalados y devorados por una tribu de caníbales en alguna selva perdida. Ahora la imagen del empalamiento culero, con algunas caras de periodistas bien concretas, me resulta dichosa. En el Cine Arlequín, que estaba a la vuelta de casa y antes se había llamado Cine Fuenclara, me colaba furtivamente en la adolescencia para ver películas 'S', como la imperdible Fanny Hill.  Aunque también recuerdo allí El expreso de Chicago, con Gene Wilder y Richard Prior, una pareja de cárcel se mire por donde se mire. Perdimos el Cine Mola hace menos tiempo (tantas películas..., un patio de butacas largo, estrecho y de suelo convexo); nos quedamos sin el Quijote, que era un prodigio de modernidad en su tiempo, con su pantalla curvada y los asientos enormes y mullidos como butacas de avión de primera clase. Perdimos el Cine París (La Guerra de Papá, con aquel Lolo García); perdimos el Rex, el Cine Goya (vi Granujas a todo ritmo y luego, no sé por qué, recuerdo la dimisión de Adolfo Suárez, que ha sido el único presidente que me ha gustado, y mira que yo era un niño y no entendía nada, pero me fascinaba...); cerraron el Coliseo Equitativa (¿qué quería decir el Equitativa?), el trío Aragón-Iris-Actualidades, luego sólo Cines Aragón; hicieron del Roxy una Sala X y el Cine Norte murió bajo la piqueta después de haber muerto mucho antes. Perdimos el Fleta (que es un vacío negro y doloroso como una muela sin empaste), y el Argensola, del que casi ni me puedo acordar.

Nos quedan el Elíseos y el Cervantes. Y todo lo demás son multisalas de las que nunca sé bien qué pensar, porque se oye mejor, son más cómodas y a mí el cine me gusta en cualquier circunstancia y lugar. Lo que no soporto es tener que salir del centro para ir al centro comercial. Suelo recordar sin dificultad en qué cine y con quién vi una película cualquiera, si es que no fui solo. Y lo hago con bastante precisión. Durante estos últimos años yo también había dejado de visitar los Buñuel, donde precisamente conseguí al final ver Los Locos de Cannonball;  la última película que presencié allí, hace unos pocos meses, fue Little Miss Sunshine. Feliz despedida. El viernes hubo quien confundió la nostalgia y acudió a los Buñuel a decir adiós en la última sesión. Las empleadas que se van al paro y no pierden sólo un cine, sino también un trabajo en un cine, comentaban con amargura: "Ya podían haber venido antes, y así no los cerrarían". O tal vez sí los cerrarían, porque debe regir en el paso del tiempo un imperativo que obliga a la ciudad a devorarse a sí misma por falta de clientela o desinterés o demasiados intereses. Me jode mucho que los hayan cerrado. Me repatea que Buñuel ya no tenga unos cines con su nombre en mi ciudad. Querría que siguieran abiertos aunque no fuese nadie, ni yo mismo. Tampoco voy a los bancos, y ahí siguen...

[Foto: el cartelón de los Cines Goya, ya cerrados también. Nunca hasta ahora había reparado en cuánto me gusta...].

País...

País...

La mitad del público rechaza el cine español por "intelectual".

Si la mitad de este país considera "intelectual" el cine español, lo que está muy jodido no es el cine español (que sí) sino sobre todo el público.

[Foto: El insoportable cartel de 'Volver', esa obra capital del pensamiento moderno figurada por el intelectual Pedro Almodóvar].

Hombres misteriosos

Hombres misteriosos


He pegado el oído a la sección Vivir de Cine de estos Somniloquios y me he dado cuenta de que suena a hueco como las tripas de un perro vagabundo. Últimamente voy entre poco y nada al cine, aunque no me preocupa mucho ni siquiera a mí, que he sido de ver cuatro películas por semana. Si este blog estuviera dedicado a la crítica sería peor, pero este blog no está dedicado a nada en particular, lo que lo hace muy cómodo. Hay quien piensa que debería intentar alojarlo en alguna página de referencia, la de un diario o algo así, para que lo leyera una cantidad impensable de gente y se pudieran enzarzar en los comentarios durante cientos y miles de respuestas y réplicas que yo aborrecería. Lo siento, pero no logro que me interese. Tampoco sé si le interesaría a alguien. Pero sospecho que si convirtiese Somniloquios en una obligación demasiado concreta, lo cerraría antes de que me devorase. Es así, vivo a medio camino entre la diletancia, la bohemia y la gilipollez, según opiniones. El caso es que voy poco al cine. En realidad, no voy mucho a ningún lado. Pero me da pena que el tema Vivir de cine luzca tan mal alimentado. Así que contaré que últimamente he visto ’Sunshine’, de Danny Boyle, y ’El buen pastor’, dirigida por Robert de Niro.

Parece claro que me rijo por el principio de autor instaurado por los muchachos de Cahiers du Cinema en los 70, cuando Truffaut y otros agudos comenzaron a reivindicar a los directores como auteurs. Danny Boyle (el genio detrás de ’Trainspotting’) cuenta en ’Sunshine’ la aventura de unos astronautas que viajan hasta el Sol porque el sol, amigos, se muere, se está apagando. Y el plan consiste en arrojar en esa piscina redonda de fuegos un par de bombas atómicas o algo así que lo reactiven y salven a la Tierra de la helada que se viene, que es para agarrarse. Contado de este modo, uno no tiene ganas de ir a ver la película ni en pintura. Pero la verdad es que ’Sunshine’ no tiene nada que ver con ’Armaggedon’ o ’Deep Impact’ o alguna de esas tonterías de héroes americanos que le ahorran al mundo un disgusto (a cambio, claro, de darle otros). No. ’Sunshine’ está más cerca del filo psicológico o filosófico o visual de ’2001. Una odisea del espacio’ o de ’Solaris’ (la de Andrei Tarkovski, no la revisión reciente de Steven Soderbergh), y en un momento dado gira hacia la órbita de ’Alien’. Hay quien ve de hecho en la película de Boyle un mero pastiche de otras películas. Depende de cómo se mire, pero puede ser. A mí no me importa que las películas recuerden o se parezcan a otras películas, siempre que sean buenas. ’Sunshine’ no es una película del espacio al uso y tiene un reborde de experiencia visual que me estimula bastante. Más allá de que uno sostenga una postura más o menos cínica y crédula con este tipo de historias de ciencia-ficción, más allá de la lógica de las cosas que se ven o se hacen en la narración, ’Sunshine’ me falló en el inexplicado tramo final, en el que un personaje espectral le hace un buen daño a la credibilidad y coherencia del resto de la trama. Pero a esta película le guardaré un agradable recuerdo, que no es lo de menos tal y como están los tiempos...

No me pasará lo mismo con ’El buen pastor’, que empezó con lío porque enchufaron la pantalla sin apagar antes las luces de la sala y yo, que estoy peleón últimamente, me fui directo contra el acomodado acomodador para decirle que, por favor, había empezado la película y que apagasen la iluminación de una puta vez; a lo que el acomodador, al que el chalequito azulón le subrayaba sus afectados movimientos, me contestó con indolencia femenina: "Ahí abajo está el encargado para que le proteste si quiere". Ya reinstaurado en mi butaca junto al resto de borregos a los que igual les hubiera dado que no apagasen las luces en toda la noche, vi ’El buen pastor’, la enrevesada historia del nacimiento de la CIA y de la ejecutoria de uno de sus fundadores, un agente encarnado por el impasible Matt Damon. Pronto me di cuenta de que el resto de espectadores no se habían molestado en lo de las luces porque no merecía la pena. ¿Cómo lo sabrían? Todo es interesante en esta película, menos la película. La historia, los conflictos interiores de los personajes, los actores, el elenco en general, la mano del director, la ambientación, el fondo musical, la trama... Todo bien, pero a Robert de Niro le han escrito una historia demasiado enrevesada como para defenderla con honor. Y aunque lo intenta, no lo consigue. Los actores no les encuentran ni el cuerpo ni el alma a sus personajes, las tramas se ramifican en subtramas que dibujan horribles meandros y dejan al espectador tirado en una cuneta en medio de ninguna parte; todo el conjunto viene y va y, por más que uno se concentre (cosa que yo no hago), poco a poco pierde pie y acaba por no importarle quién es quién y para qué. Dado que dura dos horas y media, lo bueno es que da tiempo en ocuparse de otras cosas. Como reflexionar en silencio, practicar los actos de contricción, resolver conflictos interiores si los hubiere, o decidir si es menos favorecedora la cara de Gustavo Alcalde o la de Domingo Buesa en la cartelería de campaña del PP; o tratar de encontrar un solo hecho concreto, real, del inexcrutable y melifluo Marcelino Iglesias que justifique su indiscutible reelección como presidente de Aragón.

Como yo no me dedico a esas cosas, me puse a pensar en el Hombre Misterioso, ese personaje de David Lynch que me acojonó tanto en ’Carretera Perdida’, en una de las escenas más aterradoras que yo, gran miedoso, haya visto jamás. A Mystery Man lo encarnaba Robert Blake, quien se pintó la cara de blanco y se hizo peinar como el abuelo de los Monster, más o menos, para darle a su personaje ese aspecto inquietante, diabólico, de conciencia demente. He encontrado la escenita en la fiesta en la que aparece por primera vez el Hombre Misterioso y sostiene ese diálogo atroz con el enloquecido protagonista de ’Carretera Perdida’, otra película de Lynch imposible de entender salvo que uno sea un esquizofrénico o un loco. Sin embargo, la mayoría resultan subyugadoras gracias a su delirante poder subconsciente y simbólico. Revisando ahora la escena ni me inmuto, pero si uno la ve enmarcada en la historia que David Lynch está empezando a contar, de verdad que te deja helado del canguelo. Yo no me salí del cine Renoir porque Pab me agarró del brazo. Le dije: "Chato, estoy acojonado". Y él contestó: "Yo también, pero ahí quieto". Dejo el enlace para quien desee verla ahí arriba y reproduzco el diálogo. 

Mystery Man: We’ve met before, havent’ we?
("Nos conocemos, ¿no?").

Fred Madison: I dont’t think so... Where you think we met?
("Me parece que no... (Pausa) ¿Dónde cree que nos conocimos?").

Mystery Man: At your house, don’t you remember
("En su casa, ¿no se acuerda?").

FM: No, no I don’t. Are you sure?
("No. ¿Está seguro?").

MM: Of course... As a matter of fact I’m there right now.
("Claro... De hecho, ahora mismo estoy allí").

FM: What you mean? You are where... right now?
("¿Qué quiere decir? Dónde dice que está... ahora mismo?").

MM: At your house...
("En su casa").

FM: That’s fucking crazy, man.-
("Eso es una locura, tío").

MM: Call me... Dial your number. Go ahead.
("Llámeme... Marque su número. Vamos").

MM (al otro lado): I told you I was here.
("Ya le dije que estaba aquí").

FM: How you did that?
("¿Cómo ha hecho eso?").

MM: Ask me.
("Pregúntemelo").

FM: How you get inside my house?
("¿Cómo ha entrado en mi casa?").

MM (al otro lado): You invited me. It is not my costume to go around not wanted to.
("Usted me invitó. No es mi costumbre ir donde no soy bien recibido").

FM: Who are you?
("¿Quién es usted?").

MM: jajajaja... (Y al otro lado): Give me back my phone... It’s been a pleasure talking to you.
("Jajajajaja.... Devuélvame mi teléfono. Ha sido un placer hablar con usted").

[Foto: Robert Blake, en el papel del Hombre Misterioso. A Robert Blake lo recordamos todos aun cuando no lo reconozcamos: era Tony Baretta en la famosísima serie policial de los setenta. Cinco años después de aparecer en este memorable y muy lynchiano papel (’Carretera perdida’ es de 1997), Robert Blake fue acusado de asesinar a su mujer Backley. La historia roza lo surreal. Backley era una cazadora de celebridades y sus fortunas que andaba liada con el hijo de Marlon Brando cuando se quedó embarazada. Resultó que el bebé no era de Brando Jr. sino de Robert Blake, que andaba culebreando fuera de la escena. Blake se casó con ella. Una noche, a la salida de Vitello’s, un restaurante italiano, Backley apareció con un disparo y Baretta no pudo explicar bien del todo por qué no había de ser el culpable. El largo y costoso juicio terminó con un veredicto de inocencia para el actor, que desde entonces cuida y educa amorosamente a su hija, dicen].

La seductora

La seductora


Halle Berry pasó hace unos días por Madrid para presentar su última película, que ni me acuerdo cómo se llama ni creo que me importe. A su paso dejó el rastro viscoso de todas las seductoras. La crónica de ABC refería aquel pensamiento del cómico Jerry Seinfeld: "Un escote es como el Sol, mejor no mirarlos de frente o te puedes hacer daño". En cierta ocasión, Halle Berry trató de suicidarse inhalando monóxido de carbono en su automóvil. Su primer matrimonio se había ido al garete: no completó la maniobra, confiesa en una entrevista, porque en el último instante imaginó a su madre en el terrible momento de hallar su cuerpo fallecido. Ya le dijo Adofo Bioy Casares al argentino López que, tal vez, en el fondo la crueldad no sea sino pura falta de imaginación: no pensar en los demás.

Esta imagen que traigo hoy compone una felicitación de vacaciones tan buena como cualquier otra, y me sirve para cerciorarnos de lo lejos que están las modelos del modelo apetecible, así como anotar de nuevo la velocidad del ojo de las cámaras y sus manipuladores. Creo que se les puede llamar así, felizmente, y me explico... Mirando a Halle Berry con el cuerpo entornado y esa mirada juguetona, de benévola displicencia, uno pensaría que se quedó así cinco minutos para que todo el mundo tomara buena nota de lo bien que lucen los soles morenos. Pero no. El vídeo de Halle Berry ante la prensa española muestra que su voluptuosa comparecencia no duró más de 30 segundos; y que ese saludo final, como comprobará quien lo vea, fue apenas una leve inclinación velocísima en la que cabía poco más que una desacostumbrada cortesía. Pero a las cámaras digitales de hoy día, y a los supersónicos dedos de los fotógrafos, no les hace falta más para revelar el impulso último, el interior. La verdad. Lo dijo en un comentario por aquí José Miguel, fotógrafo reflexivo: "No hay casualidad en el acto fotográfico; vemos lo que queremos ver". Vista la escena completa, concluyo: la imagen es una maravilla, en todos los aspectos. Por cierto, la película se llama "Seduciendo a un extraño".

Inteligencia artificial

Inteligencia artificial

El Mundo publica hoy una entrevisa de Il Corriere della Sera a Arthur C. Clarke, el visionario inglés que escribió 2001. Una Odisea del Espacio junto a Stanley Kubrick, a partir de su cuento El Centinela. Clarke dice con su inteligencia artificial, con ese despojo de énfasis tan propio de los hombres de ciencia, el tipo de cosas que uno prefiere no pensar. Me ha encantado esta respuesta, que revela su alma verdadera:

"Me siento muy feliz y muy agradecido a la gente que me considera el inventor de los satélites para las telecomunicaciones y el principal impulsor del ascensor espacial. Pero preferiría ser recordado como un gran escritor".

2001 me fascina. Siempre lo ha hecho. Me encanta la voz de Hal 9000, el pérfido y enloquecido ordenador, en sus conversaciones con los astronautas. Me gusta muchísimo la escena en la que Hal juega al ajedrez: su voz mientras describe la jugada con la que termina el mate y el agradecimiento posterior, falso, artificial, cortés y, sin embargo, mecánicamente sincero: "Thank you for a very enjoyable game". El silencio del espacio, la simetría de los planos de Kubrick (una constante en muchas de sus películas), la rotación de la nave en la que viajan los cosmonautas, la respiración de Dave cuando lo desconecta (maravilloso hallazgo de Kubrick), y la cancioncita infantil con la que el guión simboliza el derrumbe de la feroz inteligencia de Hal, el automatismo de las voces que llegan en transmisión desde la Tierra y el viaje a través de la puerta interestelar, intertemporal, que vive el protagonista cuando alcanza el monolito de Jupiter... Desde luego, me encantaban aquellos programas que Carlos Pumares dedicaba a explicar el significado del monolito. Un clásico de la radiodifusión española en los 80. Veo 2001 siempre que me la encuentro en algún canal. No me interesa tanto entenderla como experimentarla.

Si alguien quiere una hipótesis (bastante razonable), en Wikipedia siempre hay alguien dispuesto a darla.

¡Yes!

¡Yes!


Sí. Marty. Infiltrados. Sí. Por fin. ¡¡¡¡Grandísimo!!!!!

Palmarés

En tiempo real voy a ir agregando a este somniloquio algunas apreciaciones posteriores que se me ocurren conformo leo y oigo reacciones en torno a los Oscar.

  • Hablar de cine, saber de cine... ¿En qué consiste exactamente eso? El cine, y los Oscar en concreto, constituyen el caso más similar que conozco del célebre fenómeno de "todos somos entrenadores y tenemos nuestro propio equipo", tan clásico en el fútbol. Me fascina la cantidad de opiniones diferentes que genera un jugador y la cantidad de sensaciones distintas que deja una película. Ya no voy a decir entre nosotros, los movie-goers de la calle. No, también entre los críticos... Carlos Boyero dice sobre Infiltrados: "Yo no dormía pensando en verla. Durante los 15 primeros minutos creí con inmenso placer que Uno de los nuestros y Casino iban a tener una continuación a su altura. Mi desencanto fue grande. Me parece liosa, fría, ninguno de sus personajes consigue hipnotizarme, no aguanto a Nicholson. Pero es probable que yo tuviera un mal día o que no me enterara de nada. A los amigos que la han visto les fascina. Y le juro que tenía más ganas que nadie de enamorarme de Infiltrados". Oti la considera "la mejor película de Scorsese desde Casino, y tal vez desde alguna antes". Jordi Costa, en El País, la contraponía con interés peyorativo al original de Hong-Kong, Infernal Affairs, y acusaba a Scorsese de ocultar con cierta deliberación esa referencia. El demoledor último párrafo de su ensayo-reportaje, dice así: "Infiltrados marca las distancias con el original desde su hipertrófico metraje: 151 minutos ante los concisos 97 del original. Los primeros 10 minutos de la película -con Jack Nicholson desgranando el credo mafioso de Frank Costello- anuncian un resultado capaz de medirse con Uno de los nuestros (1990) o Casino (1995), pero la promesa se incumple pronto. Infiltrados acaba siendo una versión hinchada de Infernal affairs, en la que Nicholson se desmanda, los dos personajes femeninos se funden en la figura de la psiquiatra y el desenlace esquiva la perturbadora amoralidad del original. Quizá porque, en la figura de ese mafioso infiltrado que decide ser policía, el cineasta intuyó una premonición de sí mismo: alguien que iba a triunfar guardando unos cuantos esqueletos (cinéfilos) en el armario". Se podría pensar que es animadversión, pero generosamente yo me inclino por la honestidad. En cualquier caso... generoso hostión, vive Dios.
  • Sobre Marty. Yo ya había proclamado mi deseo de que Scorsese ganara. Pero ahora lo pienso dos veces y me duele que haya ganado con una película que me gusta, y mucho, pero que no alcanza ni de cerca a mis dos favoritas de este director: Taxi Driver y Goodfellas (Uno de los nuestros), que en mi opinión constituyen sus cumbres, seguidas muy de cerca por Casino y Toro Salvaje y algo más allá por El Color del Dinero. Acabo de leer en La Vanguardia (estupendo suplemento de 16 páginas sobre los Oscar) que se pasó el obsesivo y accidentado rodaje de Toro Salvaje escuchando a The Clash encerrado en su caravana... Formidable. Ya he dicho también que considero Gangs of New York y El Aviador dos películas soberbias, un tanto incomprendidas y un tanto contrahechas. Fallidas, pero grandes. Para quien quiera considerarlas obras menores en la filmografía de Scorsese, que recuerde Al límite (que aún estoy intentando comprender) y Kundun. Y no me bajo de la burra: No direction home, su documental sobre los primeros años de la carrera de Bob Dylan, está entre lo más grande que ha hecho.
  • La clase del 70. Coppola, Spielberg y Lucas le entregaron el Oscar a Scorsese. Foto gloriosa de cuatro hombres que han hecho, con Clint Eastwood y seguramente Woody Allen, lo mejor del cine en los últimos 35 años.
  • Iñárritu y Arriaga, en la Torre de Babel. Leo que el director y el guionista han partido peras, animosos por educadas rencillas artístico-autorales. El maldito parné o su alter ego, la pérfida fama. Dejan tras de sí una trilogía (Amores Perros, 21 gramos y Babel) que agita corazón y conciencia en el mismo puchero. A medio camino entre el artificio narrativo y la verdad argumental, las películas de esta pareja han redefinido la posición del cine hispano (generalización ventajosa en el mejor de los casos, y magnánima en el mejor) y el modo de relatar las minuciosas derrotas morales del hombre moderno. La frase ha quedado ampulosa, pero ciertas cosas no se pueden decir con sencillez sin caer en lo burdo. Para el futuro le deseo a Iñárritu una narración lineal, a ver qué tal le sale...
  • El papanatismo. La imagen de Penélope Cruz casi gritándoles a los periodistas en una rueda de prensa "¡Que no os empeñéis, que no me lo van a dar!" define el estado de papanatismo de los medios en los últimos días. ¿Los abduce a todos Almodóvar o qué les pasa? Eduardo Mendicutti proclamaba ayer en una febril Carta a Penélope (con copia a Pedro Almodóvar): "Luego, nuestro Oscar se lo llevó la señora Mirren. Bueno, no es que la señora Mirren se colase contigo en la toilette y, en un descuido tuyo, te birlase la estatuilla, como una choriza cualquiera. Pero sí que ha tenido algo de azarosa cleptomanía el hecho de que tu Oscar, nuestro Oscar, lo haya ganado otra". Me pregunto a quién convoca el "nuestro". ¿A Penélope y Mendicutti? ¿A los dós más Almodóvar? ¿A la España toda?
  • El papanatismo II. Como los españoles (los pocos que quedamos) siempre tenemos que ganar aunque no ganemos, nos apuntamos sin lugar a dudas la victoria de la elegancia: Penélope fue la mejor vestida. Faltaría más. Y eso que sacó el Versace suplente por una cuestión de cremalleras del titular (cuenta Mendicutti, siempre atento al detalle), que si saca el titular, las demás ni van. A mí esta parte de las crónicas de los Oscar me pone enfermo, pero vamos... yo soy un inadaptado. El Oscar de la alfombra roja, he llegado a leer. Si fuera andrajosa diríamos que ole ahí la espontaneidad de Raimunda. Somos los grandes campeones de la victoria moral.
  • El papanatismo III. A todo el mundo le encantó la transmisión de los Oscar de Angels Barceló, Jaume Figueras y un afectado colaborador cuyo nombre no recuerdo. En el instante en el que Angels pronunció Ariadna Llill el nombre de la risueña Ariadna Gil, busqué si Canal+ daba la opción de escuchar la transmisión original de la ABC americana. Pero no. Me pasé a la radio corriendo y los chicos de Lo Que Yo Te Diga me calmaron como un valium. Yo soy primario, oiga usted. Las relaciones bilaterales (que pronto serán unilaterales, en cuanto les den cinco minutos) no las llevo bien.
  • Hijos de la Logse. Me sorprendió que El Mundo abriese su información sobre los Oscar con los premios a la dirección artística y el maquillaje. El motivo, que eran españoles. No y no. Sólo veo un enfoque posible (el doble triunfo de Scorsese) y dos probables (las derrotas de Penélope y Babel). Lo otro recae en el vicio Logse, a saber: que en Cataluña se estudie un descubrimiento de América en el que el protagonista ya no es Cristóbal Colón, sino un marinero de Mollerusa y otro de Villafranca del Penedés que se enrolaron en la tripulación de La Niña. Ejemplo tan figurado como real.
  • Los actores. Billy Wilder decía que los actores que aspiran a un Oscar "deberían cojear o bien hacer de retrasados porque los académicos nunca ven al actor que se esfuerza al máximo y hace que parezca fácil". Forest Whitaker (actor formidable, por otro lado) y Helen Mirren prolongan la leyenda. Los personajes excesivos o históricos son los que triunfan. Nada es rotundamente cierto ni falso. Alfred Hitchcock consideraba a Gary Cooper el mejor actor posible porque era capaz de transmitir todas las emociones sin variar de forma sustancial la expresión de su rostro. Un mínimo ademán de la mirada le era suficiente. Ganó dos Oscar por El sargento York y Solo ante el peligro... Cary Grant, otro ejemplo palmario de la sencillez (más matizada, porque la comedia casi exige gestualidad, Buster Keaton aparte), está considerado por muchos como el mejor actor de la historia en cualquier orden. Lo nominaron por un par de papeles serios y, claro... no ganó.
  • Maribel. Este año llegué muy poco preparado a los Oscar, de ahí que las reflexiones se prolonguen más de la cuenta. Anteanoche vi El Laberinto del Fauno. Es bonita, pero ninguna de sus dos caras me fascina: ni la fantástica ni la realista. Lo más perdurable es la interpretación de Maribel Verdú, que levanta con un trazo finísimo un personaje que apenas constituye un boceto. Lo mejor es que lo hace sin grandes alardes compositivos. Viéndola he sufrido una epifanía casi violenta de tan rotunda: me he dado cuenta de que Maribel Verdú es la mejor actriz española de su generación y las siguientes, con varios cuerpos de ventaja. Y que con los años, cuando vaya redondeando su carrera y la atrape ese estado de gracia advertida por los demás (generalmente conocida por madurez) habremos de admitirla como una de las más importantes de todos los tiempos en este país. Y lo habrá hecho sin dar un ruido, sin un solo énfasis fuera de lugar, sin reclamar ningún tipo de notoriedad más allá de la pantalla. Puede que mi epifanía resulte exagerada, pero yo la veo clarísima.
  • Rayito de sol. Little Miss Sunshine es esa película que nunca se olvida. Pequeña maravilla perfecta. Cuando uno quiere encontrarle debilidades, se da cuenta de que la propia búsqueda es una trampa. Claro que podría ser más grande y claro que a veces parece facilona, pero no sería mejor ni aumentando de tamaño sus miras ni metiéndole más complejidad. Entonces sería otra cosa. Así, tal y como es, está perfecta. Tiene el tamaño adecuado para formar parte de nuestras vidas.

(continuará... o no. Ya no lo sé)

Las cosas que escribían los hombres que lucharon

Las cosas que escribían los hombres que lucharon

Hay un par de cosas que nunca he hecho y cuya generalizada práctica me produce una gran extrañeza: ver la gala de los Goya por televisión y hacer quinielas de los Oscar. Ah, no, eran tres: la otra es esquiar, pero de esa ya no debo preocuparme porque la nieve sólo existe en los telediarios, ha desaparecido como hecho social y aun meteorológico. He razonado que el motivo de mi desafecto con goyas y oscars resulta común. No me interesan los premios ni los méritos desgranados de las películas, sino el necesario acto de justicia poética de la industria con los hombres que han hecho del cine una de las posibilidades de felicidad -y digo felicidad, no entretenimiento- más sencillas del mundo. En el cine yo no busco pasar una tarde, gastar un rato, ver a una tía buena o encontrar un par de argumentos para la próxima cena. Yo busco directamente la felicidad. Dado que esa es mi forma de ver los Oscar, los Goya no me interesan para nada. Ni como premios, ni como actos de justicia poética. Salvo que Berlanga, Luis Ciges, José Luis López Vázquez, Manolo Gómez Bur, Manuel Alexandre, Lola Gaos, Florinda Chico y Paco Martínez Soria se presentaran todos los años. ¿Paco Martínez Soria? Sí. Un grande y se lo rebato al que haga falta. Me he dejado a Fernando Esteso: por Esteso cruzo yo acero con quien tenga huevos en la arboleda de Macanaz (como ocurría cuando esta ciudad era noble; o sea, antes de que Belloch y la pianista hicieran de alcalde).

Así que no voy a hacer una quiniela de los Oscar. Entre otras cosas porque no he visto todas las películas y ya no me interesa verlas. Lo voy a decir claro y rápido para que no haya dudas: yo quiero que gane Martin Scorsese. Y quiero que gane Martin Scorsese, Infiltrados, por justicia poética y también cinematográfica. Porque me parecen la mejor película (potente, trepidante, emotiva, oscura, jodida, violenta, interpretada con grandeza, real y si no es real es una estupenda mentira mejor aún que la realidad, devoradora, malditamente poética) y el mejor director. Por razón de simpatía y de verdad. Y sobre todo porque de las otras sólo he visto Babel y Cartas desde Iwo Jima. Sólo hay otra película de este año que me haya puesto al borde del asiento, y fue United 93. Y la historia de la chica japonesa en Babel. Si Babel fuera sólo la historia de la japonesa sordomuda, se lo daba. Pero no, hay más. Así que Infiltrados (The Departed, título mucho mejor) y Scorsese. Y si acaso, que el de mejor director se lo den a Paul Greengrass, de United 93. Porque ese hijo de puta me proporcionó la experiencia de cine más intensa de los últimos años. Ves la película y no estás viendo la película, una recreación de una de las tragedias del 11-S. Estás viendo la verdad. Y ver la verdad es horrible pero, como cine, resulta maravilloso. Porque cuando sientes que has de llamar hijo de puta a alguien con plena admiración, es que te ha arrebatado. (Inciso: cuando volví la última página de El amor en los tiempos del cólera, cerré el libro y le dediqué tres "¡hijo de puta!" exclamatorios a Gabriel García Márquez).

Antes veía siempre los Oscar. Ahora ya no los veo porque ya no creo. Porque no puedo soportar la cantidad de películas olvidables que han ganado. Y no es que hayan ganado, es que se han pasado la justicia poética por la entrepierna. Se han descojonado de mi felicidad. Y yo eso no lo admito. No puedo aguantar que Shakespeare Enamorado, inane globo de celofán, le ganara a La Delgada Línea Roja, uno de los versos más hermosos, profundos, extensos y largos (sobre todo largos, y ojalá durase 16 horas) que se hayan filmado sobre la guerra. Nadie recuerda Shakespeare Enamorado. Nadie recuerda Chicago. Y no puedo soportar que Chicago venciera a Gangs of New York. Nadie recordará Chicago, pero Gangs of New York formará parte de la historia del cine aunque tenga que lograrlo yo solo, y eso que a Scorsese se le fue de las manos y le quedó contrahecha. Pero hay más cine y más grandeza y más felicidad en un solo minuto de Gangs of New York que en todo el metraje de Chicago. Un musical entretenido derrotando a una epopeya de mirada excelsa, dónde se ha visto eso. Lo raro es hacer un musical coñazo, claro. Si el año pasado llega a ganar la acaramelada Brokeback Mountain me da algo. Menos mal que salió Crash. La historia de los Oscar está llena de injusticias y películas olvidables. Gandhi, Carros de Fuego, Amadeus... Todas excelentes sí pero... ¿las verías un par de veces por semana? Yo vería un par de veces por semana Infiltrados y United 93. Million Dollar Baby, Mistyc River, Annie Hall y Centauros del desierto. Casablanca la vería hasta tres o cuatro veces por semana, según como cayeran los días libres... Después de mucho pensar sobre el cine, he llegado a la simplificación total: las mejores películas son las que vería tres veces por semana sin inmutarme. Y no me hablen de nada más. A la mierda la cinefilia. El apartamentoEl graduado. Vería ese tipo de cosas. Cuatro, cinco veces por semana. El hombre tranquilo, casi todos los días. El tercer hombre... las que hiciera falta. ¿Cartas desde Iwo Jima? No, mire... déjeme descansar unos días. ¿Brokeback Mountain? Estoooo... me he dejado un grifo abierto. Más injusticias: Charlie Chaplin, Orson Welles, Stanley Kubrick o Alfred Hichtcock nunca ganaron el Oscar. Paso de consultar mi enciclopedia para ver quién se llevó los premios en los años en que estuvieron nominados. No es necesario. Sé de sobra que un segundo de Orson Welles en Sed de Mal basta para derrotar al 80% de la historia del cine, pero... Sólo por eso, le deberían haber entregado un Oscar con cualquier excusa. No uno de esos honoríficos, no. Uno a cualquier basura de película que hiciese. Si es que la hay, que no la encuentro.

Anexo: Respecto a Clint Eastwood y sus iwojimas, las he visto las dos. Desde luego le sale mucho mejor la japonesa, pero no sé si es que yo estoy algo reseco por dentro últimamente o qué pasa. Ninguna de las dos me ha convencido plenamente, aunque a su manera las dos son muy grandes porque explican lo que siempre me pareció más terrible de las guerras: que no hay razones íntimas para ir a la guerra. Que no hay héroes. Que no hay gloria. Esa simpleza supone la gran tragedia del hecho bélico, bien rescatada por el cine en los últimos 30 o 40 años, con ejemplos que menudean. Recomiendo leer Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (Anagrama, 1993), una extraordinaria historia del soldado Tim O'Brien sobre la valentía y la cobardía, la equivocación de esos dos términos y las tragedias íntimas de los hombres que van a la batalla. Para mí, Cartas desde Iwo Jima se podría llamar Las cosas que escribieron los hombres que lucharon. Le recortaría el prólogo y parte del nudo, que se me empastan un poco, y mira que a mí es difícil que se me haga larga una película. Lo haría bajo la conciencia de esta contradicción que tal vez anula mi juicio: todas las escenas parecen necesarias, todas dan la impresión de contar una verdad ineludible. El guión defiende el lado más débil, menos fuerte, de una película grande como ésta. El tramo final me parece absolutamente formidable. Los dos protagonistas, el general Kuribayashi y Saigo, el recluta patoso, están magníficos.

Clint Eastwood tiene una mirada soberbia, distinta. Ya lo he dicho antes. El más grande de la actualidad en todos los órdenes. Pero por favor, que gane Scorsese. Por mi pequeña felicidad...

Corazones en penumbra

Corazones en penumbra

Jack: You know, I don't want to be somewhere else anymore. I'm not waiting for anything new to happen... not looking around the next corner, no the next hill. Here now. That's enough.
           
Sabes… ya no quiero estar en ningún otro lugar. No espero que ocurra nada nuevo... no miro lo que hay a la vuelta de la esquina, o detrás de esa colina. Aquí, ahora. Eso me basta.
Joy: That's your kind of happy, isn't it? 
            Eso es la felicidad para ti, ¿no?
Jack: Yes. Yes, it is.
           
Sí. Eso es.
Joy: It's not going to last, Jack.
           No va a durar, Jack.
Jack: We shouldn't think about that now. Let's not spoil the time we have.
         
No deberíamos pensar en eso ahora. No estropeemos el tiempo que nos queda.
Joy: It doesn't spoil it. It makes it real… Let me just say it before this rain stops and we go back.
        
 No lo estropea. Lo hace real... Déjame decirlo antes de que deje de llover y regresemos.
Jack: What is there to say? 
         ¿Qué hay que decir?
Joy: That I'm going to die. And I want to be with you then too. The only way I can do that is if I'mable to talk to you about it now.
        
Que voy a morir. Y que quiero seguir contigo cuando eso ocurra. El único modo que tengo de hacerlo es hablarte de ello ahora.
Jack: I'll manage somehow. Don't worry about me.
        
Saldré adelante, como sea. No te preocupes por mí.
Joy: No… I think it can be better than that. I think it can be better than just managing.  What l’m... What I'm trying to say is... the pain then is part of the happiness now. That's the deal. 
         No… creo que puede ser mejor que eso. Mejor que salir adelante. Lo que... lo que intento decir es... que la felicidad de ahora será el dolor de entonces. Es así.
Jack: Yes. That's good. 
         Sí. Está bien.

 

Shadowlands (1993), de sir Richard Attenborough. La escena en el campo, bajo la lluvia. Debra Winger y Anthony Hopkins. Uno de los momentos más bellos y dolorosos del cine en los últimos tiempos. Tierras de penumbra, una pena en observación. La naturaleza del amor, la pérdida, la muerte, la añoranza. La recuerdo unida a Los Amigos de Peter y Go Now. No tienen nada que ver entre sí, salvo en mi memoria. Recuerdo las películas, los lugares, las personas y los momentos. Vi Los Amigos de Peter con ella y aún no estábamos juntos, pero casi. Le mostré un reloj que me había comprado. En Tierras de Penumbra ya éramos pareja y pudimos lamentar a gusto la terrible historia de C. S. Lewis, el escritor irlandés al que interpreta Anthony Hopkins con su distante maestría. Para cuando vimos Go Now en los Renoir ya nos habíamos separado y salimos del cine envueltos en una discusión rabiosa. La vida son tres películas o una tarde bajo la lluvia, junto a un río, hablando de lo que pasará o no. La felicidad de hoy es el dolor de mañana. Y viceversa. Es así, es el trato.