Blogia
Somniloquios

Vivir de cine

Lo que yo te diga...

Lo que yo te diga...


He descubierto que puedo leer mientras escucho música. He intentado escribir con música, pero no puedo escribir con música (ni siquiera acariciado por el dúo Stan Getz/Chet Baker) ni desde luego escribir música. Aunque Ali trató de explicarme el otro día qué es una corchea y me definió los tipos y los sonidos, tuvo el mismo éxito que cuando intentan explicarme cómo vuelan los aviones o en qué consiste la operación acordeón del Zaragoza o cómo se blanquea dinero a través de un billete de lotería o del fichaje de un jugador de fútbol. Ali ha empezado a estudiar piano y ballet, lo que prolonga -por vía de ascendencia materna- la cierta relación que mi familia ha mantenido con la música: mi abuela tocaba el piano y bordaba, mi tía Micaela tocaba el piano y ejercía de mezzosoprano y viajaba, mi cuñada estudió piano y mi sobrina, ahora, aprende lo que son las corcheas y me lo explica con mínimo éxito. Yo apenas alcancé a tocar el tambor, lo que requiere una mediana habilidad con la mano izquierda (que es la clave de un buen redoble). Siempre pensé que estaría capacitado para aporrear la batería, pero lo que de verdad quise y quiero aprender es a trastear la guitarra. Montar una banda de rock y ser la voz: vocals and supporting guitar... el Tanque Ornat, yeah!

Hablando de música... por algún motivo que ignoro me interesan más las elecciones estadounidenses que las españolas. No se trata de que yo tenga o practique una mirada geoestratégica. Tal vez lo mío tenga que ver con la pura diversión y con el hecho pervertido de que observo el mundo como el que mira a un escenario con personajes; o mejor una pantalla de cine con personajes. Y los personajes de aquí me aburren y los de allá me divierten. Por eso yo iba con Rudy Giuliani, el más reconocible de todos salvo por la cornuda consentida y conveniente por la que tengo a Hillary. De Obama no sé qué pensar. Salió muy fuerte pero le han pegado cuatro mordiscos y no sé si tiene la dentadura afilada como la señora Clinton, que para empezar montó su oficina hace rato en un Harlem que ya no tiene casi nada que ver con los días de Shaft. Por otro lado, tengo grandes esperanzas en que McCain, el que parece que va a ganar en el lado republicano, se convierta en un gran personaje. Con ese nombre de marca de pa'atas anuncia muchas posibilidades.

Los republicanos me gustan no por su ideario, que no sé cuál es, sino porque soliviantan mejor y más rápido al antiamericanismo tópico de este lado, y a mí eso me pone mucho. En ese aspecto, Giuliani no hubiera tenido rival. El propio Enric González lo definió, en su maravilloso Historias de Nueva York (libro que recomiendo como la mejor guía turística posible de la Ciudad), como un "tipo duro, carca y racista". La vehemencia de esa reunión de adjetivos se me cruza con la cantidad de juicios entusiastas que reuní en NY acerca de la personalidad del ex alcalde de la ciudad, admirado, valorado sobre todo por la eficacia de su limpieza. Y también con su fracaso en las primarias republicanas, donde había reunido más dinero que ninguno de los otros candidatos. Aquí los sabedores de todo y especialistas de nada que son los contertulios multimediáticos dicen que se ha pasado de ego y que su retirada se debe a esa estrategia suicida de presentarse sólo a las primarias del supermartes (el próximo) y poco más; pero yo leo el NY Times, tíos, yo soy la hostia, y en el Times analizaban el otro día la cosa desde una perspectiva mucho más próxima: si Giuliani ha fracasado no es por eso, aunque algo ha influido porque ha permitido a sus rivales engordar sus nombres en las sucesivas votaciones; Giuliani estaba destinado al fracaso porque, razonan allá los analistas, no es lo suficientemente conservador para las gentes de su partido, y porque su campaña no se ha ocupado de rebajar ese perfil liberal que le acompaña. América desconfía de Nueva York; la América republicana no se fía de un tipo liberal como Giuliani, al que aquí tenemos por un emigrante conservador italiano de segunda generación que limpió la Nueva York del crack de los 80 a base de juego sucio, paradoja que explica muchas cosas. El caso es que uno no se acuerda ni de su padre cuando goza la posibilidad de pasearse por Times Square y por Manhattan a cualquier hora del día o de la noche con esa impresión de tranquilidad tan reconocible.

Tal vez ese prejuicio antiliberal-antineoyorquino-antiintelectual lo emparente de una forma muy extraña con gente como Woody Allen o Paul Haggis, elementos que procuran a Estados Unidos una redención intelectual a través del cine. Lo que a Estados Unidos no le interesa demasiado, puede ser, pero tal vez si algo distingue a los americanos de fuera de Nueva York es que, en general, dudan poco de sí mismos. En el Valle de Elah propone una reflexión poliédrica que plantea muchas cuestiones sin juzgarlas del todo, sin exponer una tesis de solución o de juicio. Desconozco si Paul Haggis duda o prefiere, en su condición de canadiense, no emitir un juicio resolutivo, o bien si opta por un inteligente relativismo que no lo es, o por permitir a los espectadores hacerse un juicio propio o bien ningún juicio apriorístico. O tal vez a Haggis sólo le interesa contar una buena historia, opción que yo siempre preferiré. El caso es que lo logra y al mismo tiempo tal vez logra muchas conclusiones diferentes, lo que funciona de maravilla contra el pensamiento único. No será una película redonda, pero sí una película mayor, hecha con sensibilidad muy coherente, logro que al que contribuyen de forma decisiva Tommy Lee Jones y Susan Sarandon y también, desde el personaje con la subtrama más débil, Charlize Theron. Tommy Lee Jones es un tío cojonudo, además de un actor cojonudo. Las dos cosas son la misma en mi cerebro. A Susan Sarandon la considero sin paliativos la mejor actriz de los últimos 30 años, a la altura de las clásicas más grandes. Y ojo que estoy diciendo las más grandes, que yo no me ando con mandangas. Con unas pocas escenas le basta para levantar un personaje de una pieza, rotundo de matices, y agraciar varias escenas terribles. Su conversación por teléfono con Tommy Lee Jones y la visita a la morgue militar encarnan la Pasión según Paul Haggis.

Respecto a Charlize Theron, esa muchacha liviana posee la virtud de la naturalidad compositiva. En los personajes excesivos se arregla para darles una dimensión precisa, lejos de las sobreactuaciones; en los contenidos, como el de esta terrenal policía madre de familia, la actriz interpreta con sencillez a una antiheroína de ambiciones muy naturales: "Yo no tengo una carrera, tengo un empleo", le dice a un superior que la acusa de arribista. Una frase para hacer un cartel en la oficina, en muchas oficinas. Ahora pienso que Theron ya anunciaba esos niveles en su primera aparición que yo recuerde, en la Celebrity de Woody Allen, cuando representaba a una supermodelo que decía cosas como "yo obtengo mucho placer de mi propio cuerpo", mientras fumaba un cigarrillo tipo More. Si alguien es capaz de dotar a un personaje así de la gracia correcta, es que algo hay. La he estado viendo y me recuerda a la Pam que hace Shelley Duvall en Annie Hall, cuando después de follar con Alvy Singer/Woody Allen da rienda suelta a su afán pijotrascendentalista y dice: "Alvy, el sexo contigo es una experiencia kafkiana... y eso es un cumplido". Su adjetivo preferido era transpléndido.

Advierto ya que a Los Crímenes de Oxford y a El Amor en los Tiempos del Cólera no voy a ir. Respecto a la segunda, sé de antemano que el lenguaje de García Márquez no se puede llevar al cine. El nudo de mágicas eufonías y la fluidez de las frases -que jugaron un papel básico en mi educación sentimental- me parece imposible de transponer. Tal vez si Garci fuera colombiano caribeño...Pero ni  aun así. Respecto a Los Crímenes... tengo dos motivos de peso. El primero sucedió una noche que aguardaba un semáforo en la entrada del Paseo Independencia y un lector de Somniloquios, y sin embargo amigo, me saludó al grito de "¡No vayas a ver Los Crímenes de Oxford!". No hay peligro, lo tranquilicé. El segundo motivo es que Álex de la Iglesia parece muy interesado en no interesarme nada. Lo considero un caso notable de talento muy bien desaprovechado. Primo de Julio Medem.

Eso sí, yo siempre digo que lo que menos hay que tenerles en cuenta a los directores españoles son sus películas. ¿O nos juzgan ellos a nosotros por nuestro trabajo? A Fernando León de Aranoa lo llevé una noche en mi auto porque tenemos un amigo común, y en el corto trayecto me pareció un tío muy majo, de una sobria simpatía. También David Trueba, que tenía todos los boletos para lo contrario, me cayó muy bien el día que coincidí y me lo presentaron (Luisito Alegre otra vez, siempre, por supuesto); claro que no pude atenderle mucho porque yo había bajado para conocer a López de Ayala, Pilar; y, aunque ajena y vaporosa como una ninfa, me quedé sordo repentino pensando en aquellos besos que daba en los días felices en que ella era Carlota en Al Salir de Clase; unos mordiscos que quitaban el hipo a cambio de provocar varias contracturas inguinales. Ahora, mi director preferido en España es Agustín Díaz Yanes, de lejos. Lo conocí una larga noche en medio de una mesa de desarrapados beodos que zozobraban peligrosamente entre los manteles; Tano, así le dicen sus amigos y yo, no estaba entre ellos. Se mantuvo siempre erguido como buen atlético que es. Nos despedimos con un abrazo sentido en el Paseo de las Damas (calle zaragozana de hermosísimo nombre) y desde entonces yo, en las cosas del cine, voy siempre con Díaz Yanes. Él ya no se acordará de mí y yo no he visto ni una sola película suya, pero lo que yo te diga: Tano es un tío cojonudo. Pero cojonudo, eh.

Una abuela en camisón

Una abuela en camisón


Hay dos o tres sitios donde el silencio es una ley: los hospitales, las salas de cine y el tenis. Pero sólo en el tenis se respeta. Los hospitales ya sabemos, no hay más que ver el ruidito de fondo siempre en Hospital Central, esa serie... Y respecto al cine, las salas se preocupan mucho de poner anuncios para que apaguemos el móvil y enchufemos el contestatario automático que llevamos dentro (patrocinado por las compañías telefónicas, claro), pero nadie se preocupó jamás de vigilar el silencio humano, que es mucho más molesto y habitual que los politonos. Estuve a punto de liarla la otra noche con una parejita que se pasó la película hablando. Pero no de ratito en ratito, no. Toda la película. O sea, la hora y media completa. Venga a cascar de sus cositas, en ese tono medio que tan bien estudiado tienen estos hijos de puta, ese tono medio que viene a ser como un zumbido de fondo monocorde, sin estridencias gamberras, muy cuidado, muy en su sitio, muy profesional. Ese volumen que te permite oír la película como para que no tengas argumentos, como para que tu razón de protesta parezca exagerada, hija de un maniático obsesionado por los que hablan en el cine. Lo hacen así. Luego se irán a tomar algo a un bar y se quedarán en silencio, los desgraciados. Estuve a punto de ir a buscar a un acomodador, pero cualquiera encuentra un acomodador hoy en día en un cine. La verdad, yo pondría guardias civiles patrullando los pasillos de la sala. En serio. Guardias civiles no te digo yo con ametralladora, pero sí con la capa antigua y el tricornio de charol endurecido, las botas y los correajes bien negros de betún rutilante, y paseándose arriba y abajo despacio, que se les oyeran los pasos pero muy de fondo, en el volumen exacto de una advertencia. A ver si tenían huevos de hablar entonces, a ver. Pero no, en los cines ya no hay autoridad.

En fin, que me metí a ver [REC], cumpliendo ese código de vida que me impuse hace ya algún tiempo y que consiste en hacer primero las cosas que más miedo me dan. En realidad no sé por qué fui a verla; y después de verla, aún lo sé menos. Lo voy a decir rapidito para que no queden dudas: [REC] me pareció una cosa ridícula. Tres días después me sigo preguntando qué es lo que se supone que da terror de esta película, y ya no digo terror sino un poquito de miedo. Me pareció todo tan primario, tan simple y tan previsible como la cueva del terror de las ferias. Esa abuela ensangrentada en camisón al fondo del pasillo, la verdad... era de risa. Pero no hacía ninguna gracia. La escena final con los infrarrojos y la peluda anoréxica me recordó a los momentos definitivos de El Silencio de los Corderos, cuando Buffalo Bill tiene encerrada en casa a Clarice Starling en la más completa oscuridad. Esa escena sí que me dio miedo y aún me produce una impresión angustiosa cuando la veo, y la he debido de ver cien veces. Me acollona la mirada desvariada del asesino y Jodie Foster me hace sentir el terror de alguien que sabe que está a punto de morir en un sótano oscuro, a manos de un depravado sin conciencia de la realidad. Tal vez la diferencia esté en los actores, en las miradas, en su capacidad para interpretar el miedo. Para convencerme del miedo y clavármelo dentro no basta con que aparezca una vieja sin sujetador y el pelo hecho un desastre o con que el guión nos lo diga. Hay que comunicarlo. Hay que transmitirlo. Los actores de [REC] (porque a personajes no llegan; y por cierto, hay otro de esos policías increíbles de los que ya hablé) gritan mucho, gritan todo el rato. Desconocen el peso y el valor de los silencios. El silencio es como las elipsis, un arte fugaz que no todos los realizadores y guionistas pueden alcanzar. El peso y el valor de los silencios están perfectamente explicados en La Delgada Línea Roja, una película de guerra y destrucción (a todos los niveles) en la que nadie levanta la voz durante tres horas; una maravilla de Terrence Malick que aún me parece portentosa y que a casi todo el mundo le pareció un coñazo. Será el alma de poeta. [Inciso: la foto de arriba a la derecha pertenece a Malas Tierras, precisamente de Malick. Uno no se puede morir sin verla, en serio. Yo ya la he visto, así que estoy salvado... Además, estudié en la universidad del Opus, mis padres ya pagaron la cuota para que yo zafe del infierno].

Sinceramente, estoy preocupado. Creo que mi escepticismo vital ha alcanzado tales niveles que soy ya directamente incapaz de creerme este tipo de historias. Los actores gritan mucho y dan mucho susto, pero de lo mal que funciona todo. Me importa un huevo lo que les pase a sus personajes, incluida la periodista listilla que compone un tópico muy habitual de esos directores que quieren "criticar la telerrealidad y los excesos del periodismo". "Vimos que para que el espectador viviera el miedo desde dentro, lo mejor era prescindir de las convenciones, el montaje y la música, y fue entonces cuando pensamos en la televisión", Algún día un director debería hacer una película que criticara los excesos de egolatría e importancia que se dan estos directores tan discursivos, siempre tan pendientes de diseccionar la realidad que los circunda en lugar de hacer películas con un mínimo decoro, orden y concierto. Siempre con la palmadita en la espalda de los propios periodistas, que jalean sus conclusiones y las dan por buenas. El productor del filme, Julio Fernández, se pone aún más estupendo y asegura que "Balagueró y Plaza utilizan el terror para lanzar una crítica al tratamiento que hacen algunos medios de las noticias, para reflexionar sobre hasta dónde pueden llegar las televisiones, que eso sí es terrorífico".

Chatos, lo que es terrorífico es pagar seis dracmas o más por ver estas cositas que os sacáis de la facultad de cine o no sé de dónde. Lo terrorífico es que os dais más importancia que una mierda en un solar. La televisión es gratis, amigos: uno puede cambiar sobre la marcha y hasta apagar. Con vosotros no hay remedio, te tienes que quedar. La guardia civil se os debería llevar con la parejita de loros de allá a la izquierda. Con tricornio y capa. Con dos cojones.

En serio: da más miedo el tren de la bruja. Si a la abuela de la foto la subes al tren de la bruja, ahí sí, puede ser. En una pantalla de cine, no. Que no.

Tomasín y sus amigos

Tomasín y sus amigos


A falta de referencias críticas válidas o aceptables, con el cine acostumbro a valerme de los prejuicios, que son una fórmula muy conveniente basada en la experiencia y el aprendizaje, maestros incontestables. Yo creo que cuando hablamos de pagar seis euros más los extras (entiéndase productos del ambigú o patadas en el respaldo de la butaca), uno tiene derecho al prejuicio, a cuidarlo y matizarlo, a ejercerlo y engordarlo. Incluso tiene derecho, y obligación, a revisarlo de cuando en cuando. Los prejuicios han de ser reversibles. Mi prejuicio más severo tiene que ver con el cine español de los años 80 acá; tengo otro con los genios jóvenes de la realización; otro con las películas sobre la guerra civil y sus alrededores, los thrillers nacionales y las películas de terror; uno muy acusado con los exitazos de taquilla, los premios Goya y las aclamaciones de la crítica nacional; y otro aún mayor con los guionistas de la sorpresa, la originalidad y la presunción. A menudo todos esos prejuicios tan generosos se reúnen en una sola cinta o personaje. Creo que ha ocurrido una vez y se llama Amenábar: Tesis, Abre los ojos o Los Otros. A Mar Adentro ya no llegué. A mí de la Ramona sólo me interesaba aquella canción de Esteso.

El Orfanato me parecía carne de prejuicio clarísimo, pero me he ablandado. Me tranquiliza leer que a Boyero no le impresionó la película, porque a mí no sólo no me ha impresionado sino que me ha dejado por completo indiferente. Yo he sido un miedoso horrible de chico, tanto que recuerdo haberme metido en la cama con mis dos hermanos y mi madre -dos de cada lado- una noche que vimos, hace muchos años, un capítulo de aquéllos de Alfred Hitchcock presenta... Jamás he tenido huevos de ponerme a ver El Exorcista, me inquietan mucho películas como El Corazón del Ángel y se me ocurrió mirar un rato The Ring por devoción a Naomi Watts: cuando apareció la china en el televisor me subí en la pared como una salamanquesa. Un rato después bajé a rastras para cambiar de canal. Pero lo que más canguelo me ha dado, no sé si alguien lo vería, fue un documental titulado El Secreto de M. Night Shyamalan, en el que un equipo de televisión descubría cosas que uno no querría saber sobre la muy especial sensibilidad del director de El Sexto Sentido. Si de verdad era un documental, me quedé petrificado; si era un truco de falsa verdad, funcionaba como la película de terror más devoradora que me haya cruzado.

O me he vuelto ya tan escéptico que ni el terror me da terror, o lo de El Orfanato es un terrorcillo de habas. O me he hecho mayor y ahora ya debería atreverme a subir en la noria de las ferias... No sé. Todo lo que he leído y oído sobre esta película me parece una patraña de buenas voluntades. Lo mejor que puedo decir de ella es que huele a ópera prima de un director joven y que uno siempre ha de practicar la condescendencia con quien debuta, es de ley. Puede que haya buenas trazas pero yo no estoy aquí para juzgar las posibilidades futuras de Bayona (¿se llamaba Bayona el director?; ni me acuerdo del nombre, perdón); digo que El Orfanato me ha parecido una película de terror que como película está repleta de clichés y como terror da menos miedo que La Pantera Rosa. Al menos a mí, que pasé años sin poder ver otra vez Poltergeist. No es que sea aburrida. No es ni aburrida ni todo lo contrario. Se ve que el guión quiere cerrar los círculos, pero con un epílogo muy molesto, como si todos fuéramos tontos para que el director y su guionista sean muy listos. Hay un pastiche de referencias que alguien ha resumido muy bien en una de esas feroces críticas de desconocidos que corren por internet: "Es una especie de Los Otros mezclado con Peter Pan y Destino Final. Clavado, oiga... eso es manejar recursos y bibliografía.

Lo peor son lo huecas que suenan tantas y tantas frases a lo largo de la película, dificultad habitual en las series de televisión nacionales y en muchos filmes. Saben hacer lo espectacular, pero no lo cotidiano, lo rutinario. En El Orfanato hay diálogos de la estatura de los que salen en Hospital Central, de esos que no los pondría en pie ni Luisito Varela haciendo de don Gregorio en Camera Café. La médium que defiende Charlotte Chaplin es para agarrarse las bolas con una prensa; el mentalista con acento extranjero está más trillado que trillado; y salen en un momento dado cuatro guardias civiles que los ves y dices: mira esos tíos disfrazados de guardias civiles. La imposibilidad de la ficción patria para hacer creíbles a los policías en la pantalla resulta proverbial. Los más creíbles que he visto eran aquél de Farmacia de Guardia, de cuyo nombre no puedo acordarme, y sobre todo Barrilete, el policía municipal de pueblo que salía en Verano Azul. Escribir bien es difícil, muy difícil. Pero no celebremos la mediocridad. No hace falta haber estudiado cine para darse cuenta de cuándo algo no va y no va. Basta con haber educado el juicio y la sensibilidad. Cuando a lo largo de una película adivino unos cuantos planos o secuencias pienso que o bien yo mismo puedo dirigir una película, o bien el director no puede hacerlo. Como el director y yo no podemos ser lo mismo, queda claro cuál es la opción correcta. Pero no hace falta ponerse académico. Si mi madre escribiera críticas de películas, sobre ésta diría: una tontada como un piano.

Tomasín y sus amigos, sí. Y el tonto Simón, que diría Juan Perro. La pandilla basura. Yo sí que estoy hecho un huérfano: ni al cine puedo ir ya.

Fernando Fernán-Gómez (1921-2007)

Fernando Fernán-Gómez (1921-2007)
Antes de morir, Fernán-Gómez debió escribir esta última escena que le permitiera lo imposible que siempre deseamos: observar nuestro fallecimiento en tercera persona. El Fenómeno dejó imaginada una pieza final en la que sus amigos, admiradores, conocidos y queridos, desde luego amados, toman un último café con él. Para representarla en el teatro. En la foto, Fernán-Gómez cumple por transmisión a un fotógrafo (¿por qué ven lo que los demás no vemos?) ese último deseo que nos desborda: contemplarse muerto. En la pantalla, mira directamente hacia el féretro que lo contiene, observa su última representación y nada impide imaginar por su gesto que lo hace con ironía. De todo lo que me gustó de Fernán-Gómez lo que más me gustó fue su versátil mirada cinematográfica, imponente en todos los registros. Todos. Y esa barba atrabiliaria que responde al final de una costumbre: afeitarse supone la inútil tentativa de descontar los días que ocurren. Así que... ¡a la mierda!

Deborah Kerr (1921-2007)

Deborah Kerr (1921-2007)


Karen Holmes: Si va buscando al capitán... no está aquí.
Sargento Warden: (mirando a Karen con lascivia) ¿Y si no estoy buscando al capitán?
Karen Holmes: Entonces, el capitán sigue sin estar aquí.

[Deborah Kerr y Burt Lancaster, en De Aquí a la Eternidad, aprovechan la ausencia del capitán para darse un baño].

Wild Man Blues

Wild Man Blues


A una hora oscura y apacible, estoy viendo Wild Man Blues, ese excelente documental en el que la directora Barbara Kopple retrata a Woody Allen de gira con su grupo de música dixie, el jazz primigenio de la querida, y aún desconocida, Nueva Orleans (lo que hace la música: sentí la tragedia de Nueva Orleans como si fuera un habitual visitante de Nueva Orleans... y aún no la he pisado en mi vida). Contra una opinión muy extendida, yo siempre he pensado que los personajes de Woody Allen sólo se parecen tangencialmente a Woody Allen, pese a la inevitable identificación entre unos y otros. Creo que en los caracteres que escribe no hay de él más que el pensamiento y la sensibilidad para trascender ese pensamiento y convertirlo en preocupaciones universales, desde una perspectiva tan irónica como brillante. En algún sentido todo arte se parece al artista, pero esa semejanza no implica una copia autobiográfica. Para mí, Allen es un mayúsculo autor, quizás uno de los tres mejores y más consistentes y variados de los últimos 30 años (Clint Eastwood, Woody Allen, Martin Scorsese). Puede dar la impresión de que todas sus películas hablen de lo mismo en formas parecidas, pero nunca se repiten los temas y si lo hacen es porque algunos temas tienden a repetirse en la propia vida. Son la sustancia de la vida. A la manera de los pintores, Allen crea series de pinturas con líneas de fuga o trazos o técnicas o personajes de fondos coincidentes, pero nada más. En ocasiones, esas pinturas quedan en meros bocetos y entonces uno advierte que hay un rasgo de genialidad latente, pero que la película ha quedado incompleta (Scoop compone un ejemplo perfecto para esta burda teoría mía). Decir que todas sus películas son iguales es como decir que toda la serie negra de Goya es igual. Wild Man Blues, absolutamente recomendable -si te gusta un poco el jazz, magnífica- abunda en la impresión de que Woody y sus personajes podrían ser la misma persona. Pero viéndola yo aún lo niego con mayor convicción. De la revisión de anoche me interesa una escena en la fiesta que sigue a un concierto de la banda en Venecia. En medio del desconcertante ambiente de una recepción en la que todos conocen a Allen y Allen no conoce a nadie, una entusiasta admiradora lo interpela. El diálogo siguiente opone la amable admiración por parte de ella y una considerada timidez del lado del director. 

Ella: Qué contenta estoy, tenía tantas ganas de conocerle...
Allen: Muchas gracias, muchas gracias...
Ella: Tiene usted tanto sentido del humor, es tan inteligente...
Allen: ¡Continúe, continúe!
Ella: De verdad, es usted muy inteligente, es un gran placer conocerle.
Allen: Dígame, ¿es usted de Venecia?
Ella: No, de Ancona.
(Woody Allen duda, como si no hubiera entendido el nombre o bien ignorase la situación de la ciudad o incluso su misma existencia).
Ella: Ancona... en el centro, junto al Mar Adriático.
Allen: Ajá... Ancona.
Ella: Pero usted sabe tanto de tantas cosas...
Allen: (Riéndose nervioso mientras busca apoyos) A veces la inteligencia es una carga, una gran responsabilidad.
Ella: ¡Debe usted ser tan feliz siendo tan inteligente...!
Allen: No crea, señora, en la cima hace mucho frío.

Hitch

Hitch


Hace años tuve lo que llamaríamos un periodo Hitchcock, que empecé leyéndome el libro de entrevistas de Truffaut a Hitchcock (probablemente, el mejor libro jamás escrito sobre cine, y eso que debe haber varios cientos de miles que ignoro) y terminé comprando todo lo que pude encontrar sobre el director inglés en un par de librerías digitales de Inglaterra y Estados Unidos. Naturalmente, he olvidado casi todo lo que leí entonces. Tengo muy buena memoria pero soy poco memorioso. Es decir, tengo una memoria antojadiza. En ese tiempo también vi cuantas películas de Hitchcock alcancé, primerizas y últimas, y desde entonces cada cierto tiempo me paro a pensar cuál es la mejor. Porque a veces uno precisa este tipo de pensamientos clasificatorios e inútiles, que lo disponen para momentos estelares entre amigos y conocidos. La gente es exigente. Hoy, por ejemplo, caminaba yo por la calle con una chaqueta de punto de color verde y me he cruzado con un completo desconocido, un hombre ya mayor que al pasar por mi lado, sin levantar la cabeza ni mirarme siquiera, como un loco que hablara para sí, me ha dicho: "De verde no; de blanco y azul...". Primero he pensado que no me decía a mí. Luego he comprendido y me he vuelto a mirarlo. Seguía caminando sin levantar la cabeza.

Así que nunca se sabe cuándo alguien te puede preguntar esas cosas que pregunta la gente sin aviso previo, y con exigencia de respuesta inmediata. Por ejemplo: ¿Tan bueno es Chabal? O bien... ¿Qué pasará este año con el R. Z.? O, por ejemplo, ¿según tú cuál es la mejor película de Hitchcock? Ahí uno no se puede parar a pensar, no puede empezar a divagar y nombrar una, luego corregir, meter otra, incurrir en algún olvido espectacular... No. Hay que tener preparado un titular y al menos dos suplentes; y si la cosa se pone brava (cuando el oponente te intenta colar su preferida) tener argumentos para rebatirlo. Después de años de desajustada especulación, no he llegado a saber cuál me parece la mejor de Hitch. Debe de estar en algún punto intermedio entre Psicosis, Vértigo, La Ventana Indiscreta y Con la muerte en los talones. Y generalmente pienso que más cerca de ésta última que de ninguna otra. Otras veces pienso que se acerca más a La Ventana Indiscreta. Pero se admiten opiniones: quizás sólo son mis favoritas, concepto distinto pero aún más defendible. Finalicé mi periodo Hitchcock con la elaboración de un sentido artículo que nadie publicó jamás y que ni siquiera yo debo de guardar. No lo sé. Lo tendré que buscar por curiosidad, a ver qué decía. Como otro que escribí sobre Reyes (el ahora futbolista del Atlético) cuando se marchó del Sevilla al Arsenal, para el que no había razón ni encargo alguno: me apeteció escribirlo y para hacerlo aún más singular, lo escribí en inglés. ¿Para qué? Paraguayo.

Esta noche he visto Con la muerte en los talones, otra vez. Y me ha divertido como siempre. Ver Con la muerte en los talones constituye una de esas actividades que uno siempre disfruta como el primer día. Es lo mismo que oír In My Life, de los Beatles, un recuerdo sin desgaste. Los artificios visuales de Hitchcock me encantan; el uso estilizado de la cámara; esa forma de tratar a los actores "como ganado", dirigiéndoles cada gesto e insertando él los planos para que el conjunto adquiera sentido; el tipo de cosas que Cary Grant supo entender e interpretar como nadie. La recurrente escena de la avioneta fumigadora no se ha hecho clásica porque sí; en verdad resulta subyugante por más que vuelvas a verla mil veces. El plano desde la altísima grúa con el que se inicia la secuencia, con el autobús que deja a Cary Grant en medio de ninguna parte, resulta espectacular. El juego con las miradas del actor puntea todo la escena y la rellena de comicidad y una extrañada tensión. Los personajes principales de Hitchcock casi siempre fueron hombres comunes enredados en circunstancias que los rebasan o no comprenden o no pueden dominar, y los convierten en seres con una tenacidad de hierro para enderezar la realidad. Desde luego, James Stewart y Cary Grant daban el perfil exacto para esos papeles. Lo de las rubias lo sabe todo el mundo. Por encima de esa fijación, Hitchcock era un fenómeno construyendo en sus películas escenas superpuestas que terminaban por fundirse. Lo que al principio parece casual o un simple contexto, acaba por constituir el centro de la acción. Con la muerte en los talones está llena de esos juegos tan particulares. James Mason y Martin Landau (con unos ojos profundamente malvados) hacen unos villanos estupendos. La película viene a integrar un thriller semi cómico con plena conciencia y disfrute de esa paradójica condición. Tal vez los diálogos nunca fueron más chispeantes en Hitchcock como los que sostienen aquí Cary Grant y Eva Marie Saint. Así:

-"¿Qué le hace a una chica como tú ser una chica como tú?".
-"La suerte, supongo"
.

Por otro lado, titular Con la muerte en los talones una película llamada North by Northwest, me parece un indudable rasgo o rapto de genialidad, que merecía el Oscar para el tipo que parió el nombrecito en la distribuidora española.

[Pd.: Esto es lo que se llama escribir un somniloquio en vano].

Ingmar Bergman (1918-2007)

Ingmar Bergman (1918-2007)


Antonius Block: ¿Quién eres? 
Muerte: Soy la Muerte.
Antonius Block: ¿Has venido a buscarme?
Muerte: Hace tiempo que camino a tu lado.
Antonius Block: Ya lo había advertido.
Muerte: ¿Estás preparado? 
Antonius Block: Mi cuerpo lo está... pero yo no.

(Diálogo de El Séptimo Sello, de Ingmar Bergman, fallecido ayer en Faro).